El ardiente sol hacía brotar gotas de sudor de la frente del viejo, pese a lo cual, éste cubrió con sus manos la taza de té humeante y dulce, como si quisiera calentárselas. No podía desprenderse de la premonición. La llevaba adherida a sus espaldas como frías hojas húmedas.
La excavación había terminado.
El informe había sido revisado cuidadosamente, paso por paso; el material, extraído, observado, rotulado y despachado: perlas y collares, cuños, falos, morteros de piedra molida manchados de color ocre, ollas pulidas. Nada excepcional. Una caja asiria de marfil, para productos de tocador. Y el hombre. Los huesos del hombre.
Los quebradizos restos del tormento cósmico que una vez le hicieron preguntarse si la materia no sería Lucifer que volvía en busca de Dios hacia arriba, a tientas. Y, sin embargo, ahora sabía que no era así.
La fragancia de las plantas de regaliz y tamarisco atraía su mirada hacia las colinas cubiertas de amapolas, hacia las llanuras de juncos, hacia el camino irregular sembrado de rocas que se precipitaba en pendiente hacia el abismo.
Al norte estaba Mosul; al Este, Erbil; al Sur, Bagdad, Kirkuk y el ardiente horno de Nabucodonosor.
Movió las piernas debajo de la mesa que estaba frente a la solitaria choza, junto al camino, y miró las manchas de la hierba en sus botas y en sus pantalones color caqui. Sorbió el té. La excavación había terminado. ¿Qué vendría ahora? Quiso sacudirse el polvo de sus pensamientos como lo hacía con los tesoros inanimados, pero no pudo ordenarlos.
Alguien jadeaba en el interior de la chayjana (así llamaban a aquellas malolientes chozas). El arrugado propietario se acercaba a él arrastrando los pies, levantando polvo con sus zapatos, de fabricación rusa, que usaba como si fueran chinelas, haciendo gemir los contrafuertes bajo el peso de sus talones.
Su sombra oscura se deslizó sobre la mesa.
—Kaman chay, chawaga?
El hombre vestido de color caqui negó con un movimiento de cabeza y bajó la vista hacia sus zapatos embarrados y sin cordones, cubiertos por una gruesa capa de deyecciones geológicas, del dolor de vivir. La sustancia del cosmos, reflexionó calladamente: materia, pero, de algún modo, espíritu al fin. El espíritu y los zapatos eran, para él, sólo aspectos de un elemento más importante, prístino y totalmente distinto.
La sombra se movió. El curdo se quedó esperando como una vieja deuda. El hombre vestido de color caqui clavó la mirada en unos ojos húmedos y desteñidos, como si el iris estuviera velado por la membrana de una cáscara de huevo.
Glaucoma. Antes no hubiera podido querer a este hombre.
Sacó la cartera y buscó una moneda entre los billetes rotos y arrugados: unos dinares, un carnet de conducir iraquí, un almanaque, de plástico descolorido, de doce años atrás. En el reverso tenía la inscripción: LO QUE DAMOS A LOS POBRES ES LO QUE NOS LLEVAMOS CON NOSOTROS CUANDO MORIMOS. La tarjeta había sido impresa en las misiones jesuíticas. Pagó el té y dejó una propina de cincuenta fils sobre una mesa resquebrajada, de color desvaído.
Caminó hasta su jeep. El suave clic de la llave al entrar en el arranque se oyó secamente en el silencio. Esperó un instante, lleno de inquietud.
Apiñados en la cima de un monte, los techos en doble vertiente, de Erbil, surgían a lo lejos, suspendidos de las nubes como una bendición de piedra y barro.
Él sentía que las hojas le oprimían la espalda con más fuerza.
Algo iba a ocurrir.
—Allah ma'ak, chawaga.
Dientes podridos. El curdo sonreía y saludaba con la mano. El hombre vestido de color caqui buscó afecto en el fondo de su ser y pudo responder agitando la mano con una sonrisa forzada, que se oscureció al desviar la vista. Puso en marcha el motor, dio la vuelta en redondo y se dirigió a Mosul. El curdo se quedó parado mirando, con la rara sensación de haber perdido algo, mientras el jeep cobraba velocidad.
¿Qué era lo que había perdido? ¿Qué era lo que había sentido en presencia del extraño? Algo parecido a la seguridad, un sentimiento de protección y de profundo bienestar, que ahora disminuía, a medida que el jeep se alejaba veloz. Se sintió extrañamente solo.
El detallado inventario estuvo listo para las seis y diez. El mosul encargado de las antigüedades, un árabe de mejillas caídas, registraba cuidadosamente el último ingreso en el libro mayor que estaba sobre su escritorio. Se detuvo un momento, levantando la vista hacia su amigo mientras sumergía la pluma en el tintero. El hombre vestido de color caqui parecía perdido en sus pensamientos. Estaba parado junto a una mesa, con las manos en los bolsillos, mirando fijamente hacia uno de aquellos resecos vestigios del ayer, ya rotulado. El encargado lo observó curioso, inmóvil; luego volvió a su tarea, escribiendo con una caligrafía pequeña, firme y prolija. Finalmente, suspiró y dejó la pluma al darse cuenta de la hora. El tren para Bagdad partía a las ocho. Sacó la hoja y le ofreció té.
