En la refrescante oscuridad de su tranquilo despacho, Kinderman cavilaba sentado a la mesa.
Corrigió levemente la dirección del rayo de luz de la lámpara. Ante él había referencias, transcripciones, pruebas, fichas policíacas, informes del laboratorio del crimen, notas garabateadas. Pensativo, había ordenado el conjunto en forma de rosa, como para desmentir la horrible conclusión a la que lo habían llevado todos aquellos datos, y que se resistía a aceptar.
Engstrom era inocente. En el momento de la muerte de Dennings, estaba en casa de su hija, a la que había llevado dinero para que comprara drogas. Había mentido sobre su paradero aquella noche para protegerla y ocultar todo a la madre, la cual creía que Elvira estaba muerta, a salvo de todo daño y degradación.
Pero no fue Karl quien informó a Kinderman de esto.
La noche en que se encontraron en el pasillo de la casa de Elvira, el sirviente permaneció en obstinado silencio.
Sólo al advertirle a la hija que su padre podría estar implicado en el caso Dennings, ella se ofreció a decir la verdad. Había testigos para confirmarlo.
Engstrom era inocente.
Inocente y mudo respecto a lo que estaba ocurriendo en casa de Chris MacNeil.
Kinderman frunció el ceño ante la rosa formada por los papeles.
Algo no quedaba bien en el collage. Movió un poquito más abajo, a la derecha, la punta de un pétalo (el ángulo de un testimonio).
Rosas. Elvira. Le había advertido duramente que si en el plazo de dos semanas no se internaba en una clínica, le seguiría los pasos y registraría su casa hasta que tuviese pruebas para detenerla. Pero, sinceramente, no creía que ella lo hiciera. Había momentos en que él miraba fijamente a la ley, sin parpadear, como lo haría con el sol del mediodía, esperando que lo cegara momentáneamente para que alguna presa tuviera tiempo de escabullírsele.
Engstrom era inocente. ¿Qué quedaba?
Respirando con dificultad, Kinderman apoyó una pierna sobre la otra. Luego cerró los ojos y se imaginó que se metía en una bañera llena de agua caliente, agua que lo acariciaba. ¡Liquidación por cierre mental!, se dijo. ¡Nuevas conclusiones!
¡Absolutamente todo debe desaparecer! Esperó un momento, no del todo convencido.
Luego: ¡Absolutamente todo!, agregó con firmeza.
Abriendo los ojos, examinó de nuevo los desconcertantes indicios.
Otrosí digo: La muerte del director Burke Dennings parece estar relacionada con las profanaciones cometidas en la iglesia de la Santísima Trinidad.
Ambas tuvieron que ver con brujería, y el desconocido profanador bien podría ser el asesino de Burke Dennings.
Otrosí digo: Se ha visto que un experto en brujería, un sacerdote jesuita, visitaba la casa de los MacNeil.
Otrosí digo: La hoja, mecanografiada con blasfemias, que se encontró en el altar, había sido examinada en busca de posibles huellas digitales. Se encontraron impresiones a ambos lados. Algunas eran de Damien Karras. Pero otras, por su tamaño, podían atribuirse a alguien de manos pequeñas, muy probablemente, un niño.
Otrosí digo: Se había analizado el tipo de letra de la máquina de escribir utilizada en la tarjeta del altar y comparado con el de la carta sin terminar que Sharon Spencer arrugó y arrojó a la papelera, pero que cayó fuera de la misma, mientras Kinderman interrogaba a Chris. Él la había cogido y se la llevó sin que nadie lo viera. Se comprobó que ambas habían sido escritas con la misma máquina. Sin embargo, de acuerdo con el informe, difería el tacto de las personas que habían mecanografiado ambos escritos. La persona que había escrito la hoja blasfema tenía una pulsación mucho más enérgica que la de Sharon Spencer.
Se trataba, pues, de una persona con práctica y de extraordinaria fuerza.
Otrosí digo: Si su muerte no fue un accidente, Burke Dennings había sido asesinado por una persona de una fuerza fuera de lo común.
Otrosí digo: Engstrom había dejado de ser considerado como sospechoso.
Otrosí digo: Al investigar en las oficinas de las líneas aéreas del interior del país, se había descubierto que Chris MacNeil había viajado con su hija a Dayton (Ohio). Kinderman sabía que la niña estaba enferma y que la llevaban a una clínica. Pero la clínica en Dayton tenía que ser la «Barringer».
Kinderman comprobó que la niña había sido internada para su observación. Aunque la clínica se negaba a declarar la naturaleza de su enfermedad, se trataba, obviamente, de un trastorno mental.
Otrosí digo: Los trastornos mentales graves dan en ocasiones una extraordinaria fuerza a los pacientes.
Kinderman suspiró y cerró los ojos. Lo mismo.
Llegaba a la misma conclusión. Sacudió la cabeza.
Luego abrió los ojos y clavó la vista en el centro de la rosa de papel: el descolorido ejemplar de una revista de noticias. En la tapa estaba Chris MacNeil y Regan. Contempló a la niña: la dulce carita pecosa, las colitas de caballo atadas con cintas, la mella que descubría al sonreír. Miró hacia la ventana, invadida por la oscuridad. Había empezado a lloviznar.
Bajó al garaje, se metió en el sedán negro, aparentemente particular, y condujo por calles, brillantes y lustrosas de lluvia, hacia la zona de Georgetown; aparcó en la acera Este de la calle Prospect. Y permaneció sentado en el interior del coche. Durante un cuarto de hora. Sentado. Con la vista clavada en la ventana de Regan. ¿Debería llamar a la puerta y exigir verla? Bajó la cabeza. Se restregó la frente. William F. Kinderman, ¡estás enfermo! ¡Estás enfermo! ¡Vuélvete a casa! ¡Toma algún medicamento! ¡Duerme!
Miró de nuevo hacia la ventana y movió tristemente la cabeza. Lo había conducido hasta allí su atormentada lógica.
Desvió la vista cuando un taxi se acercó a la casa.
Puso en marcha el motor y el limpiaparabrisas.
Se apeó del taxi un hombre alto, ya entrado en años.
Vestía impermeable y sombrero negro y llevaba en la mano una desvencijada maleta. Pagó al conductor, volvióse y permaneció inmóvil, con la mirada fija en la casa. El taxi se alejó y desapareció por la esquina de la Calle Treinta y Seis.
Kinderman partió rápidamente detrás de él para seguirlo. Al doblar la esquina vio que el hombre de edad seguía parado bajo la luz de la lámpara de la calle, en medio de la niebla, como un melancólico viajero congelado en el tiempo. El detective hizo señales luminosas al taxi.
En aquel momento, dentro de la casa, Karras y Karl sujetaban los brazos de Regan, mientras Sharon le inyectaba «Librium», cuya cantidad hacía un total de cuatrocientos miligramos aplicados en dos horas.
Karras sabía que la dosis era muy elevada. Pero, tras un largo período de calma, la personalidad diabólica se había despertado de repente en un ataque de furia tan frenético, que el debilitado organismo de Regan no podría resistirlo mucho tiempo más.
Karras estaba exhausto. Después de su visita al Obispado aquella mañana, volvió a contar a Chris lo que había ocurrido. Luego dispuso la alimentación intravenosa para Regan, regresó a su cuarto y se desplomó en la cama.
Al cabo de sólo una hora y media de sueño, el teléfono le había hecho saltar de nuevo. Sharon.
Regan seguía inconsciente, y el pulso era cada vez más lento e imperceptible. Corrió a la casa con su maletín de médico, y, ya junto a Regan, le aprisionó el tendón de Aquiles, y esperó la reacción del dolor. No hubo ninguna. Le apretó fuertemente una uña. Tampoco reaccionó. Estaba preocupado. Aunque sabía que en casos de histeria y en estados de trance se observaba a veces insensibilidad al dolor, ahora temía el coma, un estado que podía desembocar fácilmente en la muerte. Le tomó la presión arterial: máxima, nueve, mínima, seis.
Luego, el pulso: sesenta latidos.
Durante una hora y media permaneció en la habitación, examinándola cada quince minutos, antes de quedarse tranquilo porque la presión sanguínea y el pulso se habían estabilizado, lo cual significaba que Regan no sufría un shock, sino que se hallaba en estado de letargo. Le dejó instrucciones a Sharon para que le tomara el pulso cada hora. Entonces fue cuando logró conciliar el sueño. Pero nuevamente lo despertó el teléfono.
Del Obispado le informaron que el exorcista sería Lankester Merrin.
Karras actuaría de ayudante.
La noticia lo había dejado pasmado. Merrin. El filósofo-paleontólogo. Aquel intelecto asombroso y elevado espíritu. Sus libros habían causado revuelo en la Iglesia, ya que interpretaban su fe en términos de ciencia, en términos de una materia que se halla aún en transformación, destinada a convertirse en espíritu y a unirse a Dios.
Inmediatamente, Karras llamó a Chris para darle la noticia; pero se encontró con que ella lo sabía ya directamente por el obispo, el cual le había informado que Merrin llegaría al día siguiente.
—Le he dicho al obispo que Merrin puede alojarse en casa —dijo Chris—. Total, serán uno o dos días, ¿no?
Antes de responder, Karras vaciló.
—No sé. —Y luego, dudando nuevamente, dijo—: No se haga demasiadas ilusiones.
—Suponiendo que dé resultado —había respondido Chris. Su tono era deprimido.
—No he querido decirle que no resultaría —la animó—. Sólo quería insinuar que puede llevar tiempo.
—¿Como cuánto?
—Depende. —Él sabía que el exorcismo duraba, en ocasiones, semanas e incluso meses, y que, a menudo, fracasaba por completo. Esperaba que sucediera esto último, estaba seguro de que la cura por sugestión recaería una vez más, y por fin, sobre él—. Tal vez días o semanas —le dijo.
—¿Cuánto tiempo le queda a Regan, padre Karras…?
Cuando colgó el teléfono, notóse oprimido, inquieto.
Recostado en la cama, pensó en Merrin. Merrin.
Sintió emoción y esperanza.
Seguidas por una deprimente inquietud. Habría sido natural que lo eligieran a él como exorcista; sin embargo, el obispo lo había pasado por alto. ¿Por qué? ¿Porque Merrin ya lo había hecho antes?
Cerrando los ojos, recordó que los exorcistas eran escogidos en consideración a su «piedad» y «grandes cualidades morales»; que, según un pasaje del Evangelio de san Mateo, cuando los apóstoles le preguntaron a Cristo por qué habían fallado en un exorcismo, Él les había respondido: «Por vuestra poca fe». Tanto el provincial como el rector sabían su problema. ¿Se lo habrían contado al obispo alguno de los dos?
Dio vueltas en la cama, decepcionado. Se sentía algo indigno, incompetente, rechazado. Y eso le dolía.
Irracionalmente, pero le dolía. Por fin vino el sueño a llenar los huecos y desgarros de su corazón.
Pero el teléfono lo despertó de nuevo. Chris lo llamaba para informarle del nuevo desvarío de Regan.
Al llegar, tomó el pulso a la niña. Era firme. Le volvió a inyectar «Librium». Finalmente, se encaminó a la cocina, donde se unió a Chris para tomar café.
Estaba leyendo un libro de Merrin, que había pedido por teléfono.
—Es demasiado elevado para mí —le dijo en tono suave, aunque parecía conmovida y profundamente impresionada—. Pero hay unas cosas tan bonitas, tan extraordinarias… —Volvió atrás varias hojas, hasta llegar a un pasaje que había marcado, y le pasó el libro a Karras, quien leyó:
«… Tenemos conocimiento del orden, la constancia y la perpetua renovación del mundo material que nos rodea. A pesar de que cada una de sus partes es frágil y transitoria, y que son inquietos y migratorios sus elementos, sin embargo, perdura. Está sometido a una ley de permanencia, y aunque muere una y otra vez, siempre vuelve a la vida. La disolución no hace más que dar nacimiento a nuevos modos de organización, y una muerte es la madre de mil vidas. Por lo tanto, cada hora es sólo un testimonio de cuán efímera y, sin embargo, segura y cierta es la gran totalidad. Es como una imagen en el agua, que siempre es la misma, aunque el agua fluya constantemente. El sol se esconde para levantarse de nuevo, el día es engullido por la oscuridad de la noche, para nacer de ella, tan puro como si nunca se hubiera apagado. La primavera se convierte en verano y, a través del verano y el otoño, en invierno, para retornar, con mayor seguridad, a triunfar sobre esa tumba hacia la cual se ha acercado rápidamente desde su primera hora. Nosotros lloramos los capullos de mayo porque se van a marchitar, pero sabemos que mayo es un día que se vengará de noviembre, por la rotación de ese solemne círculo que nunca se detiene, el cual nos enseña, en la cúspide de nuestra esperanza, que hemos de ser siempre equilibrados y que, en la profundidad de la desolación, no debemos desesperarnos nunca».
