CAPÍTULO PRIMERO

Estaba parada frente al paso de peatones del puente Key, con los brazos sobre el pretil, moviéndose nerviosa, esperando, mientras el denso tránsito discurría intermitente, a sus espaldas, en medio de un concierto de claxons y de una indiferente fricción de parachoques. Se había puesto en contacto con Mary Jo; le había mentido.

—Regan está bien. A propósito, estaba planeando dar otra cena. ¿Cómo se llama aquel jesuita psiquiatra? He creído que podría invitarlo…

Risas que venían de abajo: era una pareja joven, con bluejeans, en una canoa alquilada. Con un rápido gesto nervioso, tiró la ceniza de su cigarrillo y miró en dirección a la ciudad. Alguien se acercaba a ella presuroso, vestido con pantalones color caqui y jersey azul; no era un cura, no era él.

Volvió a bajar la vista hacia el río, hasta su impotencia, arremolinada en la estela de la canoa pintada con brillantes colores.

Pudo distinguir el nombre que llevaba pintado:

Capricho.

Pasos. El hombre del jersey que se aproximaba, que se detenía al llegar a su lado. Por el rabillo del ojo lo vio apoyar un brazo sobre el pretil, y rápidamente desvió la mirada.

—¡Váyase de aquí, estúpido —farfulló con voz ronca, mientras arrojaba al río el cigarrillo—, o llamaré a la Policía!

—¿Miss MacNeil? Soy el padre Karras.

Sonrojada, se incorporó y se volvió hacia él, sobresaltada. El ceño contraído, la mirada severa.

—¡Dios mío! Yo soy… ¡Dios mío!

Se bajó las gafas de sol, confundida, e inmediatamente se las volvió a subir, cuando aquellos ojos, oscuros y tristes, sondearon los suyos.

—Tendría que haberle advertido que vendría vestido de una manera informal. Lo siento.

Su voz, suave, pareció quitarle un peso; tenía entrelazadas sus fuertes manos. Eran grandes y, sin embargo, sensibles, venosas, como las que pintaba Miguel Ángel.

Chris notó que su mirada se sentía instantáneamente atraída por ellas.

—He creído que sería mucho menos llamativo —prosiguió él—. Parecía usted tan preocupada por mantener esto en secreto…

—Creo que tendría que haberme preocupado de no ser tan estúpida —respondió ella, hurgando nerviosamente en su bolso—. Creí que era usted…

—¿Humano? —la interrumpió con una sonrisa.

—Me di cuenta de eso cuando lo vi un día en el campus —dijo ella, que ahora se buscaba algo en los bolsillos de su traje—. Por eso lo llamé. Me pareció usted humano. —Levantó la mirada y vio que él le observaba las manos—. ¿Tiene un cigarrillo, padre?

Se palpó en el bolsillo de la camisa.

—¿Se anima a fumar uno sin filtro?

—En este momento me fumaría hasta una soga.

Sacó un «Camel» del paquete.

—Mis medios económicos me obligan a hacerlo a menudo.

—Voto de pobreza —murmuró ella, con una tensa sonrisa, al coger el cigarrillo.

—El voto de pobreza tiene sus ventajas —comentó él, mientras se buscaba los fósforos en el bolsillo.

—¿Como qué, por ejemplo?

—Hace que la sopa tenga mejor sabor. —Nuevamente esbozó una sonrisa a medias, mientras miraba la mano de Chris que sostenía el cigarrillo. Temblaba. Vio que el cigarrillo se estremecía con movimientos rápidos e irregulares, y, sin vacilar, se lo quitó de los dedos, se lo puso en la boca; lo encendió, protegiendo, con las manos ahuecadas, la llama del fósforo, echó una bocanada de humo y devolvió el cigarrillo a Chris, con la vista fija en los autos que pasaban bajo el puente.

—Así es mucho más fácil; los coches levantan mucho viento —le dijo.

—Gracias, padre.

Chris lo miró con gratitud, casi con esperanza.

Sabía lo que él había hecho. Lo observó mientras encendía otro cigarrillo para él. Ambos apoyaron luego un brazo en el pretil.

—¿De dónde es usted, padre?

—De Nueva York.

—Yo también. Sin embargo, nunca volvería allí. ¿Y usted?

Karras luchó contra una angustia que le atenazaba la garganta.

—No, no volvería. —Esbozó una sonrisa forzada—. Pero yo no tengo que tomar esas decisiones.

—Claro; soy una estúpida. Es sacerdote y tiene que ir adonde lo manden, ¿verdad?

—Exacto.

—¿Y cómo es que un psiquiatra se metió a cura? —preguntó.

Él estaba ansioso por saber cuál era el problema urgente de que ella le había hablado por teléfono.

«Se ve que tantea el camino —pensó—; pero ¿Hacia dónde?». No debía presionarla. Ya vendría… ya vendría.

—Es al revés —la corrigió amablemente—. La Compañía…

—¿Quién?

—La Compañía de Jesús, o sea, los jesuitas.

—¡Ah, ya!

—La Compañía me hizo estudiar Medicina y Psiquiatría.

—¿Dónde?

—En Harvard, en el «Johns Hopkins», en el Bellevue.

De repente se dio cuenta de que quería impresionarla. ¿Por qué?, se preguntó, y en seguida dio con la respuesta en los barrios pobres de su niñez, en los gallineros de teatros del East Side.

El pequeño Dimmy con una estrella de cine.

—No está mal —dijo valorándolo con la vista y asintiendo con la cabeza.

—Nosotros no hacemos votos de pobreza mental.

Ella percibió irritación en su voz. Se encogió de hombros y se volvió hasta quedar de cara al río.

—Verá, es que como yo no lo conozco y… —Aspiró profundamente el humo del cigarrillo, lo exhaló y aplastó la colilla contra el pretil—. Es usted amigo del padre Dyer, ¿verdad?

—Sí.

—¿Íntimo?

—Sí, íntimo.

—¿No le dijo nada de la fiesta?

—¿De la que celebró usted en su casa?

—Sí.

—Pues bien, me dijo que parecía usted humana.

Ella no captó su significado, o prefirió ignorarlo.

—¿No le habló de mi hija?

—No. No sabía que tuviera usted una hija.

—Pues sí; ya con doce años. ¿No se lo dijo, de verdad?

—No.

—¿Ni le dijo lo que ella hizo?

—Le repito que no me habló para nada de ella.

—Ya veo que los curas saben sujetar su lengua…

—Depende —respondió Karras.

—¿De qué?

—Del cura.

En una zona marginal de su conciencia flotaba una advertencia de peligro contra las mujeres que se sentían atraídas, de forma neurótica, por sacerdotes, a los que deseaban inconscientemente, y, pretextando algún otro problema, se acercaban a ellos para obtener lo inalcanzable.

—Mire, me refiero a cosas como la confesión. Ustedes no pueden contar nada de lo que se diga en confesión, ¿verdad?

—Exacto. No podemos decir nada.

—¿Y fuera de la confesión? —le preguntó—. ¿Qué pasaría si…? —Le temblaban las manos—. Soy curiosa. Yo… No, en serio, me gustaría saber qué pasaría si una persona fuera, digamos, un criminal, un asesino o algo así, y acudiera a usted a pedirle ayuda. ¿Lo delataría usted?

—Si viniera a mí en busca de ayuda espiritual, no lo delataría —respondió.

—¿No lo delataría?

—No. No lo haría. Pero trataría de persuadirlo de que se entregara por sí mismo.