El hombre vestido de color caqui negó con la cabeza; sus ojos seguían fijos en algo que había sobre la mesa. El árabe lo observaba, algo preocupado. ¿Qué había en el ambiente? Había algo en el ambiente. Se levantó y se acercó, sintiendo un leve cosquilleo en la base del cuello. Su amigo, por fin, se movió, cogió un amuleto y, pensativo, lo sostuvo entre las manos. Era una cabeza, en piedra verde, del demonio Pazuzu, una personificación del viento del Sudoeste.
Tenía poder sobre la enfermedad y los males. La cabeza estaba perforada. El dueño del amuleto lo había usado como escudo.
—El mal contra el mal —susurró el encargado mientras se abanicaba lánguidamente con una revista científica francesa, cuya portada se veía manchada por una huella digital. Su amigo no se movió ni hizo ningún comentario.
—¿Pasa algo?
No hubo respuesta.
—¡Padre!
El hombre vestido de color caqui parecía seguir sin escuchar, absorto en el amuleto, el último de sus hallazgos. Al cabo de un momento lo dejó y dirigió hacia el árabe una mirada inquisitiva. ¿Había dicho algo?
—Nada.
Murmuraron frases de despedida.
Ya en la puerta, el encargado cogió la mano del viejo con una inusitada firmeza.
—Mi corazón tiene un deseo, padre: que no se vaya.
Su amigo respondió suavemente en términos de té, de tiempo, de algo que debía hacer.
—¡No, no, no! Quiero decir que no vuelva a su casa.
El hombre vestido de color caqui clavó la vista en un pedacito de garbanzo hervido que había en la comisura de la boca del árabe; sin embargo, sus ojos estaban distantes.
—Volver a casa —repitió.
La palabra sonaba como a un adiós definitivo.
—A Estados Unidos —agregó el encargado árabe, y al instante se preguntó por qué lo habría dicho.
El hombre vestido de color caqui penetró las tinieblas de la ansiedad del otro. Siempre le había sido fácil apreciar a aquel hombre.
—Adiós —murmuró. Luego se volvió rápidamente y se internó en la sombra de las calles para emprender el regreso; recorrió un trayecto cuya extensión parecía algo indefinida.
—¡Lo veré dentro de un año! —le gritó el encargado desde la puerta. Pero el hombre vestido de color caqui no se volvió para mirar. El árabe observaba la silueta que se empequeñecía al atravesar una calle angosta, en la cual casi chocó con un carruaje que pasaba velozmente. En la cabina iba una corpulenta anciana árabe; su cara era sólo una sombra detrás del velo de encaje negro, con pliegues, que la cubría como una mortaja. Se imaginó que tenía prisa por llegar a alguna cita. Pronto perdió de vista al amigo que se iba.
El hombre vestido de color caqui caminaba subyugado.
Al dejar la ciudad, se abrió paso por los suburbios mientras cruzaba el Tigris. Al acercarse a las ruinas, disminuyó el ritmo de su andar, porque con cada paso el incipiente presentimiento tomaba una forma más consistente y horrible. Tendría que saber. Tendría que estar preparado.
El tablón de madera que atravesaba el Koser —un arroyo fangoso— crujió bajo su peso. Y por fin llegó allí; se paró sobre el montículo donde una vez brillara, con sus quince pórticos, Nínive, la temida guarida de las hordas asirias. Ahora la ciudad yacía hundida en el sangriento polvo de su predestinación.
Y, sin embargo, él se encontraba allí, el aire seguía siendo denso, estaba lleno de ese otro aire que alteraba sus sueños.
Un sereno curdo, al doblar por una esquina, empuñó su rifle y empezó a correr tras él, se detuvo bruscamente, lo saludó al reconocerlo y siguió corriendo.
El hombre vestido de color caqui merodeó por las ruinas. El templo de Nabu. El templo de Istar.
Sintió vibraciones. En el palacio de Asurbanipal se quedó mirando, de reojo, una pesada estatua de piedra caliza, in situ: alas irregulares, pies con garras, bulboso pene saliente y rígida boca, que se estiraba en una sonrisa maligna. El demonio Pazuzu.
De repente lo abrumó una certeza.
Lo supo.
Aquello se acercaba.
Clavó la vista en el polvo.
Sombras con vida. Oyó opacos ladridos de jaurías salvajes que merodeaban por las afueras de la ciudad. La órbita del sol comenzaba a caer detrás del borde del mundo.
Se bajó las mangas de la camisa y se abrochó los puños: se había levantado una brisa helada. Venía del Sudoeste.
Partió presuroso hacia Mosul a tomar el tren, con el corazón encogido por la escalofriante convicción de que pronto se enfrentaría con un viejo enemigo.