—Sí, es hermoso —dijo Karras en tono suave. Mantenía los ojos clavados en la página. El bramido del demonio, en la planta baja, se hizo más fuerte.
—¡…Bastardo… porquería… piadoso hipócrita!
—Ella siempre me ponía una rosa en mi plato… por la mañana… antes de ir a trabajar.
Karras levantó la mirada, con una pregunta en sus ojos.
—Regan —le dijo Chris bajando la cabeza—. Perdone, pero me olvido de que usted no la conoció antes. —Se sonó la nariz y se secó las lágrimas—. ¿Quiere un poco de coñac en el café, padre Karras? —preguntó.
—No, gracias.
—La verdad es que el café no tiene gusto a nada —murmuró trémula—. Le pondré un poco de coñac. Con permiso.
Rápidamente abandonó la cocina.
Karras, sentado, se quedó solo, tomándose el café; estaba deprimido. Sentía la tibieza del jersey que llevaba debajo de la sotana; lamentaba no haber podido consolar a Chris. Luego, un recuerdo de su infancia brilló débil y tristemente, un recuerdo de Ginger, su perra de cruce, cada vez más flaca y aturdida dentro de una caja en el apartamento; Ginger estaba temblando de fiebre y vomitando, mientras Karras la cubría con toallas y trataba de hacerle beber leche caliente, hasta que llegó un vecino y, al comprobar que tenía moquillo, movió la cabeza y dijo: «Tu perra necesita inyecciones en seguida». Después, a la salida de la escuela, una tarde… por la calle… en filas de a dos hasta la esquina… su madre que lo aguardaba allí… inesperadamente… aspecto triste… y le puso en la mano una reluciente moneda de medio dólar… Júbilo… ¡Tanto dinero…! Y luego su voz, suave y tierna, «Ginger ha muerto…». Bajó la vista hasta la amarga y humeante negrura de su taza; sintió sus manos vacías de consuelo y de remedio.
—¡… piadoso bastardo!
El demonio. Todavía enfurecido.
—Tu perra necesita inyecciones en seguida.
Rápidamente volvió al dormitorio de Regan. Allí la sostuvo mientras Sharon le ponía una inyección de «Librium», con lo cual, la dosis era ya de quinientos miligramos.
Sharon le pasó un algodón con alcohol por el punto en que había clavado la aguja, mientras Karras observaba, desconcertado, a la niña.
Las delirantes obscenidades parecían no ir dirigidas a nadie de los presentes en la habitación, sino más bien a alguien no visible o ausente.
Desechó este pensamiento.
—Vuelvo en seguida —dijo a Sharon.
Preocupado por Chris, bajó a la cocina, donde la encontró de nuevo sentada sola. Ponía coñac en su café.
—¿Está seguro de que no quiere un poco, padre? —preguntó.
Denegando con la cabeza, se acercó a la mesa y se sentó fatigado. Mantenía los ojos fijos en el suelo.
Oyó el característico ruido de la cucharilla removiendo el azúcar en la taza de porcelana.
—¿Le ha avisado al padre de la niña? —preguntó.
—Sí. Sí, él llamó. —Una pausa—. Quería hablar con Rags.
—¿Y qué le dijo usted?
Otra pausa. Luego:
—Pues que se había ido a una fiesta.
Silencio. Karras no oía ya el ruido de la cucharilla. Levantando los ojos, vio que ella miraba el techo. Y entonces él también cayó en la cuenta de que habían cesado los gritos en la planta alta.
—Le debe de haber hecho efecto el «Librium» —dijo él con alivio.
Sonó el timbre de la puerta.
Miró hacia ésta y luego a Chris, con un interrogante en la mirada y levantando una ceja en un gesto de temor.
¿Sería Kinderman?
Segundos. Esperaron. Willie estaba descansando.
Sharon y Karl, en la planta alta. Nadie iba a abrir.
Tensa, Chris se levantó bruscamente de la mesa y salió al living. Se arrodilló en un sofá y miró por la ventana, levantando ligeramente el visillo.
Gracias a Dios. No era Kinderman, sino un anciano alto, de raído impermeable. Mantenía la cabeza pacientemente inclinada bajo la lluvia. Llevaba en la mano una maleta muy vieja y maltrecha. Por un momento, una de las hebillas brilló bajo el resplandor de la lámpara de la calle, al cambiársela de mano.
El timbre volvió a sonar.
¿Quién será?
Intrigada, Chris se bajó del sofá y caminó hasta el vestíbulo.
Abrió la puerta, dejando sólo una rendija, y escudriñó en la oscuridad; una fina llovizna le salpicó los ojos. El ala del sombrero del hombre le oscurecía la cara.
—Buenas noches. ¿Qué desea?
—¿Mistress MacNeil? —le llegó una voz desde las sombras, voz amable, refinada, pletórica.
Cuando él hizo ademán de quitarse el sombrero, Chris le indicó que pasara, y luego, de repente, se encontró mirando aquellos ojos que la invadían, que brillaban inteligentes y cariñosamente comprensivos, con una serenidad que emanaba de su cuerpo y que la penetraba como un río de tibias aguas medicinales cuya fuente estaba en él y en algo más allá de él, cuyo fluir era contenido, pero impetuoso e interminable a la vez.
—Soy el padre Merrin.
Por un momento permaneció atónita, contemplando aquella enjuta cara ascética, aquellos pómulos que parecían tallados, brillantes como esmalte; luego, rápidamente, abrió del todo la puerta.
—¡Oh, Dios mío! Pase, por favor. Pase. Estoy… Sinceramente. No sé dónde…
Él entró, y ella cerró la puerta.
—No lo esperaba hasta mañana.
—Sí, ya lo sé —oyó que decía.
Al volverse vio que el sacerdote tenía la cabeza inclinada hacia un lado y que miraba hacia arriba como si escuchara o, más bien, como si sintiera alguna presencia invisible… alguna vibración distante, conocida y familiar. Lo observaba perpleja. Su piel parecía curtida por vientos extraños, por un sol que brillaba en otra parte, en algún lugar muy lejos del espacio y del tiempo de ella.
—¿Qué hace?
—Permítame, padre. Debe de pesar mucho.
—No se moleste —dijo él suavemente. Seguía atento. Explorando—. Es como una prolongación de mi brazo; ya es muy vieja; está muy maltrecha. —Bajó la vista, con una cálida sonrisa en sus ojos—. Ya me he acostumbrado a su peso… ¿Está aquí el padre Karras? —preguntó.
—Sí, sí, en la cocina. A propósito, ¿ya ha cenado usted, padre?
Desvió su mirada hacia la planta alta, al oír el ruido de una puerta que se abría.
—Sí, he comido en el tren.
—¿Está seguro de que no quiere tomar algo más?
Una pausa. El ruido de una puerta que se cerraba.
Bajó la vista.
—No, gracias.
—¡Qué lluvia más inoportuna! —protestó ella, aturdida aún—. Si hubiera sabido que venía, habría ido a esperarlo a la estación.
—No importa.
—¿Le ha costado mucho encontrar un taxi?
—Sólo unos minutos.
—Ya se la llevaré yo, padre.
Era Karl, que había bajado, corriendo, la escalera y, tras cogerle la maleta, lo condujo por el pasillo.
—Le hemos puesto una cama en el despacho, padre. —Chris estaba inquieta—. Es muy cómoda, y he creído que querría estar solo. Le mostraré dónde está. —Se había puesto en movimiento, pero se detuvo—. ¿O prefiere saludar antes al padre Karras?
—Antes me gustaría ver a su hija —dijo Merrin.
Ella pareció desconcertada.
—¿Ahora mismo, padre?
Él volvió a mirar hacia arriba, con distante atención.
—Sí, ahora mismo.
—Debe de estar durmiendo.
—Creo que no.
—Bueno, si…
De repente, Chris retrocedió al oír un ruido que venía de la planta alta. Era la voz del demonio, tonante y apagada a la vez, que gruñía como si pronunciara un sepelio.
—¡Merriiiinnnnn!
Luego, un tremendo y escalofriante puñetazo, asestado contra una pared del dormitorio.
—¡Dios Todopoderoso! —musitó Chris mientras apretaba una mano pálida contra su pecho. Atónita, miró a Merrin. El sacerdote no se había movido.
Seguía mirando hacia arriba, intensa, pero serenamente, y en sus ojos no había la más leve huella de sorpresa. Más aún, pensó Chris, parecía como si lo reconociera.
Otro golpe hizo temblar las paredes.
—¡Merriiiinnnnnnnnn!
El jesuita se adelantó lentamente, absorto, ignorando la presencia de Chris, que abría la boca maravillada; de Karl, que salía, ágil e incrédulo, del despacho; de Karras, que surgía, azorado, de la cocina, mientras continuaban los gruñidos y golpes de pesadilla.
Lentamente subió las escaleras; su fina mano de alabastro se deslizaba por la barandilla.
Karras se acercó a Chris y, juntos, observaron desde abajo, mientras Merrin entraba en el dormitorio de Regan y cerraba la puerta detrás de sí. Durante un rato hubo silencio. Luego, de pronto, el demonio lanzó una carcajada y Merrin salió. Cerró la puerta y caminó por el pasillo. A su espalda, la puerta se abrió de nuevo, y Sharon asomó la cabeza y lo vio alejarse con una expresión extraña en sus ojos.
El jesuita bajó rápidamente las escaleras, extendiéndole la mano a Karras, que esperaba.
—Padre Karras…
—¿Qué tal, padre?
Merrin tomó la otra mano del sacerdote entre las suyas y la apretó con fuerza; escudriñaba la cara de Karras con una mirada seria y preocupada, mientras en la planta alta la risa había sido sustituida por groseras obscenidades dirigidas a Merrin.
—Lo veo terriblemente cansado —dijo—. ¿Es cierto que está cansado?
—No, en absoluto. ¿Por qué me lo pregunta?
—¿Tiene un impermeable aquí?
Karras movió la cabeza.
—No.
—Entonces tome el mío —dijo Merrin, desabrochándoselo—. Me gustaría que fuera a la residencia, Damien, y cogiera una sotana, dos roquetes, una estola roja, agua bendita y dos ejemplares del Ritual Romano. —Entregó el impermeable al desconcertado Karras—. Creo que deberíamos empezar en seguida.
Karras frunció el ceño.
—¿Ahora? ¿En seguida?
—Sí, creo que es lo mejor.
—¿No quiere oír primero los antecedentes del caso, padre?
—¿Por qué?
Las cejas de Merrin se levantaron en un gesto de absoluta buena fe.
Karras se dio cuenta de que no tenía respuesta. Y esquivó la mirada de aquellos desconcertantes ojos.
—Tiene razón —dijo. Se puso el impermeable y se dirigió a la puerta—. Le traeré lo que me ha pedido.
Karl cruzó, corriendo, la estancia, se adelantó a Karras y le abrió la puerta. Tras intercambiar rápidas miradas, Karras se internó en la lluviosa noche. Merrin volvió a mirar a Chris.
—¿No tiene inconveniente en que empecemos en seguida? —le preguntó con tono suave.
Ella lo había estado observando, y sintióse profundamente aliviada por la sensación de firmeza y decisión que la invadía, como un grito jubiloso en un día de sol.
—No, al contrario —contestó, agradecida—. Pero debe de estar cansado, padre.
Él vio que su ansiosa mirada se dirigía hacia la planta alta, con el oído atento al bramido del demonio.
—¿Quiere una taza de café? —le preguntó—. Está recién hecho. —Su voz era implorante—. Está caliente. ¿No quiere un poco, padre?
Vio que Chris entrelazaba nerviosamente sus manos.
Vio las profundas cavernas de sus ojos.
—Sí, gracias —dijo en tono cálido. Hasta entonces se había mostrado algo serio, superado por el momento—. Si está segura de que no hay inconveniente…
Chris lo acompañó a la cocina, y pronto estuvo apoyado contra el mármol, con la taza de café negro en la mano.
—¿No quiere echarle un poco de coñac, padre? —Chris tenía levantada la botella.
Él bajó la cabeza y miró su taza, inexpresivo.
—Según los médicos, no debo tomarlo —dijo, acercándole la taza—. Pero, gracias a Dios, no tengo mucha voluntad.