—¿Y qué me dice del exorcismo?

—¿Cómo?

—Si una persona está poseída por alguna clase de demonio, ¿cómo exorciza usted?

—En primer lugar, tendría que ponerlo en la máquina del tiempo y transportarlo al siglo XVI.

Chris se quedó desconcertada.

—¿Qué me quiere decir con eso? No lo he entendido.

—Pues es fácil. Quiero decirle que ya no suelen darse casos de ésos.

—¿Desde cuándo?

—Desde que se sabe que existen las enfermedades mentales; paranoia, doble personalidad…, todas esas cosas que me enseñaron en Harvard.

—Me está tomando el pelo.

Su voz tembló impotente, confundida, y Karras se arrepintió de su ligereza. «¿Por qué lo he hecho?», se preguntó. No había podido contener su lengua.

—Mire, Miss MacNeil —le dijo, en un tono más amable—, desde que entré en la Compañía de Jesús, no he conocido ni a un solo sacerdote que realizara un exorcismo en toda su vida. Ninguno.

De nuevo contestó resuelto y sin pensar:

—Si Cristo hubiese dicho que tales personas eran esquizofrénicas, probablemente lo habrían crucificado tres años antes.

—¡No me diga! —Chris se puso una mano temblorosa ante las gafas oscuras, mientras se enronquecía su voz a causa del esfuerzo hecho para dominarse—. Pues bien, debo comunicarle, padre Karras, que, pese a ello, creo que alguien de mi familia, un ser muy querido, quizás esté poseído por el demonio.

Necesita un exorcismo. ¿Lo hará usted?

De pronto, todo le pareció irreal a Karras: el puente Key, «Hot Shoppe», al otro lado del río; el tránsito; Chris MacNeil, la estrella de cine.

Mientras la miraba, tratando de encontrar en su mente una respuesta, Chris se quitó las gafas, y Karras sintió un instantáneo y punzante sobresalto al ver una desesperada súplica en aquellos ojos fatigados. Se dio cuenta de que la mujer hablaba en serio.

—Padre Karras, se trata de mi hija —le dijo con angustia—, ¡mi hija!

—Entonces, con más razón hay que olvidarse del exorcismo y… —dijo finalmente el sacerdote en tono amable.

—¿Por qué? ¡Dios mío, no entiendo! —estalló con voz quebrada y enloquecida.

Él la cogió por las muñecas, en un intento de consolarla.

—En primer lugar —le dijo con tono reconfortante—, eso podría empeorar las cosas.

—Pero, ¿Por qué?

—El ritual del exorcismo es peligrosamente sugestivo. Podría inculcar la idea de tal posesión en alguien que no la tuviera, o, si la tuviera, podría contribuir a robustecerla. En segundo lugar, Miss MacNeil, la Iglesia, antes de aprobar un exorcismo, realiza una investigación para ver si puede garantizarlo. Y eso requiere tiempo. Mientras tanto, su…

—¿No podría hacer el exorcismo usted por su cuenta? —suplicó ella.

Le temblaba el labio inferior.

Los ojos se le llenaban de lágrimas.

—Mire, cualquier sacerdote tiene el poder de exorcizar, pero debe contar con el consentimiento de la Iglesia, y francamente, muy rara vez lo concede, por lo cual…

—¿Ni siquiera puede ir a ver a mi hija?

—Bueno, como psiquiatra, sí, claro, pero…

—¡Ella necesita un sacerdote! —estalló Chris con las facciones contraídas por la ira y el temor—. Ya la he llevado a todos los psiquiatras del mundo, y ellos me han enviado a usted; ¡y ahora usted me remite a ellos!

—Pero su…

—¡Dios mío!, ¿no habrá nadie que me ayude? —Su alarido desgarrador se extendió sobre el río, de cuyas orillas levantaron el vuelo pájaros espantados—. ¡Oh, Dios mío, que alguien me ayude! —exclamó de nuevo Chris, y se arrojó, sollozando convulsivamente, sobre el pecho de Karras—. ¡Por favor! ¡Ayúdeme! ¡Por favor, por favor, ayúdeme…!

El jesuita la miró paternalmente y le acarició la cabeza, mientras los pasajeros de los coches atascados los observaban con momentáneo desinterés.

—Está bien —susurró Karras dándole golpecitos en el hombro. Quería calmarla, frenar su histeria. «¿… mi hija?». Era ella la que necesitaba ayuda psiquiátrica—. Está bien, iré a verla —le dijo—. Se lo prometo.

En silencio la acompañó a su casa, dominado por una sensación de irrealidad, pensando en la conferencia que daría al día siguiente en la Facultad de Medicina de Georgetown. Aún tenía que preparar las notas.

Subieron por la escalinata exterior. Karras echó una mirada en dirección a la residencia de los jesuitas y pensó que se perdería la cena. Eran las seis menos diez.

Miró a Chris cuando introdujo la llave en la cerradura. Ella, titubeante, se volvió hacia el sacerdote.

—Padre… ¿Necesitará ornamentos sacerdotales?

¡Cuán infantiles e ingenuas resultaban aquellas palabras!

—Sería demasiado peligroso —le respondió.

Ella asintió y abrió la puerta.

Entonces fue cuando Karras sintió una señal de peligro, que le dio escalofríos. Era como si por su sangre corriera hielo.

—¿Padre Karras?

Él levantó la vista. Chris había entrado y mantenía abierta la puerta.

Durante un momento permaneció indeciso, sin moverse; luego, bruscamente, se adelantó y entró en la casa con la extraña sensación de que algo terminaba.

Karras oyó un gran alboroto en la planta alta. Una voz, profunda y atronadora, vomitaba obscenidades, amenazaba con furia, con odio, con frustración.

Karras dirigió a Chris una rápida mirada. Ella, que lo observaba muda, se detuvo, y luego siguió andando. Él caminó tras ella, subió las escaleras y, después de salvar el pasillo, llegaron al dormitorio de Regan; Karl estaba de espaldas, apoyado junto a la puerta del cuarto, con la cabeza caída sobre sus brazos cruzados. Cuando el criado alzó lentamente la vista hacia Chris, Karras notó en sus ojos desconcierto y terror. La voz que se oía en el dormitorio, ahora que se hallaban en él, era tan potente que casi parecía amplificada por medios electrónicos.

—No se deja poner las correas —dijo Karl a Chris, con voz quebrada.

—Vuelvo en seguida, padre —dijo Chris al sacerdote.

Karras la vio alejarse por el corredor, hasta su dormitorio; luego se volvió hacia Karl. El suizo lo miraba de hito en hito.

—¿Es usted sacerdote? —preguntó Karl.

Tras asentir, Karras miró en dirección a la puerta del dormitorio de Regan. A la voz furibunda había seguido ahora un largo y estridente berrido de animal, semejante al de un novillo. Sintió que le tocaban la mano. Bajó la vista.

—Es ella —le dijo Chris—, Regan. —Le alargó una foto, que él cogió. Una niña. Muy bonita. De dulce sonrisa—. Se la tomaron hace cuatro meses —dijo Chris como atontada. Tomó la foto que le devolvió el sacerdote y, con la cabeza, le hizo un gesto señalando hacia la puerta del cuarto—. Entre y examínela. —Se apoyó contra la pared, junto a Karl—. Yo espero aquí.

—¿Quién está con ella? —preguntó Karras.

—Nadie.

