EPÍLOGO

Un sol de junio tardío se filtraba por la ventana del dormitorio de Chris. Metió una blusa en una maleta, llena ya, y cerró la tapa. Rápidamente se dirigió a la puerta.

—Bueno, eso es todo —dijo Karl mientras se acercaba a cerrar con llave la maleta y Chris se dirigía al dormitorio de Regan—. Rags, ¿qué tal va el equipaje?

Habían pasado seis semanas desde la muerte de los dos sacerdotes.

Desde la horrible escena. Desde que Kinderman cerrara el caso. Y aún no había respuestas. Sólo obsesionantes especulaciones y pesadillas que harían despertarse para llorar. Merrin había muerto de un ataque cardíaco como consecuencia de una afección en la arteria coronaria. En cuanto a Karras…

«Desconcertante», había dicho Kinderman con respiración jadeante. En su opinión, no había sido la niña, que entonces estaba bien sujeta con las correas. Obviamente, el propio Karras había arrancado la persiana, para saltar por la ventana en busca de la muerte.

Pero ¿por qué? ¿Miedo? ¿Un intento de escapar a algo horrible?

No. Kinderman lo había descartado de plano. De haber querido huir, lo habría hecho por la puerta. Por otra parte, Karras no era, en modo alguno, de los hombres que huyen.

Pero, entonces, ¿por qué aquel salto fatal?

Para Kinderman, la respuesta empezó a tomar forma a partir de un comentario de Dyer sobre los conflictos emocionales de Karras: el complejo de culpabilidad por haber abandonado a su madre y por la muerte de ésta, así como su problema de fe; y cuando Kinderman añadió a esto la falta de descanso durante varios días, la preocupación y el remordimiento por la muerte inminente de Regan, así como el shock por el trágico fin de Merrin, sacó la triste conclusión de que la psique de Karras había fallado, se había hecho pedazos abrumada por el peso de las culpas, que no podía soportar por más tiempo. Más aún, al investigar la muerte de Dennings, el detective se había enterado —por lo que había leído sobre la materia— de que los exorcistas se convertían a menudo en posesos y por las mismas causas que se daban en aquel caso: profundos sentimientos de culpabilidad y necesidad de sentirse castigados, así como el poder de la autosugestión. Karras había alcanzado el punto justo. Y los ruidos de lucha y la alterada voz del sacerdote que oyeron Chris y Sharon parecían dar verosimilitud a la hipótesis del detective.

Pero Dyer se negaba a aceptarla. Una y otra vez volvió a la casa, durante la convalecencia de Regan, para hablar con Chris. Y una y otra vez preguntó si Regan podía recordar ya lo que había ocurrido en el dormitorio aquella noche. Pero la respuesta fue siempre una sacudida de cabeza o un «no», hasta que, al fin, se cerró el caso.

Chris se asomó al dormitorio de Regan; vio que su hija abrazaba dos animales de peluche y miraba con infantil descontento la maleta ya lista y abierta sobre su cama.

—¿Qué tal vas con las maletas? —le preguntó Chris.

Regan levantó la vista. Algo pálida. Un poco demacrada. Algunas ojeras.

—No cabe todo —dijo frunciendo el ceño.

—Si no te puedes llevar todo ahora, querida, déjalo; ya te lo llevará Willie después. Vamos, nenita, apresúrate, o perderemos el avión.

—Bueno.

Regan hizo pucheros.

Tomarían el avión aquella tarde para volar hasta Los Ángeles, dejando a Sharon y a los Engstrom el encargo de cerrar la casa. Luego Karl volvería a casa en el «Jaguar».

—Muy bien, pequeña.

Chris la dejó y bajó rápidamente las escaleras. Al llegar al vestíbulo sonó el timbre. Abrió la puerta.

—Hola, Chris. —Era el padre Dyer—. Vengo a despedirme.

—Me alegro. Ahora iba a llamarle. —Dio un paso hacia atrás—. Adelante.

—No, Chris, sé que tiene prisa.

Ella lo cogió de la mano y lo hizo entrar.

—¡Oh, por favor, entre! Precisamente iba a tomar una taza de café.

—Bueno, si es así…

Fueron a la cocina, se sentaron a la mesa y hablaron mientras Sharon y los Engstrom se movían, ajetreados, a su alrededor. Chris habló de Merrin; de lo admirada y sorprendida que había quedado al ver las personalidades y los dignatarios extranjeros que asistieron a su entierro. Luego permanecieron en silencio. Chris pareció leerle el pensamiento:

—Todavía no se acuerda de nada —dijo en tono amable—. Lo siento mucho.

Aún abatido, el jesuita asintió. Chris miró rápidamente el plato del desayuno. Demasiado excitada y nerviosa, no había comido nada. Aún estaba allí la rosa que siempre le ponía Regan. La cogió y empezó a hacerla girar por el tallo.

—Y él no llegó a conocerla —murmuró en tono ausente.

Luego dejó la rosa y posó sus ojos en Dyer. Vio que él la miraba.

—Chris, ¿qué cree usted que pasó? —le preguntó suavemente—. Como una no creyente, ¿opina que su hija estuvo realmente posesa?

Cabizbaja, Chris jugueteó de nuevo con la rosa.

—Como ha dicho usted… en lo que a Dios concierne presumo de no creyente, y, aunque no estoy muy segura, creo que lo sigo siendo.

Pero en lo que respecta al diablo… bueno, eso es algo distinto.

Lo podría aceptar, y en realidad lo acepto. Pero no sólo por lo que le ha pasado a Rags. Hablando en general, quiero decir. —Se encogió de hombros—. Si a uno se le ocurre pensar en Dios, tiene que imaginarse que existe uno; y si existe, debe necesitar dormir millones de años cada vez para no irritarse.