Chris dudó un instante, no segura del todo; luego vio una sonrisa en sus ojos al levantar la cabeza.
Le sirvió.
—¡Qué bonito nombre tiene! —exclamó él—. Chris MacNeil. ¿No es un nombre artístico?
Chris dejó caer unas gotas de coñac en el café y movió negativamente la cabeza.
—No. ¿O acaso cree que me llamo Esmeralda Glutz?
—¡Gracias a Dios! —murmuró Merrin.
Chris sonrió y tomó asiento.
—¿Y qué es Lankester, padre? Suena muy raro. ¿Se lo pusieron por alguien en particular?
—Un barco de carga —musitó con aire ausente mientras se llevaba la taza a los labios. Tomó un sorbo de café—. O un puente. Sí, creo que era un puente. —Parecía afligido—. ¡Cuánto me habría gustado tener un nombre como Damien! ¡Es tan eufónico!
—¿De dónde viene ese nombre, padre?
—¿Damien? —Miró la taza—. Era el nombre de un sacerdote que dedicó su vida al cuidado de leprosos en la isla de Molokai.
Finalmente, contrajo la enfermedad. —Hizo una pausa—. Precioso nombre —dijo de nuevo—. Creo que con un nombre de pila como Damien, me contentaría con el apellido Glutz.
Chris sofocó su risa. Se relajó. Se sintió más cómoda. Y, durante varios minutos, ella y Merrin hablaron de pequeñas cosas cotidianas. Al fin, Sharon apareció en la cocina y sólo entonces Merrin hizo ademán de irse. Fue como si hubiera estado esperando su llegada, porque de inmediato llevó su taza al fregadero, la enjuagó y la colocó con cuidado en el secador.
—Muy rico el café. Era justamente lo que necesitaba —dijo.
Chris se levantó.
—Lo acompañaré a su cuarto.
Él le dio las gracias y siguió hasta la puerta del despacho.
—Si necesita algo, padre —dijo—, no tiene más que decírmelo.
Merrin le puso una mano en el hombro y lo presionó como para tranquilizarla. Chris sintió que fluían a su interior una fuerza y un afecto indefinibles.
Paz.
Sintió paz. Y un extraño sentimiento de… «¿seguridad?», se preguntó.
—Es usted muy amable. —Sus ojos sonreían—. Gracias.
Retiró la mano y la vio alejarse. Tan pronto como ella se fue, un agudo dolor le hizo contraer la cara. Entró en el despacho y cerró la puerta.
Extrajo una cajita de «Aspirina Bayer» de un bolsillo del pantalón; la abrió, sacó una píldora de nitroglicerina y la puso cuidadosamente bajo su lengua.
Chris entró en la cocina. Se detuvo junto a la puerta, y miró a Sharon, que estaba de pie al lado de la cocina, con la palma de la mano apoyada en la cafetera, esperando que el café volviera a calentarse.
Chris se acercó a ella, preocupada.
—Querida —le dijo suavemente—, ¿por qué no descansas un poco?
No hubo respuesta. Sharon parecía absorta en sus pensamientos.
Luego, volviéndose, miró a Chris inexpresivamente.
—Perdón, ¿me has dicho algo?
Chris observaba la expresión de su cara, su mirada ausente.
—¿Qué ha pasado ahí arriba, Sharon? —preguntó.
—¿Qué ha pasado, dónde?
—Cuando ha subido el padre Merrin.
—¡Ah, sí…! —Sharon frunció el ceño. Desvió su mirada ausente hacia un punto del espacio, entre la duda y el recuerdo—. Sí, ha sido curioso.
—¿Curioso?
—Extraño. Ellos sólo… —Hizo una pausa—. Bueno, sólo se miraron fijamente un rato y luego Regan, esa cosa, dijo…
—¿Qué?
—«Esta vez vas a perder». Chris la observaba, esperando.
—¿Y después?
—Eso fue todo —respondió Sharon—. El padre Merrin dio media vuelta y salió de la habitación.
—¿Y qué aspecto tenía?
—Curioso.
—¡Por Dios, Sharon, piensa en otra palabra! —exclamó Chris; iba a decir algo más, cuando se dio cuenta de que Sharon había inclinado la cabeza, abstraída, como si estuviera escuchando.
Chris miró hacia arriba y lo oyó también: el silencio, el repentino cese del rugido diabólico.
Pero también algo más… algo… que crecía.
Las dos mujeres se miraron de reojo.
—¿Lo oyes tú también? —preguntó Sharon con un hilito de voz.
Chris asintió. La casa. Algo había en la casa. Una tensión.
Pero ese algo iba haciéndose cada vez más denso. Un latido, como de energías que se agigantaban.
El sonido del timbre pareció irreal.
Sharon se volvió.
—Abriré yo.
Caminó hasta el vestíbulo y abrió la puerta. Era Karras.
Traía una gran caja de cartón.
—Gracias, Sharon.
—El padre Merrin está en el despacho —le dijo.
Karras se encaminó rápidamente hacia allí, llamó con suavidad y entró con la caja.
—Perdón, padre —dijo—, he tenido un pequeño…
Se detuvo en seco. Merrin, con pantalón y jersey, estaba arrodillado rezando al lado de la cama, con la frente apoyada sobre las manos juntas. Karras se quedó un instante petrificado, como si al volver una esquina se hubiese encontrado con un niño, que era él mismo, pasando apresuradamente a su lado, con la casulla al brazo, sin reconocerlo.
Karras dirigió sus ojos hacia la caja abierta, hacia las gotitas de lluvia que habían caído sobre el almidón. Luego, lentamente, se acercó al sofá y esparció en él, sin hacer ruido, el contenido de la caja. Cuando hubo terminado, se quitó el impermeable, lo dobló cuidadosamente y lo dejó en una silla. Al observar a Merrin vio que el sacerdote se santiguaba; desviando la vista, cogió el roquete más grande. Empezó a ponérselo sobre la sotana. Oyó que Merrin se ponía en pie.
—Gracias, Damien. —Karras se volvió, poniéndose el roquete, mientras Merrin se acercaba al sofá y sus ojos se posaban tiernamente sobre los indumentos litúrgicos.
Karras cogió un jersey.
—He creído que podría ponerse esto debajo de la sotana, padre —le dijo, alargándoselo—. La habitación se enfría a veces.
Merrin pasó suavemente la mano por el jersey.
—Gracias por su atención, Damien.
Karras cogió del sofá la sotana de Merrin y lo observó mientras se ponía el jersey. En ese momento, y de pronto, mientras presenciaba una acción tan común y trivial, fue cuando Karras sintió el avasallador impacto del hombre del momento, de aquella quietud que se advertía en la casa y que lo aplastaba, cortándole la respiración.
Volvió a la realidad al notar que le quitaban la sotana de las manos. Merrin. Se la ponía.
Preguntó:
—¿Conoce las reglas del exorcismo, Damien?
—Sí —respondió Karras.
Merrin empezó a ponerse la sotana.
—Es esencial evitar conversaciones con el demonio…
El demonio. Le dio escalofríos la manera tan natural en que lo dijo.
—Hemos de preguntar sólo aquello que sea importante —dijo Merrin mientras se abrochaba el cuello de la sotana—. Todo lo demás sería peligroso. Sumamente peligroso. —Tomó el roquete de manos de Karras y empezó a ponérselo sobre la sotana—. Especialmente, no preste atención a nada de lo que diga el demonio.
Es un mentiroso. Mentirá para confundirnos, pero también mezclará mentiras con verdades para atacarnos. La ofensiva es psicológica, Damien. Y poderosa. No escuche. Recuerde esto: no escuche.
Al alargarle Karras la estola, el exorcista agregó:
—¿Quiere preguntarme algo ahora, Damien?
Karras negó con la cabeza.
—No. Pero creo que puede ser útil que lo ponga en antecedentes sobre las distintas personalidades que Regan ha manifestado. Hasta ahora parece que hay tres.
—Hay una sola —dijo Merrin suavemente, deslizando la estola alrededor de sus hombros. Durante unos momentos, la sostuvo y permaneció inmóvil, al tiempo que una expresión atormentada apareció en sus ojos. Luego cogió los ejemplares del Ritual Romano y le dio uno a Karras—. Omitiremos la letanía de los santos. ¿Tiene el agua bendita?
Karras sacó el frasco de su bolsillo. Merrin lo cogió y con un gesto sereno, señaló hacia la puerta.
—Por favor, indíqueme el camino, Damien.
Arriba, junto a la puerta del dormitorio, Sharon y Chris esperaban tensas. Estaban envueltas en gruesos jerseys y chaquetas. Al oír el ruido de una puerta que se abría, se volvieron, miraron abajo y vieron que Karras y Merrin venían, por el vestíbulo, hacia la escalera, en solemne procesión.
Altos. «¡Qué altos son!», pensó Chris. Y Karras con su oscura y afilada cara destacando sobre la blancura del roquete.
Al verlos subir con paso firme, Chris se sintió profunda y extrañamente conmovida. Aquí viese mi hermano mayo, a volarte la tapa de los sesos, ¡cretino!, pensó. Había mucho de eso. El corazón le latía con fuerza.
Los jesuitas se detuvieron frente a la puerta del dormitorio.
Karras frunció el ceño al ver el jersey y la chaqueta de Chris.
—¿Va usted a entrar?
—Creo que debo hacerlo.
—¡Por favor, no lo haga! —le dijo en tono imperioso—. Cometería un grave error.
Chris se volvió hacia Merrin, interrogándolo con los ojos.
—El padre Karras sabe lo que más conviene —dijo lentamente el exorcista.
Chris volvió a mirar a Karras.
Bajó la cabeza.
—Bueno —dijo desalentada. Se apoyó contra la pared—. Esperaré aquí fuera.
—¿Cuál es el segundo nombre de su hija? —preguntó Merrin.
—Teresa.
—Bonito en verdad —dijo Merrin cálidamente.
Sostuvo su mirada durante un momento para animarla.
Luego miró hacia la puerta y de nuevo Chris sintió aquella tensión, aquella oscuridad que se hacía cada vez más densa. Dentro. En el dormitorio.
Detrás de aquella puerta. Se dio cuenta de que Karras y Sharon también lo percibían.
Merrin hizo un gesto con la cabeza.
—Vamos —dijo suavemente.
Al abrir la puerta, una vaharada de aire frío y hediondo hizo tambalearse a Karras. Karl se había acurrucado, en una silla, en un ángulo de la habitación. Vestido con cazadora color verde oliva, desteñida, volvióse, expectante, hacia Karras.
Rápidamente, el jesuita dirigió la mirada al demonio. Los ojos, llameantes de furor, estaban fijos más allá, detrás de él, en el vestíbulo: en Merrin.
Karras se adelantó, al tiempo que Merrin entraba lentamente, alto y erguido, hasta quedar al lado de la cama. Allí se detuvo y bajó la vista hacia el odio.
Una reprimida quietud pesaba sobre el dormitorio. A continuación, Regan sacó su lengua negruzca, como de lobo, y se lamió los labios partidos e hinchados.
El ruido era semejante al de una mano que alisa un pergamino arrugado.
—Bueno, ¡orgullosa porquería! —rugió el demonio—. ¡Al fin! ¡Al fin has venido!
El anciano sacerdote levantó una mano e hizo la señal de la cruz sobre la cama; luego repitió el gesto por toda la habitación. Volviéndose, quitó el corcho del frasco con el agua bendita.
—¡Ah, sí! ¡Ahora viene la orina sagrada! —exclamó el demonio con voz ronca.
Merrin levantó el hisopo, y la cara del demonio se contrajo, lívida.
—¡Ah!, pero ¿vas a hacerlo? —rugió—. ¿Vas a hacerlo?
Merrin empezó a agitar el hisopo.
El demonio levantó violentamente la cabeza; la boca y los músculos del cuello le temblaban con furia.
—¡Sí, salpica! ¡Salpica, Merrin! ¡Empápanos! ¡Inúndanos en tu sudor! ¡Tu sudor está santificado, San Merrin!
—¡Silencio! ¡Cállate!
Las palabras saltaron como dardos. Karras retrocedió y desvió la mirada hacia un lado, maravillado ante la firmeza de Merrin, que miraba a Regan de una manera fija y dominante. Y el demonio se calló. Le devolvió la mirada. Pero ahora los ojos eran vacilantes.
Parpadeaban. Cautelosos.
Con gesto rutinario, Merrin tapó el frasco y se lo devolvió a Karras. El psiquiatra lo deslizó en su bolsillo y observó que Merrin se arrodillaba junto a la cama, cerraba los ojos y empezaba a rezar como en un murmullo.