Él sostuvo su mirada y luego se volvió, con el ceño fruncido, en dirección al dormitorio. Al tocar el tirador, los ruidos de dentro cesaron bruscamente.

En el silencio, Karras vaciló; luego entró en la habitación con lentitud, como si retrocediera ante el punzante hedor a excremento mohoso, cuya vaharada le azotó la cara.

Dominando su repulsión, cerró la puerta. Sus ojos quedaron prendidos, atónitos, en aquella cosa que era Regan, en la criatura que yacía de espaldas en la cama, con la cabeza sobre la almohada, mientras sus ojos, desmesuradamente abiertos en las hundidas cuencas, brillaban con loca y astuta inteligencia, interesados y malignos al fijarse en los suyos, al observarlo atentamente desde aquel rostro esquelético, aquella horrible y maligna máscara.

Karras dirigió la vista hacia el pelo enmarañado, hacia los brazos consumidos, hacia el estómago dilatado, que sobresalía grotescamente; luego, de nuevo, hacia aquellos ojos que lo miraban… que lo atravesaban… que lo seguían cuando él se acercó a una silla junto a la ventana.

—¡Hola, Regan! —dijo el sacerdote en tono amistoso y cálido. Tomó la silla y la llevó al lado de la cama—. Soy un amigo de tu madre. Me ha dicho que no te encontrabas muy bien. —Se sentó—. ¿Crees que me podrías decir lo que te pasa? Me gustaría ayudarte.

Los ojos de la niña brillaron ferozmente, sin parpadear, y una amarillenta saliva le corrió por la comisura de la boca y se le deslizó hasta el mentón.

Los labios se le pusieron rígidos y esbozaron una mueca en su boca arqueada.

—¡Bien, bien, bien! —exclamó Regan sardónicamente. Karras sintió un escalofrío, porque la voz era increíblemente profunda y densa de amenaza y poder—. De modo que eres tú…, ¿eh? ¡Te han mandado a ti! Bueno, no tenemos que temer nada de ti en absoluto.

—En efecto. Soy tu amigo. Me gustaría poder ayudarte —dijo Karras.

—Empieza, pues, por aflojar estas correas —gruñó Regan. Había levantado las muñecas, y Karras pudo ver que estaban sujetas con una correa doble.

—¿Te molestan? —le preguntó.

—Mucho. Son una molestia infernal. —Sus ojos brillaron, astutos.

Karras vio los rasguños de su cara, las grietas de sus labios, que, al parecer, se había mordido.

—Temo que te puedas hacer daño, Regan.

—Yo no soy Regan —rugió, manteniendo la horripilante sonrisita, que ahora le pareció a Karras una expresión permanente.

—¡Ah, claro! Bien, entonces creo que deberíamos presentarnos. Yo soy Damien Karras —dijo el sacerdote—. ¿Quién eres tú?

—El demonio.

—Bien, muy bien —asintió Karras—. Podemos, pues, hablar.

—¿Sostener una pequeña charla?

—Si quieres.

—Muy buena para el alma. Pero te darás cuenta de que no puedo hablar libremente si estoy atado con estas correas. Me he acostumbrado a hacer ademanes. —Regan seguía diciendo tonterías—. Como sabes, he pasado mucho tiempo en Roma, querido Karras. ¡Ahora afloja un poco estas correas!

«¡Qué precocidad de lenguaje y pensamiento!», pensó Karras. Se inclinó hacia delante en su silla, con interés profesional.

—¿Dices que eres el demonio? —preguntó.

—Te lo aseguro.

—Entonces, ¿por qué no haces que las correas desaparezcan?

—Eso sería un despliegue de poder demasiado vulgar, Karras. Demasiado burdo. Después de todo, soy un príncipe. —Emitió una risa ahogada—. Prefiero siempre la persuasión, Karras, la unión, el trabajo en comunidad. Más aún, si yo mismo me quitara las correas, amigo mío, te haría perder la ocasión de hacer un acto de caridad.

—Pero un acto de caridad —dijo Karras— es una virtud y eso es precisamente lo que el demonio querrá evitar, de modo que, de hecho, te ayudaría si no te aflojara las correas. A menos que —se encogió de hombros— no fueras de verdad el demonio. En ese caso, tal vez desataría las correas.

—Eres astuto como un zorro, Karras. ¡Si pudiera estar aquí Herodes para disfrutar de esto!

—¿Qué Herodes? —preguntó Karras con los ojos entornados. ¿Hacía un juego de palabras aludiendo a Cristo, que había llamado Zorro a Herodes?—. Hubo dos Herodes. ¿Te refieres al rey de Judea?

—¡Al tetrarca de Galilea! —espetó con furia y punzante desdén; luego, bruscamente, volvió a sonreír y a hablar con voz siniestra—. ¿Ves cómo me han alterado estas condenadas correas? Quítamelas y te adivinaré el futuro.

—Muy tentador.

—Es mi fuerte.

—Pero ¿quién me asegura que puedes adivinar el futuro?

—Soy el demonio.

—Sí, ya lo has dicho, pero no me lo has probado.

—No tienes fe.

Karras se irguió.

—¿En qué?

—¡En , querido Karras, en ! —En los ojos de Regan bailaba algo maligno y burlón—. ¡Todas estas pruebas, todos estos signos en los cielos!

—Bueno, me conformo con algo muy simple —ofreció Karras—. Por ejemplo, el demonio lo sabe todo, ¿no es cierto?

—No; casi todo, Karras, casi todo. ¿Ves? Dicen que soy orgulloso. Pues no es cierto. ¿Qué te traes entre manos, zorro? —Los ojos, amarillentos e inyectados en sangre, brillaban taimados.

—Me ha parecido que podríamos verificar el caudal de tus conocimientos.

—¡Ah, sí! ¡El lago más grande de Sudamérica —lo atacó Regan por sorpresa, con los ojos saltándole de júbilo— es el Titicaca, en Perú! ¿Suficiente?

—No, tendré que preguntar algo que sólo el demonio pueda saber. Por ejemplo: ¿Dónde está Regan? ¿Lo sabes?

—Aquí.

—¿Dónde es «aquí»?

—Dentro de la puerca.

—Déjame verla.

—¿Para qué?

—Pues para probar que me dices la verdad.

—¿Quieres convencerte? ¡Afloja las correas y te lo demostraré!

—Déjame verla.

—Puedo asegurarte que no te distraerás hablando con ella; es muy mala conversadora, amigo. Te recomiendo encarecidamente que te quedes conmigo.

—Bueno, es obvio que no sabes dónde está —dijo Karras encogiéndose de hombros—, de modo que, aparentemente, no eres el demonio.

—¡Sí lo soy! —rugió Regan dando un repentino salto hacia delante, con la cara contraída por la rabia. Karras tembló cuando la potente y terrible voz hizo crujir las paredes de la habitación—. ¡Sí, lo soy!

—Bueno, entonces déjame ver a Regan —insistió Karras—. Eso sería la prueba.

—¡Te lo demostraré! ¡Voy a leer tu mente! —masculló furiosa—. ¡Piensa en un número, del uno al diez!

—No, eso no me probaría absolutamente nada. Tengo que ver a Regan.

Bruscamente, la muchacha emitió una risita sofocada, mientras se retrepaba en la cabecera de la cama.

—No, nada serviría de prueba, Karras. ¡Qué genial! ¡Extraordinario! Mientras tanto, procuremos mantenerte convenientemente engañado. Después de todo, no quisiéramos perderte.

