CAPÍTULO SEGUNDO

Karras rebobinó la cinta en un rollo vacío, en la oficina del rechoncho y canoso director del Instituto de Idiomas y Lingüística.

Cuidadosamente había vuelto a grabar antes en distintos carretes, y ahora se disponía a oír la primera, junto con el director. Entonces puso en marcha la grabadora y se alejó unos pasos de la mesa. Escucharon la voz febril desgranando su jerga.

Karras se volvió hacia el director.

—¿Qué le parece, Frank? ¿Es un idioma?

El director estaba sentado en el borde de su mesa.

Al terminar la cinta, frunció el ceño, desconcertado.

—Muy extraño. ¿De dónde lo ha sacado?

Karras paró la cinta.

—Es algo que tengo desde hace años, desde la época en que trabajé en un caso de personalidad desdoblada. Pienso escribir una monografía sobre esto.

—¡Ah, ya!

—Bueno, ¿qué piensa?

El director se quitó las gafas y empezó a mordisquear los enganches de carey.

—Si es un idioma, jamás lo he oído. Sin embargo, alguna vez… —Frunció el ceño. Luego levantó la mirada hasta Karras.

—¿Quiere pasarla de nuevo?

Karras rebobinó en seguida la cinta y la volvió a pasar.

—Bien, ¿qué le parece? —preguntó.

—Tiene la cadencia de lenguaje.

Karras sintió una emoción esperanzada. Trató de reprimirla.

—Eso es lo que me ha parecido a mí —dijo.

—Pero, naturalmente, no lo entiendo. ¿Es antiguo o moderno?

—No lo sé.

—¿Por qué no me deja la cinta, padre? La estudiaré con algunos de los muchachos.

—¿Podría sacar una copia? Me gustaría conservar el original.

—Sí, por supuesto.

—Entretanto, tengo otra cosa que hacer. ¿Dispone de tiempo?

—Sí. ¿De qué se trata?

—Le voy a entregar fragmentos de una conversación entre las que aparentemente son dos personas distintas. Por medio del análisis semántico, ¿podría usted determinar si una sola persona puede haber sido capaz de producir ambos modos de lenguaje?

—Creo que sí.

—¿Cómo?

—Pues por la frecuencia de una «muestra tipo». En muestras de mil o más palabras, basta probar la frecuencia con que se presentan las diversas partes de la oración.

—¿Y cree que eso sería concluyente?

—Por lo menos, bastante. Desde luego, esta clase de pruebas permite descartar cualquier cambio en el vocabulario básico. No cuentan las palabras, sino el modo de expresarlas, el estilo. Nosotros lo denominamos «índice de diversidad». Esto puede resultar difícil para un profano y, por supuesto, es lo que buscamos. —El director sonrió con afectada suficiencia. Luego señaló las cintas que Karras tenía en las manos—. Ahí tiene dos personas distintas, ¿no es así?

—No. Las palabras fueron emitidas por la misma persona, Frank. Como ya le he dicho, fue un caso de doble personalidad. Las palabras y las voces me parecen totalmente distintas, pero ambas salieron de la misma boca. Mire, necesito que me haga un gran favor…

—¿Acaso que pruebe las dos? Con mucho gusto. Se la daré a uno de los profesores.

—No, Frank, ése es el gran favor que le quiero pedir: me gustaría que lo hiciera usted mismo, y lo más rápidamente que pueda. Es muy importante.

El director advirtió la urgencia en sus ojos.

Asintió.

—Me pondré a hacerlo en seguida.

Grabó copias de ambas cintas, y Karras regresó con los originales a la residencia de los jesuitas.

Encontró una nota en su habitación. Habían llegado los informes de la clínica.

Se dirigió en seguida a la recepción y firmó el papel en el que constaba que había recibido el paquete. De vuelta en su cuarto, empezó a leer de inmediato. Pronto se convenció de que su visita al Instituto de Idiomas había sido una pérdida de tiempo.

…señales de complejo de culpabilidad, con el consiguiente sonambulismo histérico.

Había lugar para las dudas.

Siempre había lugar. Interpretación. Pero los estigmas de Regan… Abatido, Karras apoyó su cara en las manos. El estigma de la piel que le había descrito Chris figuraba en los informes.

Pero también habían consignado en ellos que Regan tenía piel hiperreactiva, por lo cual ella misma podía haber dibujado simplemente las misteriosas letras en su carne poco antes de que fueran descubiertas. Dermatografía.

Lo hizo ella misma, pensó Karras. Estaba seguro. Porque tan pronto como le inmovilizaron las manos con correas —decían los informes— cesaron los misteriosos fenómenos, fenómenos que no volvieron a repetirse.

Fraude. Consciente o inconsciente. Pero, a fin de cuentas, fraude.

Levantó la cabeza y miró al teléfono. Frank.

¿Debería llamarlo para decirle que no se molestara?

Tomó el receptor. No le contestaron, y le dejó un recado.

Luego, exhausto, se levantó y, lentamente, se dirigió al cuarto de baño. Se lavó la cara con agua fresca. El exorcista tendrá sumo cuidado en no dejar sin contestación ninguna de las manifestaciones del paciente. Se miró al espejo.

¿Se le habría escapado algo?

¿Qué? El olor a salchichas con chucrut. Se volvió, cogió la toalla y se secó la cara. Autosugestión, recordó. Y los enfermos mentales, en ciertos casos, parecían capaces de obligar inconscientemente a sus cuerpos a que emitieran una variedad de olores.

Karras se secó las manos. Los golpes…, el cajón que se abrió y se cerró. ¿Psicokinesis? ¿Con toda seguridad? ¿Cree usted en eso? Al poner la toalla en su lugar se dio cuenta de que no estaba pensando lúcidamente. Demasiado cansado. Pero no se animaba a hacer adivinanzas con Regan, a exponerla a las peligrosas traiciones de la mente.

Salió de la residencia y marchó a la biblioteca de la Universidad.

Buscó en la Guía de publicaciones periódicas:

Tel… Tel…

Telepa… Encontró lo que buscaba y, cogiendo la revista científica, se sentó para leer un artículo del doctor Hans Bender, un psiquiatra alemán, sobre investigaciones de fenómenos telepáticos.

Al terminar la lectura quedó convencido de que existían los fenómenos psicokinéticos, ya que se hallaban profusamente documentados y habían sido filmados en clínicas psiquiátricas. En ninguno de los casos mencionados en el artículo se hacía referencia a posesión diabólica. Se emitía la hipótesis de una energía dirigida por la mente, producida de manera inconsciente, y, en general —lo cual era muy significativo, pensó Karras—, se daba en adolescentes sometidas a estados de «extrema tensión interior, frustración y rabia».

Karras se frotó los cansados ojos. Aún se sentía remiso. Volvió a analizar los síntomas, deteniéndose en cada uno como un niño que vuelve a tocar las tablas de una empalizada blanca. ¿Cuál se le había escapado? —se preguntó—. ¿Cuál?

La respuesta, concluyó, al fin, cansado, era: Ninguna.

Dejó la revista en su lugar.

Regresó caminando a casa de los MacNeil. Acudió a abrir Willie, quien le acompañó hasta el despacho.