—Padre nuestro…
Regan escupió; en la cara de Merrin se estrelló un escupitajo amarillento, que resbaló lentamente por su mejilla.
—… Venga a nosotros tu reino… —Cabizbajo, Merrin continuó su plegaria sin pausa, mientras una mano sacaba un pañuelo del bolsillo y, sin prisa, le quitaba el salivazo—. Y no nos dejes caer en la tentación… —terminó suavemente.
—Más líbranos del mal. Amén —respondió Karras.
Levantó la mirada un instante.
Los ojos de Regan quedaron en blanco. Karras estaba inquieto.
Sentía que algo en la habitación se congelaba.
Volvió al texto, siguiendo la oración de Merrin:
—Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo, apelo a tu santo nombre, implorando humildemente tu bondad, para que generosamente me asista contra este espíritu inmundo que atormenta a una de tus criaturas. Por Cristo Nuestro Señor.
—Amén —respondió Karras.
Merrin se levantó y oró fervorosamente:
—¡Oh, Dios, Creador y defensor de la raza humana!
Mira con piedad a tu sierva, Regan Teresa MacNeil, cogida en las redes del más antiguo enemigo del hombre, el renegado enemigo de nuestra raza, que…
Karras levantó la vista al oír que Regan silbaba; vio que se erguía con los ojos en blanco, que sacaba y balanceaba la cabeza lentamente hacia delante y atrás, como la de una cobra.
Una vez más, Karras experimentó un sentimiento de inquietud.
Volvió a seguir el texto.
—Salva a tu sierva —leía Merrin en el Ritual.
—Que confía en ti, Señor mío —respondió Karras.
—Permítele encontrar en ti, Señor, una fortaleza.
—Para hacer frente al enemigo.
Mientras Merrin leía la línea siguiente, Karras oyó un grito ahogado de Sharon detrás de él, volvióse rápidamente y vio que ella miraba, estupefacta, hacia la cama.
Perplejo, miró también en dirección al lecho. Quedó petrificado.
¡La cabecera de la cama se levantaba del suelo!
Miró fijamente, incrédulo.
Diez centímetros. Quince centímetros. Treinta centímetros.
Luego empezaron a levantarse también los pies de la cama.
—¡Gott in Himmel! —susurró Karl, aterrorizado. Pero Karras no lo oyó ni vio que se santiguaba cuando se levantaron los pies de la cama para quedar al mismo nivel de la cabecera. No ocurre nada, pensó mientras observaba transfigurado.
La cama se elevó treinta centímetros más, y luego permaneció así suspendida, balanceándose como si estuviera flotando sobre el agua.
—¿Padre Karras?
Regan ondulándose. Silbando como una serpiente.
—¿Padre Karras?
Karras se volvió. El exorcista lo observó sereno, indicándole, con gestos de la cabeza, el Ritual que tenía en sus manos.
—La respuesta, por favor, Karras.
Karras, perplejo, parecía no entender. Sharon salió corriendo de la habitación.
—Que el enemigo no tenga poder sobre ella —respondió Merrin amablemente.
Presuroso, Karras volvió a seguir el texto y leyó la respuesta, mientras el corazón le latía con fuerza.
—Y que el hijo de la iniquidad sea impotente para hacerle mal.
—Señor, escucha mi oración —continuó Merrin.
—Y llegue a Ti mi clamor.
—El Señor esté con vosotros.
—Y con tu espíritu.
Seguidamente, Merrin leyó una larga oración, y, una vez más, Karras volvió su mirada a la cama, a sus esperanzas en Dios y en lo sobrenatural, que flotaban en el aire vacío. Sintió en todo su ser un frío de júbilo. ¡Ahí está!
¡Ahí está! ¡Frente a mí! ¡Ahí!
Volvióse de pronto al oír el ruido de la puerta que se abría. Sharon entró apresuradamente con Chris, la cual se detuvo boquiabierta, incapaz de dar crédito a sus ojos.
—¡Dios mío!
—Padre Todopoderoso, sempiterno Dios…
El exorcista levantó la mano e hizo tres veces la señal de la cruz, sobre la frente de Regan, en tanto proseguía leyendo del Ritual:
—… que enviaste al mundo a tu Hijo, engendrado para aplastar al león rugiente…
Cesó el silbido, y de la boca, estirada en forma de O, salió un berrido que crispó los nervios.
—… arrebata de la perdición y de las garras del demonio a este ser humano creado a tu imagen y…
El berrido se hizo más fuerte, desgarrado…
—Dios y Señor de todo lo creado… —Merrin estiró la mano y apretó una punta de su estola contra el cuello de Regan, mientras seguía rezando—, por cuyo poder hiciste caer del cielo a Satán como un rayo; infunde terror en la bestia que causa desolación en tu viña.
Cesó el berrido. Un silencio sonoro. Luego, un pútrido vómito verdusco empezó a manar de la boca de Regan en lentos y regulares borbotones, que fluían como lava e iban cayendo en la mano de Merrin.
Pero él no la retiró.
—Permite que tu poderosa mano arroje a este cruel demonio fuera de Regan Teresa MacNeil, que…
Karras apenas se dio cuenta de que se abría la puerta y de que Chris salía corriendo de la habitación.
—Ahuyenta a este perseguidor de los inocentes…
La cama empezó a balancearse lentamente, a dar sacudidas, a cabecear. El vómito aún fluía de la boca de Regan cuando Merrin, con calma, le arregló la estola de modo que quedara firme en su cuello.
—Da ánimo a tus siervos para oponerse valientemente a este réprobo dragón, a fin de que él no menosprecie a aquellos que ponen su confianza en Ti, y…
De pronto cesaron los movimientos, y mientras Karras observaba fascinado, la cama descendió suavemente, como una pluma, hasta el suelo para posarse, al fin, en la alfombra.
—Señor, permite que esta…
Aturdido, Karras desvió la mirada. La mano de Merrin. No podía verla. Estaba enterrada bajo una humeante capa de vómito.
—¿Damien?
Karras levantó los ojos.
—Señor, escucha mi oración —dijo suavemente el exorcista.
Karras se volvió hacia la cama y respondió:
—Y llegue a Ti mi clamor.
Merrin le quitó la estola, dio un paso corto hacia atrás y luego sacudió la habitación con el látigo de su voz al ordenar:
—Yo te expulso, espíritu inmundo, junto con todos los poderes satánicos del enemigo. Todos los espectros del infierno. Todos tus salvajes compañeros. —La mano de Merrin chorreaba vómito sobre la alfombra—. Es Cristo quien te lo ordena, Él, que una vez aplacó los vientos, el mar y la tormenta.
Que…
Regan dejó de vomitar. Estaba sentada, en silencio.
Inmóvil.
Sus ojos en blanco se dirigían a Merrin con perversidad. Desde los pies de la cama, Karras la observaba de hito en hito. A medida que se iban desvaneciendo en él el shock y la excitación, su mente febril empezaba a desquitarse, tratando de hurgar profundamente en los rincones de la duda lógica: telepatía, acción psicokinética, tensiones adolescentes y fuerza dirigida por la psiquis.
Frunció el ceño al acordarse de algo. Se acercó a la cama y se inclinó para tocar la muñeca de Regan. Y descubrió lo que temía. Como ocurrió con el hechicero en Siberia, el pulso latía con una rapidez increíble. Sintió un profundo desaliento, y, comprobando su reloj, contó los latidos del corazón como si cada uno de ellos hubiera sido un argumento en contra de su propia vida.
—Es Él quien te lo ordena; Él, que te precipitó desde la altura de los cielos.
El poderoso conjuro de Merrin sacudió los límites de la conciencia de Karras con resonantes e inexorables golpes, mientras el pulso se aceleraba cada vez más.
¡Más rápido aún! Karras miró a Regan. Todavía en silencio. En el aire helado, tenues vahos de vapor se elevaban de la materia vomitada, cual maloliente ofrenda.
Karras se sentía inquieto. Luego se le empezó a erizar el vello de los brazos al ver que poco a poco, con una lentitud de pesadilla, la cabeza de Regan giraba como la de un maniquí, crujiendo igual que un mecanismo oxidado, hasta que los fantasmales ojos en blanco se quedaron fijos en los suyos.
—Y ahora, Satán, tiembla aterrorizado…
Lentamente, la cabeza volvió a girar en dirección a Merrin.
—¡… Tú, corruptor de la justicia! ¡Engendrador de la muerte!
¡Traidor de las naciones! ¡Ladrón de la vida…!
Karras paseó la mirada cautelosamente a su alrededor cuando las luces de la habitación comenzaron a titilar, a perder potencia y a adquirir un tono sobrenatural de ámbar vibrante. Tembló. Hacía más frío. La estancia se iba poniendo insoportablemente fría.
—… Tú, príncipe de los asesinos; tú, inventor de todas las obscenidades; tú, enemigo de la raza humana; tú…
Un golpe seco sacudió la habitación. Luego otro. Y otro, y otro… Vibraban a un ritmo terrible, como los latidos de un gigantesco corazón enfermo.
—¡Aléjate, monstruo! ¡Tu lugar es la soledad! ¡Tu morada, un nido de víboras! ¡Desciende y arrástrate con ellas! ¡Es Dios mismo quien te lo manda! ¡La sangre de…!
Los golpes se hicieron cada vez más fuertes y rápidos.
—Yo te conjuro, antigua serpiente…
Los golpes siguieron arreciando.
—… Por el juez de vivos y muertos, por tu Creador, por el Creador de todo el Universo, a que…
Sharon dio un grito y se apretó los puños contra los oídos, mientras los golpes se hacían ensordecedores; de pronto se aceleraron tanto que latieron a un ritmo espantoso.
El pulso de Regan era alarmante. Martilleaba a una velocidad demasiado elevada para poder medirlo. Al otro lado de la cama, Merrin alargó serenamente la mano y, con la punta del pulgar, trazó la señal de la cruz sobre el pecho, cubierto de vómito, de Regan. Las palabras de su plegaria eran ahogadas por los ruidos.
Karras comprobó que el pulso había perdido bruscamente velocidad, y mientras Merrin rezaba y hacía la señal de la cruz sobre la frente de Regan, los ruidos de pesadilla cesaron de repente.
—¡Oh, Dios de cielo y tierra, Dios de los ángeles y arcángeles…! —Karras podía oír ahora la oración de Merrin, mientras el pulso se hacía cada vez más lento.
—¡Merrin, orgulloso bastardo!
¡Carroña! ¡Perderás! ¡Morirá!
¡La puerca morirá!
La niebla empezó a disiparse.
La entidad diabólica había vuelto, llena de cólera contra Merrin.
—¡Corrompido vanidoso! ¡Viejo hereje! ¡Yo te conjuro a que te vuelvas y me mires! ¡Mírame ahora, carroña! —El demonio dio un salto hacia delante, escupió a Merrin en la cara y luego le espetó—: ¡Así cura tu Maestro a los ciegos!
—Dios y Señor de todo lo creado… —oró Merrin mientras, sin inmutarse, buscaba su pañuelo y se limpiaba el salivazo.
—… libra a esta su sierva de…
—¡Hipócrita! ¡A ti no te importa nada de la puerca! ¡No te importa nada! ¡La has convertido en un duelo entre nosotros dos!
—Yo, humildemente…
—¡Mentiroso! ¡Mentiroso bastardo! Dinos, ¿dónde está tu humildad, Merrin? ¿En el desierto? ¿En las ruinas? ¿En las tumbas a las que huiste para escapar de tus hermanos, los hombres? ¿Para escapar de tus inferiores, de los pobres y débiles de espíritu? ¿Hablas a los hombres tú, vómito piadoso?
—… libra…
—Tu morada es un nido de engreídos, Merrin. Tu lugar está dentro de ti mismo. ¡Vuelve a la cima de la montaña y habla con tu único igual!
Merrin continuó con sus oraciones sin prestar atención, al tiempo que el torrente de insultos continuaba de forma violenta.
Asqueado, Karras concentró su atención en el texto, en tanto que Merrin leía un pasaje de san Lucas:
—… «Mi nombre es Legión», respondió, porque eran muchos los demonios que habían entrado en él, y le suplicaban que no les ordenara precipitarse al abismo. Había allí una gran piara de cerdos que estaban paciendo en la montaña. Los demonios suplicaron a Jesús que les permitiera entrar en los cerdos. Él se lo permitió. Entonces salieron de aquel hombre, entraron en los cerdos y, desde lo alto del acantilado, la piara se precipitó al lago y se ahogó. Y…
—Willie, te traigo buenas noticias —bramó el demonio. Karras levantó la mirada y vio que Willie, cerca de la puerta, se paraba en seco con su carga de toallas y sábanas—. Te traigo la buena nueva de redención —se regodeó—. ¡Elvira está viva! ¡Vive! ¡Es…!