—¿Quiénes sois «nosotros»? —tanteó Karras.

—Somos un pequeño grupo aquí, dentro de la cerda —dijo, asintiendo—. Una pequeña e impresionante multitud. Más adelante, puedo encargarme de hacer unas discretas presentaciones. Pero ahora siento un picor terrible, y no puedo rascarme. ¿Podrías aflojarme una correa sólo un momento, Karras?

—No; dime dónde te pica y yo te rascaré.

—¡Muy astuto, muy astuto!

—Muéstrame a Regan y quizás entonces te aflojaré una correa —ofreció Karras—. Si…

Bruscamente se echó hacia atrás, espantado al contemplar aquellos ojos llenos de terror, al ver aquella boca que se abría desmesuradamente, en una silenciosa petición de ayuda.

Pero, de inmediato, la entidad de Regan se esfumó en una rápida y borrosa remodelación de facciones.

—¿No vas a quitarme estas correas? —preguntó una voz zalamera, con evidente acento británico. De pronto retornó la personalidad diabólica.

—¿Podría ayudar a un viejo sacristán, padre? —graznó, y luego, riéndose, echó la cabeza hacia atrás.

Karras permanecía sentado y aturdido; sentía de nuevo las manos glaciales en su nuca, ahora más concretas, más firmes. La cosa-Regan interrumpió su risa y lo miró con ojos provocativos.

—A propósito, tu madre está aquí con nosotros, Karras. ¿Quieres dejarle un mensaje? Me ocuparé de que lo reciba. —Karras tuvo que saltar de la silla para esquivar un chorro de vómito. Le salpicó una parte del jersey y una de las manos.

Súbitamente pálido, Karras miró hacia la cama. Regan se reía jubilosa. Por la mano del sacerdote se deslizaba, sobre la alfombra, el producto del vómito.

—Si eso es verdad —dijo Karras, turbado—, tienes que saber el nombre de pila de mi madre. ¿Cuál es?

La cosa-Regan emitió un sonido sibilante, mientras sus ojos desorbitados lanzaban destellos y su cabeza se agitaba con movimientos ondulantes, como los de una cobra.

—¿Cuál es?

Regan lanzó un furioso mugido, como un becerro, que hizo vibrar los cristales de la ventana, y puso los ojos en blanco.

Karras la contempló por un momento; el mugido continuaba. Luego se miró la mano y salió de la habitación.

Chris se apartó rápidamente de la pared en que estaba apoyada y contempló, acongojada, el jersey del jesuita.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Ha vomitado Regan?

—¿Tiene una toalla? —le preguntó Karras.

—¡El baño está aquí mismo! —contestó en seguida, señalando hacia una puerta del vestíbulo—. ¡Karl, cuídala un momento! —le ordenó Chris mientras seguía al sacerdote hasta el baño.

—¡Lo siento mucho! —exclamó, agitada, mientras sacaba una toalla de un tirón. El jesuita se acercó al lavabo.

—¿Le han dado algún tranquilizante? —preguntó.

Chris abrió los grifos.

—Sí, «Librium». Quítese el jersey, lo lavaremos.

—¿Qué dosis? —preguntó él, mientras se lo quitaba con la mano izquierda limpia.

—Espere, que le ayudaré. —Le tiró del jersey por la parte de abajo—. Hoy le hemos dado cuatrocientos miligramos, padre.

—¿Cuatrocientos?

Chris había conseguido levantarle el jersey hasta la altura del pecho.

—Sí, sólo esa dosis nos permitió atarla con las correas. Y aun así, hubimos de aunar nuestras fuerzas para…

—¿Le ha administrado usted a su hija cuatrocientos miligramos de una sola vez?

—Vamos, padre, levante los brazos. —Él los levantó, y ella tiró suavemente del jersey—. Es increíble la fuerza que tiene.

Descorrió la cortina y metió el jersey en la bañera.

—Willie se lo lavará, padre. Lo siento.

—No se moleste, no importa. —Se desabrochó la manga derecha de su almidonada camisa blanca y se la arremangó hasta dejar al descubierto un brazo velludo, fuerte y musculoso.

—Lo siento —repitió Chris mientras se sentaba en el borde de la bañera.

—¿Le dan algo de alimento? —preguntó Karras poniendo su mano derecha bajo el grifo del agua caliente.

Ella apretaba y soltaba la toalla. Era rosada y llevaba el nombre Regan bordado en azul.

—No, padre. Sólo suero «Sustagen» cuando duerme. Pero se arrancó la sonda.

—¿Que se la arrancó?

—Sí, hoy.

Inquieto, Karras se enjabonó y enjuagó las manos, y, tras una pausa, dijo gravemente:

—Tendría que estar en un sanatorio.

—No puedo hacer eso —respondió Chris con una voz sin matices.

—¿Por qué no?

—¡No puedo! —repitió con estremecedora ansiedad—. No puedo permitir que intervenga nadie más. Ella ha… —Bajó la cabeza, suspirando profundamente—. Ha hecho algo, padre. No puedo arriesgarme a que alguien más se entere. Un médico…, una enfermera… —Levantó la mirada—. Nadie.

Karras, ceñudo, cerró los grifos. «¿… Qué pasaría si una persona fuera, digamos, un criminal…?». Cabizbajo, miró hacia el lavabo.

—¿Quién le administra el suero? ¿El «Librium»? ¿Los demás medicamentos?

—Nosotros. El médico nos enseñó a hacerlo.

—Pero necesitan recetas.

—Usted puede extendernos algunas, ¿verdad, padre?

Karras se volvió hacia ella, con las manos sobre el lavabo, como un cirujano después de higienizarse.

Durante un momento se encontró con su mirada fantasmal y percibió en ella como un terrible secreto escondido, un gran temor. Hizo un gesto indicando la toalla que sostenía ella. Chris parecía ausente.

—Toalla, por favor —dijo en tono suave.

—¡Perdón! —Se la entregó arrugada, desmayadamente, llena aún de tensa expectación, mirándolo. El jesuita se secó las manos—. Bueno, padre, ¿qué le ha parecido? —preguntó finalmente Chris—. ¿Cree que es una posesa?

—¿Lo cree usted?

—No sé. Yo creía que el experto era usted.

—¿Qué es lo que sabe usted acerca de la posesión?

—Sólo lo poco que he leído. Algunas cosas que me han dicho los médicos.

—¿Qué médicos?

—Los de la «Clínica Barringer».

Dobló la toalla y la dejó en el toallero.

—¿Es católica?

—No.

—¿Y su hija?

—Tampoco.

—¿Qué religión profesan?

—Ninguna, pero yo…

—¿Por qué ha acudido a mí, entonces? ¿Quién la aconsejó?

—¡Lo he hecho porque estoy desesperada! —exclamó—. ¡Nadie me ha aconsejado!

Karras, de espaldas a ella, jugueteaba con los flecos de la toalla.

—Usted dijo que los psiquiatras anteriores le habían aconsejado que se dirigiera a mí.

—¡Oh, no sé lo que digo! ¡Me estoy volviendo loca!

—Mire, debo comunicarle que no me interesa en absoluto el motivo que pueda usted tener —respondió con una intensidad cuidadosamente moderada—. Lo único que me importa es hacer cuanto pueda por su hija. Pero puedo anticiparle que si lo que busca es una cura por medio del shock autosugestivo, pierde el tiempo, Miss MacNeil. —Karras se cogió al toallero para disimular el temblor de sus manos.