¿Se da cuenta de lo que quiero decir? Él nunca habla. Pero el diablo no hace más que hacerse propaganda, padre.

Durante un momento, Dyer la contempló; luego dijo en voz baja:

—Pero si todo el mal del mundo le hace pensar que puede existir el demonio, ¿cómo explica usted todo el bien que hay en el mundo?

Aquella idea le hizo pestañear mientras sostenía su mirada. Luego bajó los ojos.

—Sí…, sí —murmuró—. Eso es importante. —La tristeza y la impresión por la muerte de Karras se habían asentado sobre su espíritu como una melancólica niebla. Sin embargo, a través de aquella niebla vislumbraba un rayito de luz, y trató de enfocarlo al acordarse de Dyer cuando la acompañó hasta el coche en el cementerio, después del entierro de Karras.

—¿Puede venir un rato a casa? —le había preguntado ella.

—Me gustaría, pero no me puedo perder la fiesta —contestó él. Chris quedó sorprendida.

Cuando se muere un jesuita —le explicó Dyer— hacemos siempre una fiesta. Para él es un comienzo; por eso lo celebramos.

Había otra cosa que preocupaba a Chris.

—Usted dijo que el padre Karras tenía un problema de fe.

Dyer asintió.

—No puedo creerlo —dijo ella—. Nunca en mi vida he visto tal fe.

—El coche espera, señora.

Chris emergió de sus recuerdos.

—Gracias, Karl. —Ella y Dyer se levantaron—. No; quédese usted, padre. En seguida bajo.

Sólo voy arriba a buscar a Rags.

Él asintió con aire abstraído, mientras la veía alejarse. Pensaba en lo desconcertantes que fueron las últimas palabras de Karras, en los gritos que se habían oído desde abajo antes de su muerte. Había algo allí. ¿Qué era? No lo sabía.

Los recuerdos de Chris y Sharon habían sido imprecisos. Pero ahora volvió a pensar en aquella misteriosa mirada de alegría que viera en los ojos de Karras. Y, de repente, se acordó de algo más: había observado un fulgor intenso y profundo, como de… ¿Triunfo? No estaba seguro, pero, extrañamente, se sintió más aliviado. «¿Por qué?», se preguntó.

Caminó hasta el vestíbulo. Con las manos en los bolsillos, se apoyó contra el marco de la puerta y vio cómo Karl metió el equipaje en el coche. Se secó la frente húmeda y cálida, y luego se volvió al oír ruido de pasos en la escalera.

Chris y Regan, de la mano. Se acercaron a él. Chris lo besó en la mejilla. Luego le puso una mano en el lugar en que lo había besado, sondeando cariñosamente sus ojos.

—Está bien —dijo él, encogiéndose de hombros—. Me parece que todo está bien.

Ella asintió.

—Lo llamaré desde Los Ángeles. Cuídese.

Dyer miró a Regan, que fruncía el ceño, como si recordara de pronto algo olvidado. Impulsivamente le alargó los brazos. Él se inclinó, y ella lo besó.

Después se quedó un momento inmóvil, mirándolo de forma extraña. Pero no a él, sino a su alzacuello.

—Vamos —dijo con voz ronca, tomando de la mano a Regan—. Llegaremos tarde, querida. Vamos.

Dyer las observó mientras se iban. Devolvió con la mano el saludo de Chris. Vio que ella le mandaba un beso y, rápidamente, se metió en el coche detrás de la niña. Y cuando Karl subió al asiento delantero, Chris volvió a saludarlo por la ventanilla. El coche se alejó. Dyer caminó hasta la acera del campus.

Miraba. El coche dobló la esquina y desapareció.

Desde el otro lado de la calle oyó el chirriar de unos frenos.

Miró. El coche de la Policía.

Kinderman que se apeaba. El detective, lentamente, dio la vuelta al coche y, con paso vacilante, se acercó a Dyer. Le hizo un gesto de saludo.

—He venido a despedirme.

—Se acaban de marchar.

Kinderman se detuvo, desilusionado.

—¿Que se han ido?

Dyer asintió.

Kinderman miró por la calle y movió la cabeza. Luego se volvió hacia Dyer.

—¿Cómo está la pequeña?

—Parecía estar bien.

—¡Estupendo! Eso es lo único que importa. —Desvió la mirada—. Bueno, a trabajar de nuevo —jadeó—. ¡Adiós, padre! —Volvióse, dio un paso hacia el coche-patrulla y luego se detuvo para considerar a Dyer especulativamente—. ¿Va usted al cine, padre? ¿Le gusta?

—Sí.

—A mí me regalan invitaciones. —Vaciló un momento—. Y tengo una para la sesión de mañana por la noche en el «Crest». ¿Le gustaría ir?

Dyer tenía las manos en los bolsillos.

—¿Qué proyectan?

—Cumbres borrascosas.

—¿Quién trabaja?

—Heathcliff, Jackie Gleason y, en el papel de Catherine Earnshaw, Lucille Ball. ¿Qué le parece?

—Ya la he visto —dijo Dyer inexpresivo.

Kinderman lo miró, con aspecto de derrotado. Desvió la mirada.

—Otro más —murmuró. Luego pasó su brazo por el del sacerdote y, lentamente, empezaron a caminar por la calle—. Me hace recordar una frase de la película Casablanca —dijo cariñosamente—. Al final, Humphrey Bogart le dice a Claude Rains: «Louis, creo que éste es el comienzo de una hermosa amistad». A propósito, ¿sabe usted que se parece un poco a Bogart? —comentó el detective.

—Conque usted también se ha dado cuenta, ¿eh?

Al buscar el olvido, trataban de recordar.