Willie miraba como alelada.
Entonces Karl se dirigió a ella, gritándole:
—¡No, Willie! ¡No!
—¡…Una toxicómana, Willie, un caso perdido!…
—Willie, ¡no escuches! —aullaba Karl.
—¿Quieres que te diga dónde vive?
—¡No escuches! ¡No escuches! —Karl la empujaba fuera de la habitación.
—¡Ve a visitarla el día de la madre, Willie! ¡Sorpréndela! ¡Ve y…!
Bruscamente, el demonio se interrumpió, clavando los ojos en Karras, que tomaba de nuevo el pulso de Regan; lo encontró fuerte, lo cual indicaba que se le podía administrar más «Librium». Se acercó a Sharon para indicarle que preparara otra inyección.
—¿La quieres? —dijo lujuriosamente el demonio—. ¡Es tuya! ¡Sí, esa ramera es tuya!
Sharon se puso colorada y apartó la vista cuando Karras le dio instrucciones para el «Librium».
—Y un supositorio de «Compazine» si vuelve a vomitar —agregó.
Sharon hizo un gesto afirmativo con la cabeza baja y se marchó. Al pasar junto a la cama, aún cabizbaja, Regan le gritó: «¡Puta!»; luego dio un salto, le alcanzó en la cara con un borbotón de vómito y, mientras Sharon se quedaba paralizada y chorreando, mostróse la personalidad de Dennings, quien, con voz ronca, exclamó: «¡Ramera de mierda!». Sharon huyó de la habitación.
La personalidad de Dennings hacía ahora muecas de disgusto.
Paseando la vista a su alrededor, preguntó:
—¿Puede alguien abrir un poco la ventana, por favor? ¡Esta habitación apesta a mierda! Es simplemente…
—¡No, no, no, no lo hagan! —se corrigió—. ¡No, por todos los cielos, no lo hagan, pues podría morir alguien más!
Luego se rió, guiñó los ojos monstruosamente a Karras y desapareció.
—Es Él quien te expulsa…
—¿Lo hace? ¿Realmente lo hace?
Había vuelto el demonio. Merrin prosiguió con sus conjuros, las aplicaciones de la estola y el constante trazado de la señal de la cruz, mientras el demonio seguía vomitando obscenidades. Demasiado largo, se decía Karras: el paroxismo se prolongaba demasiado.
—¡Ahora viene la madre de la puerca inmunda! —rugió el demonio.
Al volverse, Karras vio que Chris se le acercaba con un trozo de algodón y una jeringuilla. Cabizbaja, oía las injurias del demonio; Karras, con el ceño fruncido, se adelantó hacia ella.
—Sharon se está cambiando de ropa —le explicó Chris—, y Karl está…
Karras la interrumpió con un «Está bien», y ambos se acercaron a la cama.
—¡Ven a ver tu obra, madre ramera! ¡Ven!
Chris trataba desesperadamente de no escuchar, de no mirar, mientras Karras sujetaba los brazos de Regan, que no oponía resistencia.
—¡Miren a esta mujer repulsiva! ¡Miren a la ramera asesina! —se enfureció el demonio—. ¿Estás contenta? ¡Tú has sido la causa!
¡Sí, tú, con tu carrera antes que nada, tu carrera antes que tu marido, antes que ella, antes que…!
Karras miró en torno a sí.
Chris estaba como petrificada.
—¡Siga! —le ordenó—. ¡No le haga caso! ¡Prosiga!
—¡… Tu divorcio! ¡Acude a los curas! ¡Los curas no te ayudarán! —La mano de Chris empezó a temblar—. ¡Está loca! ¡Está loca! ¡La puerca está loca! ¡Tú la has llevado a la locura, al asesinato y…!
—¡No puedo! —Con la cara contraída, Chris miraba la jeringuilla vacilante. Agitó la cabeza.
¡No puedo hacerlo!
Karras se la arrancó de las manos.
—¡No importa, desinfecte! ¡Desinfecte el brazo! ¡Aquí! —le dijo en tono firme.
—… en su ataúd, hija de perra, por…
—¡No preste atención! —le reiteró Karras; entonces el demonio bruscamente se volvió hacia él, los ojos desorbitados de furia—. ¡Y tú, Karras!
Chris desinfectó el brazo de Regan.
—¡Ahora váyase! —le ordenó Karras mientras clavaba la aguja en la carne consumida.
Ella salió corriendo.
—¡Sí!, nosotros sabemos de tu cariño por las madres, ¡querido Karras! —rugió el demonio.
El jesuita retrocedió acobardado, y, por un momento, no se movió. Después, lentamente, retiró la aguja y miró aquellos ojos en blanco. De la boca de Regan brotaba un canturreo, una especie de salmo, con voz clara y dulce, como la de un niño corista: Tantum ergo, sacramentum, veneremur cernui…
Era un himno que se canta en la bendición con la custodia. Karras parecía exangüe, mientras seguía el canto. Extraño y escalofriante, el himno sacro era un vacío en el que Karras sintió, con una terrible claridad, el horror de la noche que se aproximaba.
Levantando la mirada, vio a Merrin, toalla en mano.
Con movimientos cansados y suaves, el anciano limpiaba el vómito de la cara y cuello de Regan.
—… et antiquum documentum…
El canto. ¿De quién será la voz?, se preguntaba Karras. Y luego, fragmentos: Dennings… La Ventana… Obsesionado, vio que Sharon regresaba y le quitaba la toalla a Merrin.
—Yo lo terminaré, padre —le dijo—. Ya estoy bien. Quiero cambiarla y limpiarla antes de administrarle el «Compazine». ¿Podría esperar fuera un ratito?
Los dos sacerdotes salieron a la tibieza y oscuridad del vestíbulo y se apoyaron, cansados, contra la pared.
Karras escuchaba el misterioso canturreo que venía de la habitación de Regan. Al cabo de unos momentos, se dirigió suavemente a Merrin:
—Usted dijo… usted dijo antes que había sólo… una entidad.
—Sí.
Hablando en voz baja, con las cabezas juntas, parecían estar confesándose.
—Todas las otras no son más que formas de ataque —continuó Merrin—. Hay uno… sólo uno. Es un demonio. —Abrióse una pausa. Luego, Merrin afirmó con sencillez—: Yo sé que usted duda de esto. Pero mire, a este demonio… lo conocí una vez. Y es poderoso… poderoso…
Silencio. Karras volvió a hablar:
—Decimos que el demonio… no puede afectar la voluntad de la víctima.
—Sí, así es… así es… No hay pecado.
—Entonces, ¿cuál es el propósito de la posesión? —preguntó Karras con el ceño fruncido—. ¿Qué sentido tiene?
—¿Quién lo sabe? —respondió Merrin—. ¿Quién puede tener la esperanza de saber? —Pensó un momento. Después continuó sondeando—: Pero yo creo que el objetivo del demonio no es el poseso, sino nosotros… los observadores… cada persona de esta casa. Y creo… creo que lo que quiere es que nos desesperemos, que rechacemos nuestra propia humanidad, Damien, que nos veamos, a la larga, como bestias, como esencialmente viles e inmundos, sin nobleza, horribles, indignos. Y tal vez ahí esté a centro de todo: en la indignidad.
Porque yo pienso que el creer en Dios no tiene nada que ver con la razón, sino que, en última instancia, es una cuestión de amor, de aceptar la posibilidad de que Dios puede amarnos…
Merrin hizo otra pausa. Prosiguió más lentamente, abriendo su alma en un susurro.
—Él sabe…, el demonio sabe dónde atacar… Hace mucho tiempo que me sentía desesperado por no poder amar a mi prójimo. Ciertas personas… me repelían.
¿Cómo podría amarlas?, pensaba. Y eso me atormentaba, Damien; me llevó a desconfiar de mí mismo… y, partiendo de aquí, desconfiar de mi Dios. Se hizo añicos mi fe…
Interesado, Karras levantó sus ojos hacia Merrin.
—¿Y qué pasó? —preguntó.
—Pues que, al fin, me di cuenta de que Dios nunca me pediría aquello que me es psicológicamente imposible, que el amor que Él me pedía estaba en mi voluntad y no quería decir que debía sentirlo como una emoción. En absoluto. Me pedía que obrara con amor hacia los demás, y el hecho de que lo hiciera con aquellos que me repelían, era un acto de amor más grande que cualquier otro. —Movió la cabeza—. Sé que todo esto debe parecerle muy obvio, Damien. Lo sé. Pero entonces no alcanzaba a verlo. Extraña ceguera. ¡Cuántos maridos y mujeres —exclamó con tristeza— creerán que ya no se aman porque sus corazones no se conmueven al verse! ¡Ah, Dios querido! —movió la cabeza afirmativamente—. Damien, ahí radica la posesión; no tanto en las guerras, como algunos quieren creer; y muy pocas veces en intervenciones extraordinarias como ésta… la de esta niña… esta pobre criatura. No, yo lo veo mucho más a menudo en cosas pequeñas, Damien; en los mezquinos o absurdos rencores, en las equivocaciones, en la palabra cruel e insidiosa que las lenguas desatadas lanzan entre amigos. Entre amantes. Unas cuantas de esas cosas —susurró Merrin—, y ya no es necesario que sea Satán el que dirija nuestras guerras, pues las dirigimos nosotros mismos… nosotros mismos…
Aún llegaba el canto del dormitorio. Merrin miró hacia la puerta y escuchó un momento.
—Y, sin embargo, incluso de esto, del mal, vendrá el bien. De algún modo. De algún modo que nunca podremos entender, ni siquiera ver. —Merrin hizo una pausa—. Quizás el mal sea el crisol de la bondad —manifestó—. Y tal vez el propio Satán, a pesar de sí mismo, sirva de alguna manera para cumplir la voluntad de Dios.
No dijo más, y durante un rato permanecieron en silencio, mientras Karras reflexionaba. Le vino a la mente otra objeción.
—Una vez que el demonio es expulsado —dijo tanteando—, ¿cómo se le puede impedir que vuelva a entrar?
—No lo sé —respondió Merrin—. No lo sé. Más parece ser que nunca vuelve. Nunca.
Nunca. —Merrin se puso una mano en la cara y se pellizcó suavemente las comisuras de los ojos—. Damien…, ¡qué nombre tan maravilloso! —murmuró.
Karras percibió agotamiento en su voz. Y algo más.
Ansiedad. Como un dolor reprimido.
De repente, Merrin se apartó de la pared y, con la cara escondida entre las manos, excusóse y corrió por el pasillo en dirección al baño. «¿Qué pasa?», se preguntó Karras. Sintió una repentina envidia y admiración por la profunda y sencilla fe del exorcista. Se volvió hacia la puerta. El canto.
No se oía nada más. ¿Habría terminado, por fin, la noche?
Minutos más tarde, Sharon salió del dormitorio con un montón de ropas y sábanas pestilentes.
—Está durmiendo —dijo. Rápidamente, desvió la mirada y se alejó por el corredor.
Karras respiró hondo y regresó al dormitorio. Sintió el frío, percibió el hedor. Caminó despacio hasta la cama. Regan. Dormida.
Por fin. Y, por fin —pensó—, él podría descansar.
Tomó la delgada muñeca de Regan y miró la manecilla de su reloj.
—¿Por qué haces eso, Dimmy?
Se le heló el corazón.
—¿Por qué haces eso?
El sacerdote no podía moverse; no respiraba, no se atrevía a mirar en la dirección de la que procedía aquella voz doliente; no se animaba a ver aquellos ojos que estaban realmente allí: ojos acusadores, ojos solitarios. Su madre. ¡Su madre!
—Me abandonaste para ser sacerdote, Dimmy; me mandaste a un asilo…
¡No mires!
—¿Ahora me ahuyentas…?
¡No es ella!
—¿Por qué haces eso?
Le zumbaba la cabeza, tenía el corazón en la boca.
Cerró con fuerza los ojos mientras la voz se hacía implorante, asustada, llorosa.
—Siempre fuiste un niño bueno, Dimmy. ¡Por favor!
¡Tengo miedo!
¡Por favor, no me eches, Dimmy!
¡Por favor!
¡…no es mi madre!
—¡Afuera no hay nada! ¡Sólo oscuridad, Dimmy! ¡Estoy sola! —Parecía llorar.
—¡No eres mi madre! —susurró Karras con vehemencia.
—¡Dimmy, por favor!