La puerta estaba cerrada.

Willie llamó.

—El padre Karras —anunció.

—Que pase.

Karras pasó y cerró la puerta detrás de sí. Chris estaba de espaldas, con la frente apoyada en una mano y el codo en el bar.

—¡Hola, padre!

Su voz era un susurro seco y desesperado.

Preocupado, se acercó a ella.

—¿Está bien? —le preguntó con dulzura.

—Sí.

Era evidente que trataba de contener la tensión.

Karras frunció el ceño. Con temblorosa mano, Chris se cubría el rostro.

—¿Qué hay, padre?

—He examinado los informes de la clínica. —Esperó. Ella no hizo ningún comentario. Él prosiguió—: Creo… —Se detuvo—. Bueno, mi honrada opinión, en este momento, es que lo que más ayudaría a Regan sería un tratamiento psiquiátrico intensivo.

Chris movió lentamente la cabeza una y otra vez.

—¿Dónde está su padre? —preguntó Karras.

—En Europa —susurró ella.

—¿Le ha dicho usted lo que pasa?

Ella había pensado muchas veces en decírselo. Había estado tentada de hacerlo. Eso podría volver a unirlos. Pero Howard y los curas… Por el bien de Regan había decidido, al fin, no contárselo.

—No —dijo en tono suave.

—Pues creo que sería una gran ayuda si él estuviera aquí.

—¡Y yo creo que nada va a ayudar, excepto algo ajeno a nosotros! —gritó Chris de repente, levantando hacia el sacerdote su cara llena de lágrimas—. ¡Algo muy ajeno a nosotros!

—Insisto en que debería llamarlo.

—¿Por qué?

—Sería…

—¡Yo le he pedido a usted que expulse a un demonio, no que traiga a otro! —gritó a Karras con repentina histeria. Sus facciones estaban contraídas por la angustia—. ¿Qué ha pasado de pronto con el exorcismo?

—Bueno…

—¿Para qué diablos quiero yo a Howard?

—Ya hablaremos de eso después.

—¡No, ahora! ¿Para qué nos puede servir Howard? ¿Cuál sería el beneficio?

—Es muy posible que la alteración de Regan empezara con un sentimiento de culpabilidad por…

—¿Culpabilidad? ¿De qué? —gritó, con ojos enloquecidos.

—Podría…

—¿Por el divorcio? ¿Todas esas tonterías que dicen los psiquiatras?

—Bueno…

—¡Tiene sentimientos de culpabilidad porque mató a Burke Dennings! —chilló Chris, apretándose las sienes con fuerza—. ¡Lo mató! ¡Lo mató y la van a meter en la cárcel, la van a meter en la cárcel! ¡Oh, Dios mío, oh…!

Karras logró sostenerla cuando se desplomaba, llorando, y la condujo hasta el sofá.

—Tranquilícese —le repitió suavemente—, tranquilícese.

—¡No, la van a… meter en la cárcel! —sollozó ella—. ¡La van a meter… a meter… ahhh! ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío!

—Vamos, vamos…

La hizo tumbarse en el sofá, se sentó a su lado y le cogió una mano. Pensamientos sobre Kinderman.

Dennings. El llanto de Chris.

Irrealidad.

—Bueno, bueno, ya está bien. Cálmese.

Cuando se hubo calmado, la ayudó a incorporarse. Le trajo agua y una caja de pañuelos de papel que había encontrado sobre una repisa, detrás del bar. Luego volvió a sentarse a su lado.

—Me he quitado un gran peso de encima —dijo ella, sonándose la nariz y gimoteando—. Ha sido como una liberación.

Karras estaba consternado. El impacto que le causó la revelación de Chris crecía a medida que ella se calmaba. Respiración más tranquila. Nudos intermitentes en la garganta. Pero ahora el peso recaía sobre él, abrumador, opresivo.

Sintióse rígido en su interior.

¡Nada más! ¡No diga nada más!

—¿Quiere decirme algo más? —le preguntó amablemente.

Chris asintió. Suspiró. Se secó los ojos y habló vacilante, entre sollozos espasmódicos, de Kinderman, del libro, de su certeza de que Dennings había subido al dormitorio de Regan, de la extraordinaria fuerza de su hija, de la personalidad de Dennings, que ella había creído reconocer al verlo, muerto, con la cabeza vuelta y mirando hacia atrás.

Terminó. Esperaba la reacción de Karras. Durante un rato, él no dijo nada. Pensaba en todo lo que había escuchado. Al fin, dijo con suavidad:

—Usted no sabe que ella lo hizo.

—Pero tenía la cabeza vuelta hacia atrás —dijo Chris.

—Usted se había golpeado también fuertemente la cabeza contra la pared —respondió Karras—. También estaba usted conmocionada. Se lo imaginó.

—Ella me dijo que lo había hecho —declaró Chris, inexpresiva.

—¿Y le dijo cómo? —preguntó Karras.

Chris agitó la cabeza. Él se volvió para mirarla.

—No —contestó ella—, no.

—Entonces, eso no quiere decir nada —le aseguró Karras—. No tiene ningún valor, a menos que ella le hubiera dado detalles que nadie, razonablemente, pudiera saber, aparte del asesino.

Ella movió la cabeza dubitativa.

—No sé —respondió—. No sé si estoy haciendo lo adecuado. Creo que ella lo hizo y que podría matar a alguien más. No sé… —Hizo una pausa—. Padre, ¿qué debo hacer? —le preguntó, desesperada.

El peso era ahora concreto y se adhería a sus espaldas.

Karras apoyó un codo sobre su rodilla y cerró los ojos.

—Bueno, ya se lo ha explicado a alguien —le dijo serenamente—. Ha hecho lo que debía. Ahora olvídelo. No piense más en ello y déjeme todo a mí.

Sintió la vista de Chris posada sobre él, y la miró.

—¿Se encuentra mejor?

Ella asintió.

—¿Me hará un favor? —le preguntó.

—¿Qué?

—Vaya al cine a ver una película.

Ella se secó un ojo con el dorso de la mano y sonrió.

—Detesto las películas.

—Pues vaya a visitar a una amiga.

Chris se puso las manos en la falda y lo miró cariñosamente.

—Tengo un amigo aquí —dijo al fin.

Él sonrió.

—Descanse un poco —le aconsejó.

—Lo haré.

A Karras se le había ocurrido algo más.

—¿Cree usted que Dennings llevó el libro arriba? ¿O que ya estaba allí?

—Creo que ya estaba allí —respondió Chris.

Karras reflexionó sobre esto.

Luego se puso en pie.

—Bueno, ¿necesita el coche?

—No; puede seguir usándolo.

—De acuerdo. Ya nos veremos.

—Hasta luego, padre.

—Hasta luego.

Salió y se adentró en la tumultuosa y agitada calle.

Regan.

Dennings. ¡Imposible! ¡No! Y, sin embargo, existía la casi convicción de Chris, su histeria.

Precisamente son eso: imaginaciones histéricas.

Pero… Rastreaba certezas como hojas en el viento cortante.