—Dicho sea de paso, soy mistress MacNeil —le dijo Chris secamente.

Él, bajando la cabeza, suavizó su tono.

—Mire, ya sea el demonio o sólo un trastorno mental, haré todo lo posible por ayudarla. Pero debo saber la verdad. Es importante para Regan. En este momento ando a tientas en un estado de ignorancia, lo cual no es nada extraño ni anormal en mí, sino mi condición habitual. ¿Por qué no salimos de este baño y vamos a algún lugar donde podamos conversar? —Se había vuelto hacia ella con una tenue y cálida sonrisa reconfortante. Extendió una mano para ayudarla a levantarse—. Me tomaría una taza de café.

—Y yo, algo fuerte.

Mientras Karl y Sharon cuidaban a Regan, se sentaron en el despacho. Chris, en el sofá, y Karras, en una silla junto a la chimenea. Ella le explicó la historia de la enfermedad de su hija, pero se cuidó muy bien de no mencionar ningún fenómeno relacionado con Dennings.

El sacerdote escuchaba y decía muy poco: alguna pregunta de vez en cuando, un gesto de asentimiento, un fruncir de cejas.

Chris reconoció que al principio creía que el exorcismo era una cura por shock.

—Ahora no lo sé —dijo, sacudiendo la cabeza, al tiempo que mantenía sus pecosos dedos nerviosamente entrelazados sobre la falda—. Honestamente no lo sé. —Levantó la vista hacia el pensativo sacerdote—. ¿Qué piensa usted, padre?

—Comportamiento compulsivo, producto de un sentimiento de culpa, unido, quizás, a una doble personalidad.

—¡Padre, ya me han repetido eso muchas veces! ¿Cómo puede decirlo también usted, después de lo que ha visto hace un momento?

—Si usted hubiera visto tantos pacientes como yo en salas de psiquiatría, lo podría decir muy fácilmente —le aseguró—. ¿Posesión por el demonio? Pero su hija no dice que ella sea un demonio, sino que insiste en que es el diablo en persona, y ¡Eso es lo mismo que afirmar que usted es Napoleón Bonaparte! ¿Se da cuenta?

—Entonces explíqueme lo de los golpes y todas esas cosas.

—No los he oído.

—Pues los oyeron también en la «Clínica Barringer», padre, así que no fue sólo aquí en casa.

—Bueno, tal vez no necesitemos de un diablo para explicarlos.

—Pues bien, dígame de qué se trata —le exigió.

—Psicokinesis.

—¿Qué es eso?

—Habrá oído usted hablar de los fenómenos en que las cosas cambian de lugar, ¿verdad?

—¿Fantasmas que arrojan platos y otros objetos?

Karras asintió.

—No es nada raro, y por lo general, se presenta en adolescentes con alguna alteración emocional. Según parece, una extrema tensión mental, puede originar, a veces, una energía desconocida, que hace mover objetos a una cierta distancia. No hay nada sobrenatural en esto. Como la fuerza anormal de Regan. Le repito que es corriente en Patología. Digamos, si lo prefiere, que la mente gobierna la materia.

—Digamos que es una locura.

—Bien, de cualquier modo, eso sucede fuera de la posesión.

—¡Vaya! —exclamó cansinamente—. He aquí a una atea y un sacerdote…

—La mejor explicación para cualquier fenómeno —dijo Karras, pasando por alto la observación— es siempre la más sencilla que se presente y que incluya todos los hechos.

—Puede ser que yo sea tonta —replicó ella—, pero no me aclara nada en absoluto al decirme que un duende encantado que está en la cabeza de una persona tira platos al techo. ¿Qué es entonces? ¿Me puede decir, por todos los santos del cielo, qué es?

—No; nosotros…

—¿Qué diablos es eso de la personalidad desdoblada, padre? Usted lo dice, yo lo oigo; pero ¿qué es? ¿Soy acaso tan estúpida? ¿Me lo puede explicar de un modo que me entre de una vez en la cabeza?

En sus enrojecidos ojos había una súplica de desesperada perplejidad.

—Mire, no hay nadie en el mundo que pretenda entenderlo —le dijo amablemente el sacerdote—. Lo único que sabemos es que sucede; más allá del fenómeno, todo es pura especulación. Pero, si lo desea, piense que el cerebro humano contiene diecisiete mil millones de células.

Chris se inclinó atenta hacia delante, con el ceño fruncido.

—Estas células cerebrales —continuó Karras gobiernan, aproximadamente, cien millones de mensajes por segundo; ése es el número de sensaciones que bombardean su cuerpo. Y no sólo compaginan todos estos mensajes, sino que lo hacen con eficiencia, sin vacilaciones y sin interponerse una en el camino de la otra. Ahora bien, ¿cómo podrían hacer eso sin forma alguna de comunicación? Bueno, parece ser que no pueden, de modo que cada una de esas células tendría conciencia propia. Imagínese por un momento que el cuerpo humano es un impresionante transatlántico, y que las células son la tripulación. Una de esas células está colocada en el puente.

Es el capitán. Pero él nunca sabe con precisión qué hace el resto de la tripulación en las partes inferiores del barco. Lo único que sabe es que éste sigue navegando suavemente, que la tarea se cumple. El capitán es usted, en su conciencia alerta. Y lo que tal vez ocurra en el desdoblamiento de la personalidad sea que, quizás, una de esas células de la tripulación de las partes inferiores del barco suba al puente y se haga cargo del mando. En otras palabras, un motín. ¿Le ayuda esto a entender?

Ella miraba incrédula, sin pestañear.

—¡Padre, eso es tan remoto para mí, que casi me resulta más fácil creer en el diablo!

—Bueno…

—Mire, yo no sé nada de esas tonterías —lo interrumpió, con voz baja e intensa—. Pero le voy a decir algo, padre. Si usted me mostrara a la hermana gemela de Regan, que tuviese la misma cara, la misma voz, que fuese igual hasta en la manera de poner los puntos sobre las íes, no me equivocaría; en un segundo sabría que no es ella. ¡Lo sabría! Lo sabría en mis entrañas; por eso le digo que sé que ¡Eso que hay en la «planta alta» no es mi hija! ¡Lo sé! ¡Lo sé! —Se reclinó, exhausta—. Ahora dígame qué he de hacer —lo desafió—. Vamos, dígame que sabe usted con certeza que mi hija no tiene ningún problema que no sea en la cabeza, que no necesita un exorcismo, que sabe usted que no le haría ningún bien. ¡Vamos! ¡Dígamelo! ¡Dígame qué he de hacer!

Durante unos segundos, inquietos y largos, el sacerdote permaneció en silencio. Luego respondió suavemente:

—Bueno, hay pocas cosas de ese mundo que yo conozca con certeza. —Meditó, hundido en una silla. Luego volvió a hablar—: Normalmente, ¿es bajo el tono de voz de Regan? —preguntó.

—No. Más aún, yo diría que es muy alto.

—¿La considera usted precoz?

—De ninguna manera.

—¿Sabe qué cociente de inteligencia tiene?

—Normal.

—¿Y sus hábitos de lectura?

—Principalmente, revistas de historietas.

—¿Y cree usted que el estilo de su lenguaje es muy distinto del normal?

—Totalmente. Ella nunca ha empleado ni la mitad de esas palabras.

—No, no me refiero al contenido de su lenguaje, sino al estilo.

—¿Estilo?

—Sí, la forma de coordinar las palabras.

—No creo entender bien lo que me quiere decir.