—No eres mi…
—¡Oh, por el amor de Dios, Karras!
Luego Dennings.
—¡Mire, sencillamente no es justo que nos echen de aquí! ¡Por lo que a mí respecta, es una cuestión de justicia que esté aquí!
¡Pequeña hija de zorra! ¡Ella tomó mi cuerpo, y tengo derecho a que se me permita permanecer en el de ella!, ¿no le parece? ¡Oh, por Dios!, Karras, ¡míreme! ¡Vamos!
No muy a menudo se me deja representar mi papel.
Míreme.
Karras abrió los ojos y vio la personalidad de Dennings.
—Así, está mejor. Mire, ella me mató. No la dueña de la casa, Karras, sino ¡Ella! Sí, ¡Ella! Yo estaba solo en el bar, cuando me pareció sentir que se quejaba. En la planta alta. Bueno, después de todo, yo tenía que ver qué le dolía, por lo cual subí, y entonces me cogió por el cuello. —La voz era ahora plañidera, patética—. ¡Dios mío, nunca en mi vida había visto tanta fuerza!
Comenzó a gritar que yo estaba engañando a su madre o algo por el estilo, o que yo fui la causa del divorcio. Algo así. No era muy claro. ¡Pero le aseguro que ella me empujó por la ventana! —Voz cascada. Tono agudo—. ¡Ella me mató! ¡Me mató la muy cochina! ¿Le parece, entonces, que es justo echarme de aquí? ¡Vamos, Karras, respóndame! ¿Cree que es realmente justo? ¿Lo cree usted?
Karras tragó saliva.
—¿Sí o no? —lo apremió—. ¿Es justo?
—¿Por qué… por qué… le quedó la cabeza vuelta hacia atrás? —preguntó Karras con voz ronca.
Dennings paseó a su alrededor una mirada evasiva.
—Eso fue un accidente… una monstruosidad… Me di contra los escalones, ¿sabe? Fue raro.
Karras meditaba, con la garganta seca. Tomó nuevamente la muñeca de Regan y le echó una mirada al reloj para desviar la atención.
—¡Dimmy, por favor! ¡No permitas que me quede sola!
Su madre.
—Si en vez de sacerdote hubieras sido médico, yo habría vivido en una bonita casa, Dimmy; no con cucarachas, ¡no sola en el apartamento! Entonces…
Luchaba por hacerla callar, pero la voz lloraba de nuevo.
—¡Dimmy, por favor!
—No eres mi…
—¿No quieres enfrentarte con la verdad, carroña inmunda? —Era el demonio—. ¿Crees lo que te dice Merrin? ¿Crees que es bueno y santo? Pues bien, ¡No lo es!
¡Es orgulloso e indigno! ¡Te lo probaré, Karras! ¡Te lo demostraré matando a la puerca!
Karras abrió los ojos. Pero aún no se atrevía a mirar.
—Sí, ella morirá, y el Dios de Merrin no la salvará, Karras. ¡Tú no la salvarás! ¡Morirá por el orgullo de Merrin y por tu incompetencia! ¡Chapucero! ¡No tendrías que haberle inyectado «Librium»!
Karras se volvió entonces y lo miró a los ojos.
Brillaban con triunfante maldad.
—¡Tómale el pulso! —El demonio sonreía—. ¡Vamos, Karras! ¡Tómaselo!
Mantenía apretada en su mano la muñeca de Regan; Karras frunció el ceño, preocupado. El pulso era rápido y…
—Débil, ¿eh? —bramó el demonio—. ¡Ah, sí! Un poco.
Por el momento, sólo un poco.
Karras cogió su maletín y sacó el fonendoscopio. El demonio profirió con voz ronca:
—¡Escucha, Karras! ¡Escucha bien!
Escuchó. Los latidos del corazón sonaban distantes y apagados.
—¡No la dejaré dormir!
Karras miró rápidamente al demonio. Sintió un escalofrío.
—Sí, Karras —gruñó—. ¡No dormirá! ¿Me oyes? ¡No dejaré dormir a la puerca!
Mientras el sacerdote observaba aturdido, el demonio echó la cabeza hacia atrás, mientras lanzaba una carcajada. No oyó que Merrin entraba de nuevo en la habitación.
El exorcista se detuvo junto a él y lo miró con detenimiento.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Karras respondió, inexpresivo:
—El demonio… ha dicho que no la dejaría dormir. —Posó en Merrin sus ojos atormentados—. El corazón ha empezado a fallarle, padre. Si no descansa pronto, morirá de insuficiencia cardíaca.
Merrin parecía serio.
—¿Le puede administrar algo que la haga dormir?
Karras movió la cabeza.
—No; es peligroso. Puede entrar en coma.
Al volverse, Regan se puso a cloquear como una gallina.
—Si la tensión arterial sigue bajando… —dijo para terminar.
—¿Qué se puede hacer? —preguntó Merrin.
—Nada… nada… —respondió Karras—. Pero no sé… tal vez nuevos adelantos… —Bruscamente dijo a Merrin—: Voy a consultar con un cardiólogo, padre.
Merrin asintió.
Karras bajó las escaleras. Encontró a Chris en la cocina, y en la estancia contigua oyó el llanto de Willie y la voz de Karl, que trataba de consolarla.
Le explicó la necesidad de una consulta, si bien le ocultó el peligro que corría Regan. Chris dio su autorización y Karras llamó por teléfono a un amigo, un famoso especialista de la Facultad de Medicina de la Georgetown University, al que despertó para informarle brevemente del caso.
—En seguida voy —dijo el especialista.
En menos de media hora estuvo en la casa. Ya en el dormitorio, reaccionó con asombro ante el frío y el hedor, y con horror y compasión, ante el estado de Regan. En ese momento la niña balbuceaba una incoherente jerga. Mientras el cardiólogo la examinaba, la niña, alternativamente, cantaba e imitaba voces de animales. Luego apareció Dennings.
—¡Oh, es terrible! —se quejó ante el especialista—. ¡Simplemente espantoso! ¡Confío en que pueda usted hacer algo! ¿Puede hacerlo? Si no, no tendremos adónde ir, y todo por que…
¡Oh, este diablo maldito es un terco! —El especialista observaba con expresión extraña mientras tomaba la tensión a Regan; Dennings miró a Karras y se quejó—: ¿Qué mierda está haciendo? ¿No se da cuenta de que la muy cretina tendría que estar en un sanatorio? ¡En un manicomio, Karras! ¡Usted lo sabe! ¡De veras! ¡Suspendamos este ridículo sortilegio! ¡Si ella muere, usted sabe que será culpa suya! ¡Toda suya! Yo creo que por el hecho de que él sea terco, ¡Usted no tiene que portarse como un estúpido! ¡Es usted médico! ¡Tendría que saber lo que conviene, Karras!
Vamos, hay escasez de alojamiento en este momento.
Si nos…
El Demonio volvió, aullando como un lobo. El cardiólogo, inexpresivo, se guardó el esfigmomanómetro. Luego le hizo un gesto a Karras.
Había concluido.
Salieron al pasillo. El especialista miró por un momento hacia el dormitorio y preguntó, intrigado:
—¿Qué diablos pasa ahí dentro, padre?
El jesuita desvió la mirada.
—No puedo decirlo —contestó en tono suave.
—Está bien.
—¿Qué opina?
La expresión del especialista era sombría.
—Tiene que detener esa actividad… dormir… dormir antes de que le baje la presión arterial…
—¿Qué puedo hacer, Bill?
El especialista miró fijamente a Karras y dijo:
—Rezar.
Saludó y se fue. Karras lo vio marcharse; cada una de sus arterias y nervios imploraban descanso, esperanza, milagros, que sospechaba no se producirían… ¡No tendrías que haberle inyectado «Librium»!
Se encaminó de nuevo al dormitorio y empujó la puerta con una mano, que le pesaba como su alma.
Merrin permanecía junto a la cama, vigilando a Regan, que ahora relinchaba como un caballo. Al oír que Karras entraba, lo miró inquisitivamente. Karras movió la cabeza con desaliento. Merrin comprendió.
Había tristeza en su cara; luego, aceptación y, al volverse hacia Regan, una inflexible decisión. El anciano se arrodilló al lado de la cama.
—Padre nuestro… —empezó a rezar.
Regan le escupió con una bilis oscura y maloliente, y luego gruñó:
—¡Perderás! ¡Ella morirá! ¡Morirá!
Karras tomó su ejemplar del Ritual. Lo abrió. Levantó la vista y miró a Regan.
—Salva a tu sierva —rezó Merrin.
—En presencia del enemigo.
En el alma de Karras había una angustiosa desesperación. ¡Duérmete! ¡Duérmete!, rugía su voluntad con frenesí.
Pero Regan no se durmió.
Ni por la madrugada.
Ni al mediodía.
Ni al anochecer.
Ni el domingo, cuando el pulso alcanzó los ciento cuarenta latidos, y su vida pendía de un hilo.
Los ataques se sucedían sin descanso, mientras Karras y Merrin repetían una y otra vez el ritual, sin dormir, y Karras probaba febrilmente medicamentos. Trató de reducir los movimientos de Regan a un mínimo, atándola a la cama con una sábana y manteniendo a todos fuera de la estancia, para ver si la falta de solicitaciones acababa con las convulsiones. No lo consiguió. Y los gritos de Regan eran tan agotadores como sus movimientos. Sin embargo, se mantenía la tensión arterial. Pero ¿por cuánto tiempo más?, se decía Karras, angustiado.
¡Oh, Dios mío, no permitas que se muera!, se repetía a sí mismo. ¡No dejes que se muera!
¡Permite que se duerma!
¡Permite que se duerma! En ningún momento tuvo la más mínima conciencia de que sus pensamientos eran oraciones: sólo se daba cuenta de que no eran atendidas.
A las siete de la tarde de aquel domingo, Karras estaba sentado junto a Merrin en la habitación, exhausto y deshecho por los ataques diabólicos: su falta de fe, su incompetencia. Y Regan. Su culpa.
No tendrías que haberle inyectado «Librium»…
Los sacerdotes acababan de terminar un ciclo del ritual. Estaban descansando mientras Regan entonaba el Panis Angelicus. Raramente salían de la habitación.
Karras lo hizo sólo una vez para cambiarse de ropa y darse una ducha. Pero era más fácil permanecer despierto en medio del frío que del hedor, hedor que desde aquella mañana se había convertido en repugnante olor a carne podrida.
Con los ojos enrojecidos y mirando febrilmente a Regan, Karras creyó percibir un ruido. Algo que crujía. De nuevo. Cuando pestañeaba. Entonces comprendió que el ruido provenía de sus propios párpados resecos. Volvióse en dirección a Merrin.
Durante aquellas horas, el exorcista había hablado muy poco: de vez en cuando, algún recuerdo de su niñez, reminiscencias, pequeñas cosas, una historia acerca de un pato que tenía, llamado Clancy.
Karras estaba muy preocupado por él. La falta de sueño. Los ataques del demonio. A su edad. Merrin cerró los ojos y apoyó la barbilla en el pecho.
Karras miró a Regan y luego, cansado, se acercó a la cama. Le tomó el pulso y se aprestó a medir la tensión arterial. Al envolverle el brazo en el brazal del esfigmomanómetro, tuvo que pestañear repetidas veces, pues se le nublaba la vista.
—Hoy es el Día de la Madre, Dimmy.
Por un momento fue incapaz de moverse; sintió que el corazón se le retorcía dentro del pecho. Luego miró aquellos ojos que ya no se parecían a los de Regan, sino que eran los tristemente acusadores de su madre.
—¿Ya no te sirvo? ¿Por qué me abandonas para que muera sola, Dimmy? ¿Por qué? ¿Por qué me…?
—¡Damien!
Merrin le aferraba el brazo con firmeza.
—Por favor, vaya y descanse un poco, Damien…
—¡Dimmy, por favor! ¿Por qué me…?
Entró Sharon a cambiar la ropa de la cama.
—¡Vaya y descanse un poco, Damien! —insistió Merrin.
Con un nudo en la garganta, Karras dio media vuelta y salió de la habitación. Se quedó parado en el pasillo. Sentíase débil. Luego bajó las escaleras, deteniéndose indeciso. ¿Un café? Lo ansiaba.
Pero aún ansiaba más la ducha, cambiarse de ropa, afeitarse.
Abandonó la casa y cruzó la calle en dirección a la residencia de los jesuitas. Entró. Fue a tientas hasta su habitación. Y al mirar hacia la cama…
Olvídate de la ducha. Duerme. Media hora.
Cuando se acercaba al teléfono para avisar en recepción que lo despertaran, sonó el timbre.