Al pasar junto a la escalinata cerca de la casa oyó un ruido abajo, junto al río. Se detuvo y miró en dirección al canal C&O. Una armónica. Alguien tocaba. El valle del Río Rojo. La canción favorita de Karras desde su niñez. Escuchó hasta que las notas fueron ahogadas por el ruido del tránsito, hasta que su errante reminiscencia fue hecha pedazos por un mundo ahora atormentado que clamaba ayuda, que chorreaba sangre sobre el humo de los tubos de escape. Se metió las manos en los bolsillos. Pensaba febrilmente. En Chris. En Regan. En Lucas, dando puntapiés a Tranquille. Debía hacer algo. Pero ¿qué? ¿Le sería posible ir más allá de donde habían llegado los clínicos de «Barringer»? «… ir a la Central Casting…». Sí, sí, sabía la respuesta: la esperanza. Recordó el caso de Achille. Poseso. Como Regan, también él se había llamado demonio a sí mismo; como el de Regan, su trastorno se había originado en un sentimiento de culpabilidad: remordimiento por su infidelidad conyugal. El psicólogo Janet había efectuado una cura fingiendo hipnóticamente la presencia de la esposa, que apareció ante los alucinados ojos de Achille y lo perdonó solemnemente. Karras asintió para sí. La sugestión podría resultar eficaz con Regan. Pero no a través de la hipnosis. Lo habían intentado en «Barringer». No. La sugestión neutralizante para Regan —creía él— era el ritual del exorcismo.

Ella sabía lo que era, conocía sus efectos. Su reacción ante el agua bendita. Lo tomó del libro. Y en el libro había descripciones de exorcismos realizados con éxito. ¡Podría resultar! ¡Podría! ¡Podría resultar! Pero ¿cómo obtener el permiso del Obispado? ¿Cómo presentar el caso sin mencionar a Dennings? Karras no podía mentir al obispo. No falsificaría los hechos. ¡Pero puedes dejar que los hechos hablen por sí solos! ¿Que hechos?

Las cintas que estaban en el Instituto. ¿Qué encontraría Frank? ¿Podría haber encontrado algo?

No. Pero ¿quién sabía?

Regan no había distinguido el agua bendita del agua común. Claro.

Pero si admitía que ella puede leer mi mente, ¿cómo es que no reconoció la diferencia? Se puso una mano en la frente. Tenía dolor de cabeza. Sentíase confuso.

¡Por Dios, Karras, despierta!

¡Alguien se muere! ¡Despierta!

De regreso en su habitación, llamó al Instituto.

Frank no estaba. Colgó el teléfono. Agua bendita.

Agua del grifo. Algo.

Abrió el Ritual en las Instrucciones a los exorcistas: «… espíritus malignos… respuestas engañosas…, de modo que puede parecer que el paciente no está poseso en absoluto…». Karras reflexionaba. ¿Sería eso? ¿De qué diablos estás hablando? ¿Qué espíritu maligno?

Cerró violentamente el libro y cogió de nuevo los informes médicos. Los releyó, en busca de algo que pudiera ayudar al obispo.

Un momento. No hay antecedentes de histeria. Eso es algo.

Pero poco. Alguna discrepancia.

¿Cuál? Rastreó desesperadamente entre los recuerdos de cuanto había estudiado. Luego recordó. No mucho.

Pero algo.

Cogió el teléfono y llamó a Chris. Por su voz, parecía estar adormilada.

—Hola, padre.

—¿Dormía? Lo siento.

—No se preocupe.

—Chris, ¿dónde puedo ver al doctor… —recorrió el informe con un dedo—. Klein?

—En Rosslyn.

—¿En el complejo médico?

—Sí.

—Por favor, llámelo y dígale que el doctor Karras irá a verlo, y que me gustaría echarle un vistazo al electroencefalograma de Regan. Dígale doctor Karras, Chris. ¿Entiende?

—Sí.

—Ya le diré algo.

Cuando hubo colgado el receptor, Karras se quitó el alzacuello, la sotana y los pantalones negros, para vestirse en seguida con unos pantalones color caqui y un jersey. Encima se puso su impermeable negro de sacerdote, que se abotonó hasta el cuello. Al mirarse al espejo frunció el ceño.

Curas y policías, pensó, mientras se desabrochaba aprisa el impermeable: su atuendo emanaba un olor que lo identificaba, que era imposible disimular.

Karras se quitó los zapatos y se puso el único par que tenía cuyo color no era negro: sus gastadas zapatillas blancas de tenis.

Rápidamente se dirigió a Rosslyn en el coche de Chris. Mientras esperaba, en la calle M, que la luz verde le diera paso para cruzar el puente, miró de reojo por la ventanilla y vio algo inquietante: Karl se apeaba de un sedán negro en la Calle Treinta y Cinco, frente a la bodega «Dixie». El conductor del coche era el teniente Kinderman.

Cambió la luz. Karras aceleró y se adelantó para entrar en el puente. Miró por el espejo retrovisor.

¿Lo habrían visto? Creía que no. Pero ¿Qué hacían juntos?

¿Pura casualidad? ¿Tendría algo que ver con Regan?

¿Con Regan y…?

¡No te preocupes ahora de eso!

¡Cada cosa a su tiempo!

Aparcó frente al complejo médico y subió al consultorio del doctor Klein. El doctor estaba ocupado, pero una enfermera le dio a Karras el electroencefalograma, que se puso a estudiar en seguida; la larga y estrecha tira de cartulina se deslizaba suavemente entre sus dedos.

Klein, que llegó poco después, examinó, ligeramente desconcertado, la indumentaria de Karras.

—¿Doctor Karras?

—Sí. Mucho gusto.

Se dieron la mano.

—Soy Klein. ¿Cómo está la niña?

—Va mejorando.

—Me alegro mucho.

Karras volvió a examinar el gráfico. Klein lo imitó, recorriendo con su dedo el trazado de las ondas.

—¿Ve? Es muy regular. No hay fluctuaciones de ningún tipo.

—Sí, ya lo veo. —Karras frunció el ceño—. Muy curioso.

—¿Curioso? ¿Qué?

—Desde luego, en la suposición de que estamos tratando un caso de histeria.

—No lo entiendo.

—Supongo que no es muy conocido —murmuró Karras sin dejar de pasar la cartulina entre sus manos—, pero Iteka, un belga, descubrió que la histeria parecía ser la causa de algunas raras fluctuaciones en el gráfico: un trazado diminuto, pero siempre idéntico.

Es lo que busco aquí y no encuentro.

Klein masculló, como extrañado:

—¿Qué me dice?

Karras lo miró brevemente.

—Estaba alterada cuando usted le tomó este encefalograma, ¿verdad?

—Sí, yo diría que lo estaba.

—Entonces, ¿no es raro que el examen haya sido tan perfecto?

Incluso las personas en estado normal pueden influir sobre sus ondas cerebrales, aunque siempre dentro de una escala normal, y Regan estaba alterada en ese momento. Parece que debería haber algunas fluctuaciones. Si…

—Doctor, mistress Simmons se impacienta —interrumpió una enfermera que abrió la puerta.