—¿No tiene usted algunas cartas escritas por ella? ¿Composiciones? Una grabación de su voz sería…

—Sí, hay una cinta en que le habla a su padre —lo interrumpió—. La estaba grabando para mandársela como carta, pero nunca la terminó. ¿La quiere?

—Sí, y también necesito los informes médicos, especialmente los del archivo de la «Clínica Barringer».

—Mire, padre, ya he andado por ese camino y…

—Sí, sí, ya sé, pero tendré que ver los informes personalmente.

—De modo que todavía se opone a un exorcismo, ¿verdad?

—Sólo me opongo a la posibilidad de hacerle a su hija más daño que bien.

—Pero ahora está hablando estrictamente como psiquiatra, ¿verdad?

—También hablo como sacerdote. Si voy al Obispado, o adonde haya que ir, a pedir permiso para realizar un exorcismo, lo primero que necesito es un indicio bastante sólido de que el estado de su hija no es puramente un problema psiquiátrico. Luego tendría que presentar evidencias que la Iglesia pudiera considerar como signos de posesión.

—¿Como qué, por ejemplo?

—No sé. Tendré que averiguar.

—¿Se burla de mí? Yo creía que era usted un experto.

—En este preciso instante, tal vez sepa usted más que la mayoría de los sacerdotes sobre posesión diabólica. Entretanto, ¿cuándo me puede conseguir los informes de la «Barringer»?

—¡Fletaré un avión si es necesario!

—¿Y la cinta grabada?

Chris se levantó.

—Voy a ver si la encuentro.

—Y otra cosa —agregó, mientras ella se detenía junto a la silla del sacerdote—. Ese libro que mencionó usted, en el que hay un capítulo sobre posesión, ¿cree que pueda haberlo leído Regan antes de comenzar su enfermedad?

Chris se concentró, pasándose las uñas por los dientes.

—Sí, me parece recordar que leyó algo el día antes de que empezara el problema, aunque, en realidad, no estoy segura del todo. Pero lo hizo en algún momento, creo. No; estoy segura. Bien segura.

—Me gustaría echarle una ojeada. ¿Me lo puede dar?

—Es suyo. Lo sacaron de la biblioteca de los jesuitas, y ya venció el plazo de préstamo para lectura. Se lo traigo en seguida —añadió mientras se dirigía al despacho—. Creo que la cinta está en el sótano. Voy a ver. No tardaré.

Karras asintió, ausente, con la mirada fija en un dibujo de la alfombra; tras algunos minutos se levantó, caminó despacio hasta el vestíbulo y se quedó inmóvil en la oscuridad, inexpresivo, como en otra dimensión, mirando la nada, con las manos en los bolsillos, mientras escuchaba el gruñido de un cerdo en la planta alta, los aullidos de un chacal, hipos, siseos.

—¡Oh, está usted ahí! Creí que seguía en el despacho. —Karras se volvió, al tiempo que Chris encendía la luz—. ¿Se va? —Se acercó a él con el libro y la cinta.

—Lo lamento, pero tengo que preparar una conferencia para mañana.

—¿Ah, sí? ¿Dónde?

—En la Facultad de Medicina —cogió el libro y la cinta que le tendía Chris—. Trataré de volver mañana, por la tarde o la noche. Mientras tanto, si ocurre algo urgente, no deje de llamarme a cualquier hora. Diré en la centralita que la comuniquen conmigo. —Ella asintió. El jesuita abrió la puerta—. Bueno, ¿qué tal está de medicamentos? —le preguntó.

—Bien —respondió ella—. Tengo recetas para volver a conseguir los productos.

—¿Piensa llamar de nuevo a su médico?

La actriz cerró los ojos y, muy suavemente, negó con la cabeza.

—Tenga en cuenta que yo no soy un clínico —la previno.

—No puedo —susurró—. No puedo.

Karras logró captar su ansiedad, que la golpeaba como las olas en una playa desconocida.

—Bueno, tarde o temprano tendré que informar a uno de mis superiores acerca de este asunto, especialmente si voy a tener que venir a horas intempestivas de la noche.

—¿Tiene que hacerlo? —preguntó Chris frunciendo el ceño con preocupación.

—Si no fuera así podría parecer algo extraño, ¿no cree usted?

Ella bajó la vista.

—Sí, entiendo —murmuró.

—¿Tiene algún inconveniente? Voy a decir sólo lo necesario. No se preocupe —le aseguró—. No se enterará nadie.

Chris elevó su cara, en la que se leía el tormento, hacia los ojos enérgicos y tristes de Karras, en los que vio fortaleza y dolor.

—Bueno —dijo débilmente.

Y ella confió en el dolor.

Él asintió.

—Hablaremos.

Iba ya a marcharse, pero se detuvo un momento en la puerta, pensativo, con una mano en los labios.

—¿Sabía su hija que iba a venir un sacerdote?

—No. No lo sabía nadie más que yo.

—¿Y sabía usted que mi madre ha muerto hace poco?

—Sí. Lo siento mucho.

—¿Estaba enterada Regan?

—¿Por qué?

—¿Estaba enterada Regan? —insistió él.

—No, en absoluto. ¿Por qué me lo pregunta? —repitió Chris, con las cejas levemente arqueadas por la curiosidad.

—No es importante. —Se encogió de hombros—. Sólo quería saberlo. —Examinó las facciones de la actriz con ademán de preocupación—. ¿Duerme usted?

—Sólo un poco.

—Entonces, consígase píldoras. ¿No toma «Librium»?

—Sí.

—Pruebe con veinte, dos veces al día. Mientras tanto, trate de mantenerse alejada de su hija.

Cuanto más expuesta esté a su comportamiento actual, mayor sería la posibilidad de que se produzca daño permanente en lo tocante a sus sentimientos por ella. Manténgase serena. Y relájese. No va a ayudar en nada a Regan un colapso nervioso.

Ella asintió, abatida, con la vista baja.

—Y ahora, por favor, váyase a la cama —le dijo con dulzura—. ¿Verdad que lo hará, y ahora mismo?

—Sí —dijo ella suavemente—. Está bien, se lo prometo. —Lo miró, tratando de esbozar una sonrisa—. Buenas noches, padre.

Gracias. Muchas gracias.

Durante un momento la contempló inexpresivamente.

Luego, con ademán resuelto, se marchó.

Chris lo observó desde la puerta. Cuando cruzaba la calle, pensó que tal vez había llegado tarde para la cena. Después, se preguntó si tendría frío. Se iba bajando las mangas de la camisa.

En el cruce de las calles Prospect y P se le cayó el libro y se inclinó con rapidez para cogerlo; luego dobló la esquina y desapareció de la vista. Al verlo esfumarse, de pronto se dio cuenta de que se sentía aliviada. No vio a Kinderman sentado, solo, en un coche de la Policía, sin distintivo alguno.

Cerró la puerta.

Media hora más tarde, Damien Karras regresó, apresurado, a su habitación en la residencia de los jesuitas, con varios libros y periódicos de la biblioteca de Georgetown. Los depositó sobre su mesa y luego hurgó en sus cajones en busca de un paquete de cigarrillos.

Encontró unos cuantos «Camel», encendió uno, aspiró profundamente y mantuvo el humo en los pulmones mientras pensaba en Regan.