—Diga —contestó con voz ronca.
—Hay una persona que desea verlo, padre Karras; un tal señor Kinderman.
Durante unos momentos contuvo la respiración, y luego, resignado, contestó:
—Dígale, por favor, que voy en seguida.
Al colgar el receptor, Karras vio el cartón de «Camel» sobre su mesa. Traía una notita de Dyer.
La leyó con la vista nublada.
Se ha encontrado una llave del «Club Play Boy» en el reclinatorio de la capilla, frente a las luces votivas. ¿Es tuya? Puedes reclamarla en recepción.
Inexpresivo, Karras dejó la nota, se puso ropa limpia y salió de la habitación. Se olvidó de coger los cigarrillos.
Ya en recepción vio a Kinderman junto al mostrador, arreglando, con gesto delicado, las flores de un jarrón. Al oír que Karras llegaba, volvióse mientras sostenía por el tallo una camelia rosada.
—¡Ah, padre! ¡Padre Karras…! —exclamó Kinderman; pero cambió su expresión alegre por otra de preocupación al ver el agotamiento en la cara del jesuita. Rápidamente dejó la camelia en su lugar y salió al encuentro de Karras—. ¡Tiene muy mal aspecto! ¿Qué pasa? ¡Eso le ocurre de tanto correr por la pista! ¡Deje de hacerlo! ¡Venga conmigo! —Tomándolo por el codo, lo llevó hacia la calle—. ¿Tiene un minuto disponible? —le preguntó al pasar por la puerta de entrada.
—Escasamente… —murmuró Karras—. ¿De qué se trata?
—Cuatro palabras. Necesito un consejo, sólo un consejo.
—¿Sobre qué?
—Se lo diré en seguida. —Kinderman hizo un gesto con la mano como si rechazara una idea—. Caminemos, tomemos el aire. —Pasó su brazo por el del jesuita y, juntos, cruzaron en diagonal la calle Prospect—. ¡Ah, mire eso! ¡Hermoso! ¡Magnífico! —Señalaba la puesta del sol sobre el Potomac. En la quietud resonaban, mezcladas, las risas y las voces de los estudiantes de Georgetown frente a un bar situado cerca de la esquina de la Calle Treinta y Seis. Uno le pegó un puñetazo a otro en el brazo y los dos empezaron a luchar amistosamente—. ¡Ah, la Universidad, la Universidad…! —se lamentó Kinderman, señalando con la cabeza en dirección a los estudiantes—. Yo nunca fui… pero me habría gustado… me habría gustado… —Advirtió que Karras contemplaba el crepúsculo—. Le digo en serio que tiene mal aspecto —repitió—. ¿Qué le pasa? ¿Ha estado enfermo?
«¿Cuándo irá al grano?», se preguntó Karras.
—No; simplemente, muy ocupado —respondió.
—¡Afloje un poco, entonces! —exclamó Kinderman—. ¡Vamos, afloje! Usted sabe muy bien lo que le conviene. A propósito, ¿ha visto el «Ballet Bolshoi» en el «Watergate»?
—No.
—Yo tampoco. Pero me habría gustado. Las chicas son tan gráciles… tan agradables…
Habían llegado a la barandilla del puente, sobre el río. Apoyando un brazo, Karras miró de frente a Kinderman, quien, con las manos sobre el antepecho, contemplaba, pensativo, la otra orilla.
—¿Qué desea, teniente? —preguntó Karras.
—¡Ah, padre! —suspiró Kinderman—. Tengo un problema.
Karras echó una brevísima mirada en dirección a la ventana, cerrada, del cuarto de Regan.
—¿Profesional?
—Bueno, en parte… sólo en parte.
—¿De qué se trata?
—Es un problema, sobre todo… —vacilante, Kinderman miró de soslayo— ético, padre Karras… Una pregunta… —El detective se volvió y apoyó la espalda contra la pared. Frunció el ceño, con la vista en el suelo. Luego se encogió de hombros—. No podía comunicárselo a nadie, y menos a mi superior. Simplemente no podía. De modo que he pensado… —La cara se le iluminó repentinamente—. Yo tenía una tía… Oiga, oiga esto, que es muy gracioso. Durante años, ella le tuvo terror a mi tío.
Nunca se atrevía a decirle una palabra, y menos aún a levantar la voz. ¡Nunca! Así, cuando se enojaba con él, por lo que fuere, corría al armario de su dormitorio, y allí, en la oscuridad, ¡tal vez no lo crea usted!, en la oscuridad, ella sola, entre las ropas colgadas y las polillas, insultaba, ¡insultaba a mi tío durante unos veinte minutos! ¡Le decía exactamente lo que pensaba de él! ¡Gritaba! Luego salía, aliviada, e iba a besarle en la mejilla. Dígame, ¿qué es eso, padre Karras? ¿Una terapia?
—¡Y muy buena! —dijo Karras, sonriendo débilmente—. Y ahora yo soy su armario. ¿Es eso lo que quería decirme?
—En cierto modo —replicó Kinderman. Nuevamente bajó la vista—. En cierto modo; pero hay algo más serio, padre Karras. —Hizo una pausa—. Porque el armario debe hablar —agregó en tono grave.
—¿Tiene un cigarrillo? —preguntó Karras; le temblaban las manos.
El detective lo miró, incrédulo.
—¿Cree usted que voy a fumar con mi enfermedad?
—No, claro —murmuró el sacerdote, entrelazándose las manos sobre la barandilla y mirándoselas—. ¡Deja de hablar!
—¡Qué médico! ¡No permita Dios que me ponga enfermo en la selva y, en vez de Albert Schweitzer, me encuentre solo con usted! ¿Cura usted todavía las verrugas con ranas, doctor Karras?
—No, con sapos —respondió Karras con voz apagada.
—Hoy no se ríe —dijo Kinderman, preocupado—. ¿Pasa algo?
Karras negó con la cabeza.
—Prosiga —le dijo suavemente.
El detective suspiró, mirando hacia el río.
—Como le iba diciendo… —jadeó. Se rascó la frente con la uña del pulgar—. Le decía que… digamos que estoy trabajando en un caso, padre Karras. Un homicidio.
—¿Dennings?
—No, no, puramente hipotético.
Usted no lo conoce. En absoluto.
Karras asintió.
—Parece ser un asesinato ritual de brujería —continuó, pensativo, el detective. Tenía el ceño fruncido. Elegía lentamente las palabras—. Y digamos que en esta hipotética casa viven cinco personas y que una de ellas ha de ser el asesino. —Hacía enfáticos movimientos con las manos—. Eso lo sé, lo sé, lo sé positivamente. —Luego hizo una pausa, respirando despacio—. Pero el problema… todas las evidencias… señalan a una criatura, padre Karras, a una niña de diez años, quizá doce… Podría ser mi hija. —Mantenía la vista fija en el dique que se divisaba a lo lejos—. Sí, ya sé que parece fantástico… ridículo… pero es verdad. Entonces, padre, llega a dicha casa un sacerdote muy famoso, y, como quiera que se trata de un caso puramente hipotético, me entero, por mi también hipotético genio, que este sacerdote ha curado ya cierto tipo de enfermedad. Una enfermedad mental, hecho que menciono sólo de pasada, por si le interesa.
Karras sintió que palidecía.
—Bueno, también hay… satanismo implicado en esta enfermedad, y… fuerza… Sí, una fuerza increíble.
Y esa… niña hipotética, digamos entonces, podría… retorcer la cabeza de un hombre. Sí, podría. —Hacía gestos afirmativos con la cabeza—. Sí… sí, podría.
Ahora se pregunta uno… —Hizo una mueca, pensativo—. Esa niña no es responsable, padre. Es una demente —se encogió de hombros—. ¡Y es sólo una criatura! ¡Una criatura! —Movió la cabeza—. Sin embargo, la enfermedad que tiene… puede ser peligrosa. Podría matar a otra persona. ¿Quién sabe? —Nuevamente miró de soslayo hacia el río—. Es un problema. ¿Qué hacer? Hipotéticamente, por supuesto. ¿Olvidarlo y esperar que… —Kinderman hizo una pausa— mejore? —Se buscó el pañuelo—. Padre, no sé… no sé. —Se sonó la nariz—. Es una decisión muy grave; simplemente terrible. —Rebuscó una parte no usada del pañuelo—. Terrible. Y me molesta mucho ser yo el que tenga que tomarla. —Se sonó de nuevo, dándose ligeros golpecitos en una de las aletas de la nariz—. Padre, ¿qué sería lo correcto en tal caso? ¡Hipotéticamente! ¿Qué cree usted que sería lo correcto hacer?
Por un instante, el jesuita vibró de rebeldía. Se encontró con los ojos de Kinderman y respondió en tono suave:
—Lo pondría en manos de una autoridad superior.
—Creo que ya está ahí en este momento —musitó Kinderman.
—Pues bien, yo lo dejaría ahí.
Sus miradas se encontraron de nuevo. Kinderman se guardó el pañuelo.
—He pensado que me diría eso. —Contempló el ocaso—. ¡Qué espectáculo tan hermoso!
Digno de ser visto. —Se levantó la manga para mirar la hora—. Tengo que irme.
Mi señora estará ya protestando de que la cena se enfría. —Se volvió hacia Karras—. Gracias, padre.
Me siento mejor… mucho mejor. A propósito, ¿podría hacerme el favor de dar un recado? Si ve a un señor llamado Engstrom, dígale: «Elvira se halla en una clínica: está bien». Él lo entenderá. ¿Lo hará? Desde luego, si lo ve.
Karras estaba desconcertado.
—¡No faltaría más! —dijo.
—¿No podríamos ir al cine una de estas noches, padre?
El jesuita bajó la vista y murmuró:
—Sí, pronto.
—«Pronto». Es usted como un rabino cuando habla del Mesías: siempre: «Pronto». Hágame otro favor, padre. —El detective parecía seriamente preocupado—. Deje de correr por la pista durante un tiempo. Camine. Descanse un poco, no exagere. ¿Lo hará?
—Lo haré.
Con las manos en los bolsillos, el detective miraba la calzada, con aire resignado.
—Sí, ya sé —suspiró cansinamente—, pronto. Siempre pronto. —Cuando se disponía a marcharse, cabizbajo aún levantó una mano y la puso sobre el hombro del jesuita.
Lo apretó.
Durante un rato, Karras lo observó alejarse por la calle. Lo miró con asombro. Con cariño. Y con sorpresa, al comprobar cuán misteriosos eran los laberintos del corazón. Levantó los ojos hasta las nubes, teñidas de color rosado que flotaban sobre el río, y luego, más al Oeste, donde parecían deslizarse hasta los límites del mundo, resplandeciendo tenues como una promesa que se recuerda. Apoyó el dorso de su mano contra los labios y bajó la vista para esconder la tristeza que le subía desde la garganta hasta los ojos. Esperó.
Ya no se atrevía a enfrentarse con la puesta del sol. Miró de nuevo hacia la ventana de Regan; luego regresó a la casa.
Sharon le abrió la puerta y le informó de que no había novedades.
Llevaba un bulto de ropa maloliente. Le dijo:
—Tengo que llevar esto abajo, al lavadero.
La miró. Pensó en lo bueno que sería tomar una taza de café. Pero oyó que el demonio lanzaba de nuevo vituperios contra Merrin. Se dirigió a la escalera.
Luego se acordó del recado. Karl. ¿Dónde estaría? Se volvió para preguntárselo a Sharon, pero vio que desaparecía por la escalera del sótano.
Dominado por la confusión, se encaminó a la cocina.
Karl no estaba. Sólo Chris.
Sentada a la mesa mirando… ¿Un álbum? Fotos.
Recortes de papel.
No podía verle la cara, porque tenía la frente apoyada en las manos.
—Perdón —dijo Karras suavemente—. ¿Está Karl en su dormitorio?
Ella negó con la cabeza.
—Ha salido a hacer un recado —murmuró con voz ronca, voz de llanto—. Ahí tiene café, padre. Se filtrará en un minuto.
Cuando Karras miró el indicador luminoso de la cafetera eléctrica, oyó que Chris se levantaba de la mesa, y, al volverse, la vio salir apresuradamente, desviando la cara. Escuchó un tembloroso:
—Perdone.
Su vista se posó en el álbum.
Se acercó a mirarlo. Instantáneas. Una niñita.
Sintiendo una aguda congoja, Karras se dio cuenta de que aquélla era Regan: aquí, soplando velitas de un pastel de cumpleaños: allí, sentada sobre un muelle del lago en shorts y camisola, haciendo un gesto alegre con el brazo ante la cámara. Tenía una inscripción en la camisola:
«CAMPAMENTO»… No pudo distinguirlo bien.