—Sí…, ya voy —suspiró Klein. Cuando la enfermera se marchó, el médico empezó a seguirla, pero luego se volvió hacia Karras, con una mano en el tirador de la puerta—. A propósito de histeria —comentó secamente—, lo lamento, pero tengo que irme.

Cerró la puerta detrás de sí.

Karras oyó sus pasos, que se alejaban por el corredor; el ruido de una puerta que se abría y una frase: «Bueno, ¿cómo se encuentra hoy, señora…?». Se cerró la puerta. Karras volvió a examinar el gráfico y, cuando hubo acabado, lo dobló y lo sujeto con la goma. Luego lo devolvió a la enfermera de recepción.

Algo. Era algo que podría esgrimir ante el obispo como prueba de que Regan no era una histérica y, por tanto, que podía tratarse de un caso de posesión. Pero el electroencefalograma había planteado otro misterio: ¿Por qué no había fluctuaciones? ¿Por qué ninguna?

Cuando volvía a casa de Chris, al detenerse frente a un semáforo en la confluencia de las calles Prospect y Treinta y Cinco, se quedó petrificado: entre Karras y la residencia de los jesuitas se hallaba aparcado el coche de Kinderman, el cual, sentado, solo, al volante, sacaba un codo por la ventanilla y miraba fijamente hacia delante.

Karras torció a la derecha antes de que Kinderman pudiera verlo en el «Jaguar» de Chris. Rápidamente encontró un lugar, aparcó, se apeó y cerró con llave. Luego dobló la esquina caminando, como si se dirigiera a la residencia.

¿Estará vigilando la casa?, se dijo, preocupado.

El espectro de Dennings reapareció una vez más para acosarlo. ¿Sería posible que Kinderman creyera que Regan…?

Tranquilo. Ve más despacio.

Tómalo con calma.

Se acercó al coche y metió la cabeza por la ventanilla opuesta a la del conductor.

—¡Hola, teniente!

El detective se volvió con rapidez y pareció quedar sorprendido.

Luego sonrió, alegre.

—¡Padre Karras!

Desafinado, pensó Karras.

Notó que sentía las manos sudorosas y frías.

¡Muéstrate natural!

¡No dejes que se dé cuenta de que estás preocupado!

¡Muéstrate natural!

—¿No sabe que le pueden poner una multa? Los días laborables no se permite aparcar aquí entre las cuatro y las seis.

—No importa —jadeó Kinderman—. Estoy hablando con un cura. Todos o casi todos los policías del vecindario son católicos.

—¿Cómo le va?

—Pues si he de decirle la verdad, sólo regular. ¿Y a usted?

—No me puedo quejar. ¿Y qué? ¿Ya ha aclarado ese asunto?

—¿Qué asunto?

—El del director.

—¡Ah, ése! —Hizo un gesto como desechando la idea—. No me pregunte. Mire, ¿qué hace esta noche? ¿Está ocupado? Tengo pases para el «Cine Crest». Pasan Otelo.

—¿Quiénes son los intérpretes?

—Molly Picon es Desdémona, y Leo Fuchs, Otelo. ¿Le gusta? ¡Es gratis, padre Marlon Exigente! ¡Es William F. Shakespeare! ¡No importa quién trabaje o quién deje de hacerlo! ¿Qué, vendrá?

—Me temo que no podré. Estoy agobiado de trabajo.

—Ya lo veo. Tiene usted muy mal aspecto, padre, y perdóneme que se lo diga. ¿Se va a dormir muy tarde?

—Yo siempre tengo muy mal aspecto.

—Pero ahora más que nunca. ¡Vamos! ¡Escápese una noche! Nos divertiremos.

Karras decidió tantearlo, comprobar qué buscaba en realidad.

—¿Está seguro de que proyectan ésa? —preguntó. Sus ojos sondeaban firmemente los de Kinderman—. Habría jurado que en el «Crest» daban una de Chris MacNeil.

El detective esquivó el golpe y replicó en seguida:

—No; estoy seguro. Otelo. Dan Otelo.

—A propósito, ¿qué lo trae por este barrio?

—¡Usted! ¡He venido sólo para invitarlo al cine!

—Sí, claro, es más fácil coger el coche que tomar el teléfono —dijo Karras suavemente.

Las cejas del detective se elevaron con una expresión de inocencia que no convencía a nadie.

—Su teléfono comunicaba —arguyó ásperamente, manteniendo levantada la palma de la mano.

El jesuita clavó en él la mirada, inexpresivo.

—¿Qué hay de malo? —preguntó Kinderman al cabo de un momento.

Serio, Karras alargó una mano y levantó el párpado de Kinderman.

Le examinó el ojo.

—No sé. Usted sí que tiene muy mal aspecto. Podría ser víctima de una mitomanía.

—No sé lo que significa eso —respondió Kinderman, cuando Karras retiró su mano—. ¿Algo grave?

—No necesariamente fatal.

—¿Qué es? ¡Dígamelo! Porque a mí el suspense… no me deja vivir.

—Averígüelo —dijo Karras.

—Mire, no sea injusto. De vez en cuando debería darle un poquito al César. Yo soy la ley. ¿Sabe que podría hacerlo desterrar?

—¿Por qué?

—Un psiquiatra no debe andar por ahí preocupando a la gente. Es usted un problema público, porque hace que las personas se sientan avergonzadas. Y les encantaría desembarazarse de usted. ¿A quién le va a interesar un cura que viste jersey y calza zapatillas?

Sonriendo ligeramente, Karras asintió.

—Tengo que irme. Cuídese.

Golpeó dos veces con la mano el marco de la ventanilla, como despedida; luego se volvió y caminó lentamente hacia la entrada de la residencia.

—¡Vaya a ver a un analista! —le gritó el detective con voz ronca. Después, su afectuosa mirada dejó paso a la preocupación.

Observó fugazmente la casa a través del parabrisas, encendió el motor y arrancó. Al pasar junto a Karras, tocó la bocina y agitó una mano.

Karras le devolvió el saludo y lo siguió con la vista hasta que desapareció por la esquina de la Calle Treinta y Seis. Luego permaneció inmóvil en la acera un momento, frotándose la frente con mano temblorosa. ¿Podría ella haberlo hecho? ¿Podría haber asesinado a Dennings de un modo tan horrible?

Levantó su mirada febril hasta la ventana de Regan.

¡Por Dios!, ¿qué hay en esa casa? ¿Y cuánto tiempo pasaría antes de que Kinderman exigiera ver a la niña?

¿O tuviera oportunidad de conocer la personalidad de Dennings? ¿De oírlo? ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que internaran a Regan en un manicomio?

¿O de que muriese?

Tenía que preparar el caso para presentarlo al Obispado.

Rápidamente cruzó la calle en dirección a la casa de Chris.

Tocó el timbre. Willie lo hizo pasar.

—La señora está durmiendo la siesta —dijo.

Karras hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Bien, muy bien.

Caminó junto a Willie y luego subió al dormitorio de Regan.

Buscaba una certeza a la que poder aferrarse.

Al entrar vio a Karl sentado en una silla apoyada contra la ventana. Con los brazos cruzados, observaba a Regan. Su silenciosa presencia causaba la impresión de un bosque denso y oscuro.