Histeria. Tenía que ser histeria. Exhaló el humo, insertó los pulgares en su cinturón y miró los libros. Se había traído Posesión, de Oesterreich; Los demonios de Loudun, de Huxley, y Parapraxis en el caso de Haizman de Freud; Posesión por el demonio y exorcismo en la primera época del cristianismo, a la luz de las ideas modernas sobre las enfermedades mentales, de McCasland, así como extractos de revistas psiquiátricas sobre Neurosis de posesión diabólica en el siglo XVII, y La demonología de la psiquiatría moderna, de Freud.

El jesuita se tocó la frente, luego se miró los dedos y frotó el sudor que se pegaba entre ellos.

Se dio cuenta de que su puerta estaba abierta.

Atravesó la habitación para cerrarla, luego fue a la biblioteca en busca de su edición, encuadernada en rojo, del Ritual romano, compendio de ritos y oraciones. Apretando el cigarrillo entre los labios, miró por entre el humo, con los ojos entreabiertos; buscó, en las Reglas generales para los exorcistas, los signos de la posesión demoníaca.

Al principio leyó por encima, pero luego empezó a hacerlo con más lentitud.

«… El exorcista no debe creer de inmediato que una persona está poseída por un espíritu maligno, sino que debe asegurarse de los signos por los cuales un poseso se distingue de otro que sufre alguna enfermedad mental, especialmente de carácter psicológico. Los signos de la posesión pueden ser los siguientes: habilidad para hablar con cierta facilidad en un idioma extraño o entenderlo cuando lo habla otro; facultad de predecir el futuro o adivinar hechos ocultos; despliegue de poderes que van más allá de la edad o condición natural del sujeto, y otros varios estados que, considerados en conjunto, constituyen la evidencia».

Karras meditó durante un rato; después se apoyó contra la estantería y leyó el resto de las instrucciones. Cuando hubo terminado, se dio cuenta de que volvía a mirar la instrucción número 8:

«Algunos revelan un crimen cometido y los nombres de los asesinos».

Levantó la vista al oír un golpe en la puerta.

—¿Damien?

—Entre.

Era Dyer.

—Chris MacNeil quería hablar contigo. ¿No la has visto?

—¿Cuándo? ¿Esta noche?

—No; esta tarde.

—¡Ah, sí, sí, ya he hablado con ella!

—Bueno —dijo Dyer—. Sólo quería asegurarme de que habías recibido el mensaje.

El diminuto sacerdote se paseaba por la habitación, tocando los objetos como un enanito en una tienda de baratijas.

—¿Necesitas algo, Joe? —preguntó Karras.

—¿No tienes un caramelo de limón?

—¿Qué?

—He buscado por todas partes. Nadie tiene. Me tomaría uno muy a gusto —dijo mientras seguía paseándose por el cuarto—. Cierta vez, me pasé un año escuchando confesiones de niños y curé a un adicto a los caramelos de limón. Y me contagió la manía. Dicho sea entre nosotros, yo creo que forma hábito. —Levantó la tapa de la lata para mantener húmedo el tabaco, en la que Karras tenía guardadas unas nueces de alfóncigo—. ¿Qué guardas aquí? ¿Porotos mexicanos?

Karras se volvió hacia la biblioteca, buscando un libro.

—Mira, Joe, tengo que…

—¿No te ha parecido encantadora Chris? —lo interrumpió Dyer, dejándose caer sobre la cama. Se estiró cuan largo era, con las manos cómodamente entrelazadas bajo la nuca—. Regia mujer. ¿Habéis hablado?

—Sí, hemos hablado —contestó Karras, cogiendo un volumen de tapas verdes titulado Satán, colección de artículos y ensayos sobre la posición católica, original de varios teólogos franceses. Lo llevó hasta su mesa—. Mira, de veras tengo que…

—Sencilla. Realista. Sin rebuscamientos —continuó Dyer.

—Joe, tengo que preparar una conferencia para mañana —dijo Karras mientras dejaba los libros en la mesa.

—Sí, está bien. Pero quería preguntarte algo. Tengo un guión basado en la vida de san Ignacio de Loyola. El título es Valerosos jesuitas en marcha. ¿Qué te parece si se lo presentáramos a Chris MacNeil y…?

—¿Te vas a marchar o no? —lo aguijoneó Karras, aplastando la colilla de su cigarrillo en un cenicero.

—¿Te aburro?

—Tengo que trabajar.

—¿Y quién diablos te lo impide?

—¡Vamos, vamos, te lo digo en serio! —Karras había empezado a desabrocharse la camisa—. Me voy a dar una ducha y después me pondré a trabajar.

—A propósito, no te he visto a la hora de la cena —dijo Dyer levantándose, reacio, de la cama—. ¿Dónde has comido?

—No he comido.

—Eso es una estupidez. ¿Por qué hacer régimen, si sólo usas sotana? —Se había acercado a la mesa y olía un cigarrillo—. Eso está anticuado.

—¿Hay alguna grabadora en la residencia?

—En la residencia no hay ni siquiera un caramelo de limón. Utiliza el laboratorio de idiomas.

—¿Quién tiene la llave? ¿El padre director?

—No, el padre portero. ¿La necesitas esta noche?

—Sí —dijo Karras, dejando la camisa sobre el respaldo de la silla—. ¿Dónde puedo encontrarlo?

—¿Quieres que te la consiga yo?

—¿Podrías hacerlo? De veras tengo mucho trabajo.

—No te lo tomes con tanto calor, Gran Beatífico Jesuita Médico de Brujas. Ya voy.

Dyer abrió la puerta y se fue.

Karras se duchó y luego se vistió con pantalones y una camisola. Al sentarse a su mesa vio un cartón de «Camel» sin filtro, y, al lado, una llave con una etiqueta que decía: Laboratorio de idiomas; y otra: Frigorífico del refectorio. Atada a la segunda había una notita: Es mejor que lo hagas tú en vez de las ratas.

Karras sonrió al ver la firma:

El Niño del caramelo de limón.

Puso a un lado la notita y luego se quitó el reloj de pulsera y lo colocó frente a él, sobre la mesa.

Eran las 10.50h. de la noche.

Comenzó a leer. Freud. McCasland. Satán. El estudio exhaustivo de Oesterreich. Poco después de las 4 de la mañana había terminado. Se restregó la cara. Los ojos. Le picaban. Miró el cenicero.

Cenizas y colillas retorcidas. Denso humo en el ambiente.

Se puso de pie y caminó hacia la ventana con paso cansino. La abrió. Contuvo el aliento ante el frío del húmedo aire de la madrugada y se quedó pensando.

Regan tenía el síndrome físico de la posesión. Lo sabía. Sobre eso no tenía dudas. Porque en todos los casos, prescindiendo de lugar geográfico o período histórico, los síntomas de la posesión eran, sustancialmente, constantes. Regan no había experimentado algunos: estigmas, deseo de comidas repugnantes, insensibilidad al dolor, hipo frecuente, sonoro e irreprimible. Pero los otros los había manifestado con claridad: excitación involuntaria, motora, aliento fétido, lengua saburral, caquexia, gastritis, irritaciones de la piel y membranas mucosas. Más ostensibles aún eran los síntomas de los casos que Oesterreich había caracterizado como posesión «genuina»; el sorprendente cambio de la voz y de las facciones, más la manifestación de una nueva personalidad.

Karras levantó la vista y miró sombríamente la calle. Por entre las ramas de los árboles alcanzaba a ver la casa y la gran ventana del dormitorio de Regan. Cuando la posesión era voluntaria, como en el caso de los médiums, la nueva personalidad era a menudo benigna.