En la página contigua, una hoja de papel, pautado con lápiz y regla, contenía un manuscrito de niño:
Si en vez de barro solamente,
pudiera tomar las cosas más bonitas,
como un arco iris,
o las nubes, o el canto de un pájaro,
tal vez entonces, queridísima mamá,
si pudiera juntarlas todas,
podría hacer de veras una estatua tuya.
Y debajo de los versos: «¡TE QUIERO! ¡FELIZ DÍA DE LA MADRE!».
La firma, escrita en lápiz, decía:
Rags.
Karras cerró los ojos. No podía soportar aquello.
Volvióse cansinamente y esperó que se filtrara el café. Cabizbajo, se agarró al mármol de la cocina y volvió a cerrar los ojos. ¡Ciérrale la puerta!, pensó. ¡Ciérrale la puerta a todo! Pero no podía, y mientras oía el sordo ruido del café que se filtraba, las manos comenzaron a temblarle, y la compasión creció hasta convertirse en ciega furia contra la enfermedad y el dolor, contra el sufrimiento de los niños y contra la monstruosa y ultrajante corrupción de la muerte.
Si en vez de barro solamente…
La furia se agotó; ahora era pena e impotente frustración.
… las cosas más bonitas…
No podía esperar que se filtrara el café. Debía irse… debía hacer algo… ayudar a alguien… intentar…
Salió de la cocina. Al pasar por el vestíbulo, miró hacia dentro. Chris estaba en el sofá, llorando convulsivamente; Sharon la consolaba. Él desvió la vista y se dirigió a la escalera; oyó que el demonio injuriaba histéricamente a Merrin.
—¡… hubieras perdido! ¡Hubieras perdido y lo sabías! ¡Tú, carroña, Merrin! ¡Bastardo! ¡Vuelve! ¡Ven y…! —Karras trató de no oír.
… o el canto de un pájaro…
Al entrar en el dormitorio se dio cuenta de que se había olvidado de ponerse un jersey. Miró a Regan.
Estaba acostada de lado, mientras el demonio seguía rugiendo.
… las cosas más bonitas…
Lentamente se acercó a su silla y cogió una manta.
Sólo entonces, en su agotamiento, notó la ausencia de Merrin. Al acercarse a la cama para tomar el pulso a Regan, casi tropezó con él. Yacía extendido boca abajo, junto a la cama. Descoyuntado.
Horrorizado, Karras se arrodilló. Le dio la vuelta.
Vio la coloración azulada de su cara.
Le tomó el pulso. En un sobrecogedor instante de angustia, se dio cuenta de que Merrin estaba muerto.
—¡… sagrada flatulencia! ¡Muérete! ¡Karras, cúralo! —rugió el demonio—. Resucítalo y déjanos terminar, déjanos…
Colapso cardíaco. Arteria coronaria.
—¡Oh, Dios! —se quejó Karras en un susurro—. ¡Dios mío, no! —Cerró los ojos, agitando la cabeza sin poder creerlo, desesperado. Luego, bruscamente, en un arrebato de aflicción, hundió el pulgar, con fuerza, en la pálida muñeca de Merrin, como si quisiera extraer de sus fibras el perdido pulso de la vida.
—… piadoso…
Karras retrocedió y respiró profundamente. Entonces vio las píldoras envueltas en papel de estaño, esparcidas por el suelo. Al coger una comprobó, con desaliento, lo que ya sabía. Nitroglicerina.
Lo había sospechado. Karras, con ojos enrojecidos y llenos de dolor, contempló el rostro de Merrin. «… vaya a descansar un poco, Damien». —Ni los gusanos se comerán tu carroña.
Al oír las palabras del demonio, Karras empezó a temblar, dominado por una furia incontenible.
¡No escuches!
—… homosexual…
¡No escuches, no escuches!
La cólera le hinchó en la frente una vena, que latía amenazadora.
Al coger las manos de Merrin y ponerlas, piadosamente, en forma de cruz, oyó que el demonio gruñía:
—Ponle ahora en las manos su bonete. —Un pútrido escupitajo se estrelló en un ojo del muerto—. ¡Los últimos ritos! —exclamó, burlonamente, el demonio. Volvió a apoyar su cabeza y rió salvajemente.
Estremecido, Karras contemplaba el salivazo, con ojos desorbitados. No se movió. No podía oír más que el rugido de su sangre.
Luego, lentamente, levantó la cara, demudada por un electrizante paroxismo de odio y furia.
—¡Hijo de perra! —silabeó Karras en un susurro, que restalló en el aire como un látigo—. ¡Bastardo! —Aunque no se movía, parecía como si se desenroscara, mientras los tendones del cuello se le estiraban como cables. El demonio dejó de reír y lo observó malignamente—. ¡Ibas perdiendo! ¡Eres un perdedor! ¡Siempre has sido un perdedor! —prosiguió. Regan vomitó encima de él; pero Karras lo ignoró y prosiguió—. ¡Sí, te atreves con los niños! —dijo, temblando—. ¡Con las niñitas! ¡Bueno, vamos!
¡Vamos a verte intentar algo más grande! ¡Vamos! —Las manos extendidas como grandes ganchos carnosos lo invitaban con ademanes lentos—. ¡Vamos! ¡Vamos, perdedor! ¡Intenta conmigo! ¡Abandona a la niña y tómame a mí! ¡Tómame a mí! ¡Entra…, entra en mí…!
Escasamente un minuto más tarde, Chris y Sharon oyeron los ruidos procedentes de arriba. Se encontraban en el despacho, y, ya más tranquila, Chris estaba apoyada en el pequeño mostrador del bar, mientras Sharon, en el otro lado, preparaba unos cócteles.
Sharon dejó sobre el mostrador las botellas de vodka y de agua tónica, y ambas mujeres levantaron la mirada hacia el techo. Tropezones.
Golpes sordos contra los muebles.
Paredes. Luego la voz de… ¿El demonio? El demonio.
Obscenidades. Pero otra voz. Alternadamente. Karras.
Sí, Karras. Pero más fuerte. Más profunda.
—¡No! ¡No te permitiré que les hagas daño! ¡No vas a hacerles mal! ¡Vas a venir con…!
A Chris se le cayó el vaso al retroceder, pues se había oído un violento ruido como de algo que se hacía añicos —la rotura de un vidrio—. Salieron corriendo del despacho y subieron precipitadamente las escaleras hacia la habitación de Regan, en la que irrumpieron violentamente. Vieron en el suelo la persiana de la ventana, arrancada de sus soportes.
¡Y la ventana! ¡El cristal estaba hecho pedazos!
Aterrorizadas, se abalanzaron hacia la ventana, y, al hacerlo, Chris vio a Merrin caído en el suelo, junto a la cama. La impresión la paralizó. Luego corrió hacia él. Se arrodilló. Contuvo el aliento.
—¡Oh, Dios mío! —gimió—. ¡Sharon! ¡Shar, ven aquí! ¡Rápido…!
Sharon lanzó un grito de horror desde la ventana, y cuando Chris levantó la vista, pálida, boquiabierta, Sharon pasó corriendo hacia la puerta.
—Shar, ¿qué pasa?
—¡El padre Karras! ¡El padre Karras!
Salió atropelladamente de la habitación. Chris se levantó y, temblando, corrió a la ventana.
Miró hacia abajo. Sintió una tremenda punzada en el corazón. Al pie de la escalinata que daba a la concurrida calle M yacía Karras, tumbado en medio de una muchedumbre, que se iba congregando.
Miró con horror. Sintióse paralizada. Trató de moverse.
—¡Mamá!
La llamaba una lánguida y llorosa vocecita. Chris contuvo el aliento. No se atrevía a creerlo…
—¿Qué pasa, mamá? ¡Oh, por favor! ¡Por favor, ven! ¡Mamá, por favor! ¡Tengo miedo! Tengo m…
Chris volvióse rápidamente y vio en el rostro de su hija lágrimas de confusión, una mirada suplicante.
De pronto viose corriendo hacia la cama, llorando.
—¡Rags! ¡Oh, mi pequeña! ¡Oh, Rags!
Abajo. Sharon salió corriendo, enloquecida, hacia la residencia de los jesuitas. Pidió hablar urgentemente con Dyer. Este acudió de inmediato a la recepción. Sharon le explicó lo ocurrido. Dyer la miró con cara demudada.
—¿Ha pedido una ambulancia?
—¡Dios mío, no he pensado en eso!
Dyer dio en seguida instrucciones a la telefonista de la centralita y luego salió corriendo, seguido de cerca por Sharon.
Cruzaron la calle. Bajaron la escalinata.
—¡Déjenme pasar, por favor! ¡Abran paso! —Empujando a los curiosos, Dyer oyó desgranar las letanías de la indiferencia: «¿Qué ha pasado?». «Un tipo se ha caído por la escalinata». «¿Qué…?». «Sin duda estaba borracho. ¿Ve como ha vomitado?». «Vamos, que se nos va a hacer tarde…». Por fin, Dyer pudo abrirse paso, y durante un momento sobrecogedor se quedó helado en una dimensión eterna de dolor, en un espacio donde el aire era demasiado angustioso como para poder respirar. Karras yacía contorsionado como una marioneta, de bruces, con la cabeza en el centro de un charco de sangre, cada vez más amplio.
Parecía mirar a lo lejos, con la boca abierta y la mandíbula dislocada. Aún vivía. Y sus ojos se posaron en Dyer. Una mirada borrosa. Daban la impresión de brillar con júbilo. Una súplica.
Algo urgente.
—¡Vamos, circulen! ¡Aléjense!
Un policía. Dyer se arrodilló y puso una mano, suave y tierna como una caricia, sobre la cara magullada y herida. Un hilito de sangre fluía de su boca.
—Damien… —Dyer hizo una pausa, para calmar el temblor de su voz, y vio en los ojos del moribundo un brillo tenue y ansioso, una cálida súplica. Se inclinó más—. ¿Puedes hablar?
Lentamente, Karras estiró una mano hasta coger la muñeca de Dyer, que apretó con suavidad.
Dyer luchaba por contener las lágrimas. Se inclinó aún más, hasta poner la boca en el oído de Karras.
—¿Quieres confesarte, Damien?
Un apretón.
—¿Te arrepientes de todos los pecados de tu vida y de haber ofendido a Dios Padre Todopoderoso?
Un apretón.
Dyer se irguió, y mientras, lentamente, trazaba la señal de la cruz sobre Karras, recitó las palabras de la absolución:
—Ego te absolvo…
Gruesas lágrimas rodaron por las comisuras de los ojos de Karras. Dyer sentía que le apretaba con fuerza la muñeca mientras él terminaba la fórmula de la absolución: …in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti.
Amen.
Dyer volvió a inclinarse hasta poner de nuevo la boca junto a la oreja de Karras. Esperó. Luchaba contra un nudo que le atenazaba la garganta. Luego murmuró:
—¿Estás…?
Se detuvo de pronto al sentir que se aflojaba bruscamente la presión sobre su muñeca. Irguió de nuevo el busto y vio aquellos ojos llenos de paz y de algo más: algo misteriosamente parecido a la alegría ante el fin de una añoranza del corazón. Los ojos seguían abiertos, mirando. Pero ya nada de este mundo. Nada de aquí abajo.
Lenta y mansamente, Dyer le cerró los párpados. Oía a lo lejos el silbido de la sirena de la ambulancia.
Empezó a decir «Adiós», pero no pudo terminar.
Inclinando la cabeza, lloró.
Llegó la ambulancia. Pusieron a Karras en una camilla y cuando lo estaban cargando, Dyer trepó y se sentó junto al médico. Estiró la mano y tomó la de Karras.
—Ya no puede hacer nada por él, padre —dijo el médico con voz amable—. No lo haga más duro para usted. No venga.
Dyer mantuvo la vista clavada en la cara deshecha.
Movió la cabeza.
El médico dirigió la mirada hacia la puerta trasera de la ambulancia, donde el conductor esperaba pacientemente. Le hizo un gesto afirmativo, y el hombre cerró la puerta.
Desde la acera, Sharon observaba atónita mientras la ambulancia partía lentamente. Oyó murmullos de los curiosos.
—¿Qué ha pasado?
—¡Qué sé yo!
El estridente silbido de la sirena rasgó la noche y quedó flotando sobre el río, hasta que el conductor se dijo que el tiempo ya no tenía importancia, y cortó el sonido. El río fluía nuevamente en silencio, para dirigirse a unas orillas más apacibles.