Karras se acercó a la cama y bajó la mirada. Los globos de los ojos se veían lechosos. Murmullos.

Hechizos desde otro mundo. Karras echó un vistazo a Karl. Luego se inclinó lentamente y empezó a desatar una de las correas que sujetaban a Regan.

—¡No, padre! ¡No!

Karl corrió hasta la cama y, de un tirón vigoroso, apartó el brazo del sacerdote.

—¡No lo haga, padre! ¡Es muy fuerte! ¡Déjele las correas puestas!

Sus ojos revelaban un pánico que Karras hubo de admitir como auténtico, y en ese momento supo que la fuerza de Regan no era una teoría, sino un hecho.

Ella podría haberlo hecho. Podría haber retorcido la cabeza de Dennings hacia atrás. ¡Por Dios, Karras!

¡Date prisa! ¡Encuentra alguna evidencia! ¡Piensa!

¡Pronto, antes de que…!

—¡Ich möchte Sie etwas fragen, Engstrom!

Karras sintió una punzada ante el descubrimiento y la esperanza que surgía. Se volvió con rapidez, mirando hacia la cama. El demonio sonreía burlonamente a Karl.

—Tanzt Ihre Tochter gern?

¡Alemán! ¡Había preguntado si a la hija de Karl le gustaba bailar! Con el corazón latiéndole violentamente, Karras volvióse y comprobó que Karl había enrojecido, que sus ojos llameaban furibundos.

—¡Karl, lo mejor es que se aleje un poco! —le aconsejo Karras.

El suizo sacudió la cabeza, apretando con tanta fuerza sus manos, que los nudillos se le pusieron blancos.

—¡No, me quedo!

—¡Váyase, por favor! —dijo el jesuita en tono enérgico. Su mirada sostuvo firmemente la de Karl.

Tras un momento de obstinada resistencia, Karl cedió al fin y se marchó apresuradamente.

La risa había cesado. Karras se volvió de nuevo hacia la cama.

El demonio lo observaba. Parecía complacido.

—Conque has vuelto, ¿eh? Me sorprende. Creía que la vergüenza por lo del agua bendita te habría quitado las ganas de venir de nuevo. Pero, claro, me olvidaba de que un sacerdote no siente nunca vergüenza.

Karras contuvo la respiración y trató de dominarse, de pensar con lucidez. Sabía que la prueba de los idiomas, en la posesión, exigía una conversación inteligente. Para descartarla se podía atribuir a recuerdos lingüísticos enterrados en la memoria.

¡Tranquilo! ¡Ve más despacio! ¿Te acuerdas de aquella niña? Una sirvienta adolescente. Posesa. En su delirio, farfullaba en un idioma que, finalmente, fue identificado como sirio.

Karras no pudo por menos de pensar en la emoción que esto había causado y en cómo, por fin, se supo que la niña había estado empleada en una pensión, y que uno de los pensionistas era un estudiante de Teología. La víspera de sus exámenes, éste subía y bajaba las escaleras recitando en voz alta sus lecciones de sirio. Y la chica las había oído.

¡Tranquilo! ¡No eches todo a perder!

—Sprechen Sie deutsch? —preguntó Karras cauteloso.

—¿Más jueguecitos?

—Sprechen Sie deutsch? —repitió, mientras el pulso le latía aún acelerado, ante esta esperanza remota.

—Natürlich —contestó el demonio para provocarlo—. Mirabile dictu, ¿no te parece?

El corazón le dio un vuelco.

¡No sólo alemán, sino latín! ¡Y dentro del contexto!

—Quod nomen mihi est? [¿Cuál es mi nombre?] —preguntó rápidamente—. [Karras].

Ubi sum? [¿Dónde estoy?] —In cubiculo. [En una habitación]. Entonces, Karras, animado, se apresuró a seguir.

—Et ubi cubiculum? [¿Y dónde está la habitación?] —In domo. [En una casa.]

Ubi est Burke Dennings? [¿Dónde está Burke Dennings?]

Mortuus. [Está muerto].

—Quomodo mortuus est? [¿Cómo murió?] —Inventus est capite reverso. [Lo encontraron con la cabeza retorcida].

—Quis occidit eum? [¿Quién lo mató?] —Regan.

—Quomodo ea occidit illum?

¡Dic mihi exacte! [¿Cómo lo mató ella? ¡Dímelo con exactitud!]

—Bueno, bueno, por el momento ya es suficiente emoción —dijo el demonio, sonriente—. Suficiente. Más que suficiente. Pero a lo mejor piensas que mientras me hacías preguntas en latín, tú mismo te ibas formulando mentalmente respuestas en latín. —Se rió—. Producto del inconsciente, claro. Sí, ¿qué sería de nosotros sin el inconsciente? ¿Te das cuenta de a dónde quiero llegar, Karras? No sé nada de latín. Me he limitado a leerte los pensamientos. ¡Simplemente he extraído las respuestas de tu cabeza!

Karras experimentó un repentino desaliento, se sintió atormentado y frustrado por la enojosa duda enraizada en su cerebro.

La mente del jesuita corría desenfrenada, se formulaba preguntas para las cuales no hubiera una sola respuesta, sino muchas. ¡Pero quizá piense en todas ellas!, se dijo, al fin. Bueno, entonces haz una pregunta cuya respuesta no conozcas. Luego podría verificar si la respuesta era correcta.

Antes de hablar de nuevo, esperó que menguara la risa.

Quam profundus est imus Oceanus Indicus? [¿Cuál es la profundidad del océano Índico en su punto más hondo?] Los ojos del demonio centellearon:

—La plume de ma tante —profirió con voz ronca.

Responde latine. [Contesta en latín].

—¡Bon jour! ¡Bonne nuit!

—Quam…?

Karras dejó la pregunta sin terminar al darse cuenta de que los ojos se le ponían en blanco a Regan y aparecía la entidad que hablaba en jerga.

Impaciente y frustrado, Karras exigió en tono imperioso:

—¡Déjame hablar de nuevo con el demonio!

No hubo respuesta. Sólo la respiración que llegaba desde otra orilla.

—Qui es tu? —preguntó de pronto con voz cascada.

Seguía la misma respiración.

—¡Déjame hablar con Burke Dennings!

Hipo. Respiración. Hipo.

Respiración.

—¡Déjame hablar con Burke Dennings!

Continuaba el hipo, a sacudidas regulares. Karras agitó la cabeza.

Luego se dirigió a una silla y se sentó en el borde de la misma. Se inclinó. Tenso. Atormentado. Y esperando…

El tiempo transcurría. Karras se adormilaba. Luego levantó de pronto la cabeza. ¡No te duermas! Miró a Regan a través de sus párpados temblorosos y pesados.

Sin hipo. Silenciosa.

¿Estará durmiendo?

Se acercó a la cama y la miró.

Ojos cerrados. Respiración pesada. Le tomó el pulso; después se inclinó y le examinó cuidadosamente los labios. Estaban resecos. Se enderezó y esperó.

Finalmente, abandonó la habitación.

Bajó a la cocina en busca de Sharon y la encontró comiendo sopa y un bocadillo.

—¿Quiere que le prepare algo, padre? —le preguntó—. Debe de tener hambre.

—No, gracias, no tengo apetito —respondió mientras se sentaba. Tomó una libreta y un lápiz que había junto a la máquina de escribir de Sharon—. Tiene hipo —le dijo—. ¿Le han recetado «Compazine»?

—Sí, tenemos un poco.

Él escribió en la libreta.

—Entonces póngale esta noche medio supositorio de veinticinco miligramos.

—Bien.

—Se empieza a deshidratar —continuó—, por lo cual habrá que recurrir a la alimentación intravenosa.

Mañana a primera hora llame a una farmacia y diga que le manden esto en seguida. —Deslizó la libreta hacia Sharon—. Mientras tanto, como duerme, puede empezar a darle el suero «Sustagen».

—Bien —asintió Sharon—. Así lo haré. —Sin dejar de tomar la sopa, dio la vuelta a la libreta y leyó lo recetado.

Karras la observaba. Luego frunció el ceño, en un gesto de concentración.

—¿Es usted su institutriz?

—Sí.

—¿Le ha enseñado algo de latín?

Ella lo miró, perpleja.

—No, no le he enseñado nada.

—¿Y alemán?

—Sólo francés.

—¿A qué nivel? La plume de ma tante?

—Bastante adelantado.

—¿Pero nada de alemán ni de latín?

—No.

—¿Hablan a veces en alemán los Engstrom?

—¡Claro!

—¿Cerca de Regan?

Sharon se encogió de hombros.

—Supongo que sí. —Se levantó para llevar los platos al fregadero—. Sí, sí, estoy segura.

—¿Ha estudiado usted latín? —le preguntó Karras.

—No.

—Pero lo reconocería si lo leyera, ¿verdad?

—Sí, por supuesto.

Enjuagó el tazón sopero y lo puso en el secador.

—¿Ha hablado en latín en presencia de usted?

—¿Quién? ¿Regan?

—Sí. Quiero decir desde que se puso enferma.

—No, nunca.

—¿Ningún otro idioma? —tanteó Karras.

Cerró el grifo, pensativa.

—Pues creo…

—¿Qué?

—Creo… —Frunció el ceño—. Bueno, juraría que la he oído hablar en ruso.

Karras la observaba fijamente.

—¿Lo habla usted? —le preguntó con la garganta seca.

Sharon se encogió de hombros.

—Digamos que algo. —Empezó a doblar el paño de la cocina—. Lo estudié en la Universidad, eso es todo.

Karras se desmoronó.

Entonces sacó el latín de mi cerebro. Desolado, hundió la frente en las manos, dudando, atormentado por el conocimiento y la razón: La telepatía, más común en estados de gran tensión, el hablar siempre en un idioma conocido por alguno de los que están en la habitación: «… piensa en las mismas cosas que yo pienso…». «Bon jour…». «La plume de ma tante…». «Bonne nuit…».

¿Qué hacer? Duerme un poco.

Luego, vuelve e intenta de nuevo… intenta de nuevo…

Se levantó y vio a Sharon borrosamente, pues tenía la vista empañada. Ella estaba de espaldas al fregadero, apoyada en el mismo y con los brazos cruzados, escudriñándolo pensativa.

—Vuelvo a la residencia —dijo él—. Me gustaría que me llamara tan pronto como se despierte Regan.

—Sí, lo llamaré.

—Y no se olvide del «Compazine» —le recordó.

Sharon negó con la cabeza.

—No, en seguida me ocuparé de ello —dijo.

Karras asintió. Se metió las manos en los bolsillos y bajó la mirada, tratando de pensar qué se podría haber olvidado de decir a Sharon. Siempre quedaba algo por hacer. Siempre se escapaba algún detalle, por mucho cuidado que se pusiera.

—Padre, ¿qué ocurre? —oyó que le preguntaba con cierta preocupación—. ¿Qué es? ¿Qué es lo que realmente le pasa a Regan?

Levantó los ojos, apagados y llenos de obsesión.

—En realidad no lo sé —contestó inexpresivamente.

Dio media vuelta y salió de la cocina.

Al atravesar el vestíbulo Karras oyó pasos rápidos detrás de él.

—¡Padre Karras!

Se detuvo. Vio a Karl, que traía su jersey.

—Perdóneme —dijo el sirviente, al tiempo que se lo entregaba—. Quería hacerlo mucho antes. Pero me olvidé.

Las manchas de vómito habían desaparecido, y la prenda exhalaba un suave aroma.

—Se lo agradezco, Karl —dijo, amablemente, el sacerdote—. Muchas gracias.

—Gracias a usted, padre Karras.

Se advertía un temblor en su voz, y sus ojos revelaban emoción.

—Gracias por ayudar a Miss Regan —terminó Karl.

Luego desvió la mirada, cohibido, y abandonó rápidamente el vestíbulo.

Karras, al ver cómo se alejaba, lo recordó en el coche de Kinderman. Más misterio. Confusión.

Abrió la puerta con gesto cansino.

Era de noche. Sin esperanzas, emergió de la oscuridad para sumergirse de nuevo en la oscuridad.

Caminó hasta la residencia, buscando a tientas el sueño; al entrar en su cuarto vio en el suelo un papelito color rosa, con algo escrito. Era de Frank.

Las cintas. El teléfono de su casa. «Por favor, llámeme…». Cogió el teléfono y pidió el número. Pasaron unos segundos.

Sus manos temblaban con desesperanzada expectación.

—¡Diga! —Voz de niño.

—¿Puedo hablar con tu papá, por favor?

—Sí, un momento. —Al otro lado dejaron el auricular para volverlo a coger de nuevo al cabo de un momento. Otra vez el niño—: ¿Quién habla?

—El padre Karras.

—¿El padre Karits?

El corazón le latía violentamente. Karras repitió, deletreando:

—Karras, padre Karras.

De nuevo, el niño dejó el auricular.

Karras se clavó los dedos en la frente.

Ruido del teléfono.

—¿Padre Karras?

—Sí. ¡Hola, Frank! He estado tratando de encontrarlo.

—Perdóneme, pero me han tenido ocupado sus cintas.

—¿Terminó?

—Sí. A propósito, es algo muy extraño.

—Ya lo sé. —Karras procuraba apaciguar la tensión de su voz—. ¿De qué se trata, Frank? ¿Qué ha encontrado?

—Bueno, la frecuencia de la «muestra tipo»…

—¿Sí?

—Pues bien, la muestra no ha sido suficiente para estar seguro, por completo, ¿me entiende?, pero yo diría que es muy aproximada, o, por lo menos, lo más aproximada que se pueda dar en estas cosas. De todos modos, me atrevería a decir que las dos voces de las cintas corresponden, probablemente, a dos personalidades distintas.

—¿Sólo probablemente?

—Bueno, no me arriesgaría a jurarlo ante un tribunal. Pero yo diría que la variación es casi ínfima.

—Ínfima… —repitió Karras monótonamente. Bueno, no podía ser de otro modo—. ¿Y qué pasa con esa jerga? —preguntó sin esperanzas—. ¿Es algún idioma?

Frank trató de contener la risa.

—¿Qué tiene de gracioso? —preguntó el jesuita, molesto.

—¿Ha sido algún experimento psicológico subrepticio, padre?

—No sé qué me quiere decir, Frank.

—Pues que creo que se le mezclaron las cintas o algo por el estilo. Es…

—Frank, ¿se trata o no de un idioma? —lo interrumpió Karras.

—Yo diría que sí.

Karras se puso rígido.

—¿Me está tomando el pelo?

—No.

—¿Qué idioma es? —preguntó, incrédulo.

—Inglés.

Durante un momento, Karras permaneció mudo, y cuando habló de nuevo, lo hizo con voz quebrada.

—Frank, parece que no nos entendemos bien. A menos que me quiera gastar una broma.

—¿Tiene ahí su grabadora? —preguntó Frank.

Estaba sobre su mesa.

—Sí.

—¿Tiene mecanismo de retroceso?

—¿Por qué?

—¿Lo tiene o no?

—Un momento. —Irritado, Karras dejó el auricular y quitó la tapa de la grabadora para comprobarlo—. Sí, lo tiene. Frank, ¿de qué se trata?

—Ponga la cinta en el aparato y pásela al revés.

—¿Qué?

—Es usted un novato. —Frank rió—. Escuche la cinta y hábleme mañana. Buenas noches, padre.

—Buenas noches, Frank.

—Que se divierta.

Karras colgó. Parecía desconcertado. Buscó la cinta y la colocó en la grabadora. Primero, la escuchó del derecho. Movía la cabeza. Era pura jerga.

La dejó correr hasta el final y luego la puso para atrás. Oyó su propia voz hablando al revés. Luego Regan —o alguien—, ¡en inglés!

—… Marin marin Karras be us let us… (…Marin marin Karras déjanos ser…).

Inglés. ¡Sin sentido, pero inglés! ¿Cómo diablos pudo hacerlo?, preguntóse Karras, maravillado.

Escuchó todo, luego rebobinó la cinta y la pasó otra vez. Y otra vez, hasta que, por fin, se dio cuenta de que el orden de las palabras estaba invertido.

Detuvo la cinta y la rebobinó.

Papel y lápiz en mano, se sentó a la mesa. Puso nuevamente la cinta desde el comienzo y empezó a transcribir las palabras, trabajando afanosamente, deteniéndose a cada momento y volviendo a poner en marcha la grabadora. Cuando, finalmente, hubo concluido, hizo una segunda transcripción en otra hoja de papel, repasando el orden de las palabras.

Después se retrepó en el asiento y dijo:

«… peligro. Todavía no [indescifrable] morirá. Poco tiempo. Ahora el [indescifrable]. Déjala que se muera. ¡No, no, es dulce! ¡Es dulce en el cuerpo! ¡Yo lo siento! Hay [indescifrable]. Mejor [indescifrable] que el vacío. Temo al sacerdote. Danos tiempo. ¡Temo al sacerdote! Él es [indescifrable]. No, éste no: el [indescifrable], el que [indescifrable]. Está enfermo. ¡Ah!, la sangre, siente la sangre, cómo [¿Canta?]».

Al llegar aquí, Karras preguntaba: «¿Quién eres?», y obtenía esta respuesta:

«No soy nadie. No soy nadie».

Luego Karras: «¿Es ése tu nombre?». Contestación:

«No tengo nombre. No soy nadie. Muchos. Déjenos ser. Déjenos calentarnos en el cuerpo. No [indescifrable] del cuerpo hacia el vacío, hacia [indescifrable]. Abandónenos. Déjenos ser. Déjenos ser. Karras. (¿Marin? ¿Marin?)…».

Una y otra vez volvió a leerlo, obsesionado por el tono, por el presentimiento de que hablaba más de una persona, hasta que la repetición misma embotó su percepción de los sonidos y le hizo que parecieran corrientes. Dejó sobre la mesa la libreta en que había escrito y se restregó la cara, los ojos y hasta los pensamientos. No era un idioma desconocido. Y escribir al revés con facilidad no era nada paranormal y ni siquiera poco común. Pero hablar al revés, adaptar y alterar la fonética de modo que al retroceder la cinta se hiciera inteligible, ¿no era acaso una hazaña que iba mucho más allá de un intelecto hiperestimulado?

Recordó. Fue hasta la estantería en busca de un libro: Psicología y patología de los llamados fenómenos ocultos. Esperaba poder encontrar allí algo parecido. Pero ¿qué?

Lo encontró: la descripción de un experimento con escritura automática, en el cual el inconsciente del sujeto parecía ser capaz de resolver sus preguntas y anagramas.

¡Anagramas!

Mantuvo el libro abierto sobre la mesa, se inclinó más hacia delante y leyó la descripción de una parte del experimento:

TERCER DÍA

¿Qué es el hombre? Lis aaon pamede azcs.

¿Es un anagrama? .

¿Cuántas palabras contiene? Cinco.

¿Cuál es la primera palabra? Piense.

¿Cuál es la segunda? Eeeeeennse.

¿Que piense? ¿Lo interpreto yo mismo? ¡Inténtelo!

El sujeto encontró esta solución: «La vida es menos capaz». Se quedó atónito ante aquella hazaña intelectual, que parecía probarle la existencia de una inteligencia independiente de la suya. Por tanto, pasó a preguntarle:

¿Quién eres? Clelia.

¿Eres una mujer? .

¿Has vivido en la Tierra? No.

¿Volverás a la vida? .

¿Cuándo? Dentro de seis años.

¿Por qué hablas conmigo? Y enil osla ato ice.

El sujeto interpretó que esta respuesta era un anagrama de «Yo siento a Clelia».

CUARTO DÍA

¿Soy yo el que responde las preguntas? .

¿Está Clelia ahí? No.

Entonces, ¿quién es? Nadie.

¿Clelia existe? No.

Entonces, ¿con quién hablé ayer? Con nadie.

Karras interrumpió la lectura.

Movió la cabeza. No veía allí ninguna proeza paranormal: sólo las ilimitadas habilidades de la mente.

Buscó un cigarrillo, lo encendió y se sentó. «No soy nadie. Muchos». Misterioso. ¿De dónde provendría, se preguntaba, aquel contenido?

«Con nadie». ¿Del mismo lugar del que había venido Clelia?

¿Personalidades emergentes?

«Marin… Marin…». «¡Ah, la sangre…!». «Está enfermo…». Obsesionado, ojeó rápidamente el libro Satán, y, pensativo, pasó las primeras hojas hasta la inscripción inicial: «No permitas que el dragón sea mi guía…». Expelió el humo del cigarrillo y cerró los ojos.

Tosió. Sentía la garganta inflamada e irritada.

Aplastó el cigarrillo; el humo le hizo lagrimear.

Estaba exhausto.

Sentía los huesos rígidos como tubos de acero. Se levantó para poner en la puerta, por fuera, el cartelito de «No moleste»; luego apagó la luz de la habitación, bajó las persianas, se quitó lentamente los zapatos y se desplomó sobre la cama. Fragmentos.

Regan. Dennings. Kinderman. ¿Qué podía hacer? Tenía que ayudar. ¿Cómo?

¿Sondear al obispo con lo poco que sabía? Creía que no. Nunca podría argumentar el caso en forma convincente.

«¡…Déjenos ser!». Déjame ser, respondió él al fragmento. Y se hundió en el sueño inmóvil, pesado.

Lo despertó el tintineo del teléfono. Medio atontado, anduvo a tientas hasta dar con el interruptor. Encendió la luz. ¿Qué hora es? Las tres y unos minutos. Con gran esfuerzo, alargó la mano, tanteando, hasta coger el teléfono.

Contestó. Era Sharon. ¿Podría ir en seguida a la casa? Iría. Al colgar el aparato se sintió atrapado, asfixiado, envuelto.

Fue al baño y se lavó la cara con agua fría, se secó y caminó hacia la puerta. Ya en el umbral, se volvió a buscar un abrigo. Se lo puso y salió a la calle.

El aire parecía ligero, suspendido, en la oscuridad.

Unos gatos, cerca de un cubo de basura, huyeron asustados cuando él cruzó hacia la casa.

Sharon lo recibió en la puerta.

Tenía puesto un jersey y estaba envuelta en una manta. Veíase asustada, alterada.

—Perdóneme, padre —le susurró al entrar—, pero he creído que tenía que ver esto.

—¿De qué se trata?

—Ahora lo verá. Por favor, no haga ruido. No quiero despertar a Chris. Ella no debe verlo.

Marchó tras ella, de puntillas, por la escalera, hacia el dormitorio de Regan. Al entrar, el jesuita quedó literalmente congelado. La habitación estaba helada.

Frunció el ceño, desconcertado, mirando a Sharon, quien asintió solemnemente con la cabeza.

—Sí, sí, la calefacción está encendida —susurró.

Luego se volvió para mirar a Regan, cuyos ojos brillaban de forma extraña al incidir la luz sobre ellos. Parecía estar en coma. Respiraba con dificultad.

Permanecía inmóvil. La sonda estaba en su lugar; el suero goteaba lentamente.

Sharon se acercó a la cama en silencio, seguida por Karras, que temblaba aún de frío. Al llegar junto a ella, vio que la frente de Regan estaba perlada de finas gotas. Advirtió asimismo que las manos de la niña estaban firmemente sujetas por las correas.

Sharon, inclinada, desabrochaba suavemente el pijama de Regan.

Karras sintió una abrumadora compasión ante aquel pecho consumido, ante aquellas costillas salientes, donde uno podía contar las semanas o días que le quedaban de vida.

Sintió los angustiados ojos de Sharon posados en él.

—Me parece que se ha borrado —susurró—. Pero observe, no deje de mirarle el pecho.

Se volvió para mirar a Regan, y el jesuita, desconcertado, siguió la dirección de sus ojos.

Silencio. La respiración. Observaba.

El frío. Después, las cejas del sacerdote se levantaron, tensas, al ver que algo pasaba en la piel de Regan: un tenue color rojizo, aunque de forma bien definida, como letras escritas a mano. Se acercó para ver mejor.

—Otra vez —susurró Sharon.

Bruscamente, Karras comprobó que si sentía piel de gallina en los brazos, ello no se debía al frío de la habitación, sino a lo que estaba viendo en el pecho de la niña. Como en bajorrelieve, nítidas, surgían letras en la piel, roja como la sangre, hasta concretarse en una palabra:

«AYÚDAME»

—Es su letra —musitó Sharon.

Aquella mañana, a las nueve, Damien Karras pidió permiso al rector de la Georgetown University para practicar un exorcismo.

Lo obtuvo, e inmediatamente después se dirigió al obispo de la diócesis, quien escuchó atentamente cuanto le dijo Karras.

—¿Está usted convencido de que es un caso auténtico? —preguntó, finalmente, el obispo.

—He emitido un juicio prudente, que cumple todas las condiciones expuestas en el Ritual —respondió Karras, evasivo. Aún no se atrevía a creerlo. No era la mente, sino el corazón, lo que lo había arrastrado hasta entonces; piedad y esperanza de poder practicar una cura por sugestión.

—¿Querría hacer usted personalmente el exorcismo? —preguntó el obispo.

Vivió un momento de júbilo: tenía la posibilidad de poder abrir la puerta hacia los prados, escapar al agobiante peso de la preocupación y a aquel encuentro de cada atardecer con el fantasma de su fe.

—Sí, por supuesto —respondió.

—¿Cómo anda de salud?

—Estoy bien.

—¿Ha hecho alguna vez una cosa de este tipo?

—No, nunca.

—Bueno, vamos a ver. Tal vez sería mejor que lo hiciera alguien con experiencia. Por supuesto que no abundan, pero quizás encontremos a alguien de las misiones extranjeras. Déjeme buscarlo. Le avisaré apenas sepamos algo.

Cuando se fue Karras, el obispo llamó al rector de la Universidad, y por segunda vez aquel día, hablaron de Karras.

—Él conoce a fondo los antecedentes —dijo el rector en un momento de la conversación—. No creo que haya ningún problema en que actúe como ayudante. Sea como fuere, debería estar presente un psiquiatra.

—¿Y el exorcista? ¿No conoce usted a nadie que pueda hacerlo? Por mi parte, yo no sé de nadie.

—Lankester Merrin anda por aquí.

—¿Merrin? Yo creía que estaba en el Irak. Me parece haber leído que trabajaba en unas excavaciones cerca de Nínive.

—Sí, al sur de Mosul. Pero terminó y regresó hace tres o cuatro meses. Está en Woodstock.

—¿Dando clases?

—No, trabajando en otro libro.

—¡Dios nos ampare! Pero ¿no crees que es algo viejo? ¿Cómo anda de salud?

—Yo creo que debe de encontrarse bien. De lo contrario, no iría por esos mundos de Dios excavando tumbas, ¿no te parece?

—Sí, supongo que sí.

—Y, además, él tuvo ya una experiencia, Mike.

—No lo sabía.

—Por lo menos, eso es lo que se comenta.

—¿Cuándo ocurrió?

—Hace diez o doce años, en África. Se dice que el exorcismo duró varios meses. Al parecer, casi fue causa de su muerte.

—En tal caso, dudo de que quiera hacer otro.

—Aquí hacemos lo que nos ordenan, Mike. Todos los rebeldes están entre ustedes, los del clero secular.

—Gracias por recordármelo.

—Bueno, ¿qué decides?

—Pues que lo dejo en tus manos y en las del provincial.

Aquella tarde de silenciosa espera, un joven seminarista caminaba por los terrenos del seminario de Woodstock, en Maryland. Iba en busca de un viejo jesuita, canoso y erguido. Lo encontró en un sendero, paseando por un bosquecillo.

Le entregó un telegrama. El anciano se lo agradeció con una cariñosa mirada. Luego, dando la vuelta, entregóse de nuevo, mientras caminaba, a la contemplación de la Naturaleza, que tanto amaba.

De vez en cuando se detenía a oír el canto de un petirrojo, a ver revolotear sobre una rama alguna brillante mariposa. No abrió ni leyó el telegrama.

Sabía lo que decía. Lo había leído en el polvo de los templos de Nínive. Y estaba preparado.

Continuó sus despedidas.