Lo mismo que mi tía, reflexionó Karras. El espíritu de una mujer que había poseído a un hombre.

Un escultor. Por poco tiempo. Una hora cada vez.

Hasta que un amigo del escultor se enamoró locamente de ella. Imploraba al escultor que la dejara permanecer para siempre en posesión de su cuerpo.

Pero en Regan no hay ninguna tía, caviló ceñudo.

La personalidad invasora era maligna. Depravada.

Típica de los casos de posesión diabólica en los cuales la nueva personalidad buscaba la destrucción del cuerpo que la contenía. Y, a menudo, lo conseguía.

Pensativo, el jesuita volvió hasta su mesa, cogió un paquete de cigarrillos y encendió uno. Bueno, está bien. Tiene los síntomas de los posesos. Pero ¿cómo la curamos?

Apagó el fósforo. Depende de la causa desencadenante. Se sentó en el borde de la mesa.

Pensó.

Las monjas del convento de Lille.

Posesas. En la Francia de comienzos del siglo XVII.

Habían confesado a sus exorcistas que, mientras estaban en estado de posesión, habían asistido regularmente a orgías satánicas. El jesuita movió la cabeza. Al igual que en el caso de Lille, pensaba que las causas de muchas posesiones eran una mezcla de fraude y mitomanía.

Sin embargo, otras parecían haber sido originadas por enfermedades mentales: paranoia, esquizofrenia, neurastenia, psicastenia, y éste era el motivo —pensó— por el que la Iglesia había recomendado, durante mucho tiempo, que el exorcista trabajara en presencia de un psiquiatra o un neurólogo. Pero no todas las posesiones tenían causas tan claras.

Muchas habían llevado a Oesterreich a caracterizar la posesión como una alteración separada, totalmente única; a descartar la socorrida etiqueta de «desdoblamiento de personalidad», que la psiquiatría usa como un sinónimo, igualmente velado, de los conceptos de «demonio» y «espíritu de los muertos».

Karras se rascó con un dedo la arruga junto a la nariz. Según «Barringer» —le había dicho Chris—, la alteración de Regan podría ser causada por sugestión, por algo relacionado con la histeria. Y Karras opinó que era posible. Creía que la mayor parte de los casos que había estudiado habían sido causados precisamente por estos dos factores.

Seguro.

En primer lugar, porque afecta, sobre todo, a las mujeres. En segundo lugar, por todos esos brotes epidémicos de posesión. Y luego los exorcistas…

Frunció el ceño. A menudo, ellos mismos fueron víctimas de la posesión. Pensó en Loudun. Francia.

El convento de las monjas ursulinas. De los cuatro exorcistas que fueron enviados allí para encargarse de una epidemia de posesión, tres —los padres Lucas, Lactante y Tranquille— no sólo quedaron posesos, sino que murieron en seguida, al parecer, de shock. Y el cuarto, el padre Surin, que tenía treinta y tres años en ese momento, quedó loco para los veinticinco restantes años de su vida.

Hizo un gesto afirmativo para sí mismo. Si el trastorno de Regan era histérico; si el origen de la posesión era puramente sugestivo, la fuente de la sugestión sólo podría ser el capítulo de ese libro sobre brujería. El capítulo sobre posesión. ¿Lo habrá leído?

Estudió las páginas con atención. Parecía haber una asombrosa similitud entre cualquiera de esos detalles y el comportamiento de Regan. Eso podría probarlo.

Podría.

Encontró algunas correlaciones.

… El caso de una niña de ocho años, en cuya descripción se decía que «berreaba igual que un toro, con voz ronca y atronadora». (Regan mugía igual que un novillo).

… El caso de Helene Smith, que había sido tratada por el gran psicólogo Flournoy; la descripción que hiciera del cambio de su voz y facciones, cambio que se producía con «la rapidez de un relámpago», para convertirse después en las de una variedad de personalidades.

(Regan hizo eso conmigo. La personalidad que habló con acento británico. Cambio rápido. Instantáneo).

… Un caso en Sudáfrica, dado a conocer por el renombrado etnólogo Junod; la descripción que hiciera de una mujer que había desaparecido de su casa una noche y fue encontrada a la mañana siguiente «atada por finas lianas a la copa» de un árbol muy alto y que «se deslizó por el árbol cabeza abajo silbando, sacando y metiendo rápidamente la lengua en la boca, lo mismo que una serpiente. Luego había quedado colgando, suspendida durante un rato, hablando en un idioma que nadie había escuchado nunca». (Regan se había deslizado como una víbora cuando persiguió a Sharon. El farfulleo. Un intento de «idioma desconocido»).

… El caso de Joseph y Thiebaut Burner, de ocho y diez años, respectivamente, que «yacían sobre sus espaldas y que, de pronto, empezaron a girar como trompos, a una velocidad increíble».

Había otras semejanzas y razones para sospechar que se trataba de una sugestión: la mención sobre la fuerza anormal, la obscenidad del lenguaje y los relatos de posesión de los Evangelios, los cuales eran la base —pensaba Karras— del curiosamente religioso contenido de los delirios de Regan en la «Clínica Barringer». Más aún, el capítulo mencionaba las sucesivas etapas de los ataques de posesión: «… La primera, la infección, consiste en un avance por el ambiente de la víctima: ruidos, olores, objetos cambiados de lugar; la segunda, la obsesión, que es un ataque personal sobre el sujeto, tramado para inspirar terror por medio del tipo de ultraje que un hombre puede infligirle con golpes y patadas». Los golpes. Las cosas arrojadas.

Las agresiones del capitán Howdy.

Quizá… quizá lo haya leído.

Pero Karras no estaba convencido.

En absoluto… en absoluto. Ni Chris. Se había mostrado muy insegura acerca de esto.

Caminó nuevamente hasta la ventana. Entonces, ¿cuál es la respuesta? ¿Posesión genuina? ¿Un demonio?

Bajó la vista, mientras agitaba la cabeza. De ninguna manera. De ninguna manera. ¿Fenómenos paranormales? Seguro.

¿Por qué no? Demasiados observadores competentes los habían descrito. Médicos. Psiquiatras.

Hombres como Junod. Pero el problema es éste: ¿Cómo interpreta uno estos fenómenos? Volvió a pensar en Oesterreich. Referencia a un hechicero del Altai.

Siberia. Poseso voluntariamente y examinado en una clínica mientras realizaba una acción aparentemente paranormal: levitación. Poco antes, su pulso había alcanzado los cien latidos, y poco después, asombrosamente, los doscientos. Asimismo, se observaron violentos cambios térmicos. Y en la respiración. De modo que su acción paranormal estaba unida a la fisiología. Era originada por alguna energía o fuerza corporal. Pero, como prueba de una posesión, la Iglesia quería fenómenos claros y exteriores que sugirieran…

Se había olvidado de la terminología precisa. Miró.

Buscó, pasando el dedo índice por la hoja de un libro que había sobre su mesa. Lo encontró: «… fenómenos exteriores verificables que sugieran la idea de que se deben a la extraordinaria intervención de una causa inteligente ajena al hombre».

¿Sería ése el caso del hechicero?, se preguntó Karras. No. ¿Y es ése el caso de Regan?

Buscó una página que había subrayado con lápiz: «El exorcista tendrá sumo cuidado en no dejar sin explicación ninguna de las manifestaciones del paciente…». Hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Bien.

Veamos. Moviéndose por la estancia, examinó las manifestaciones de la alteración de Regan, junto con sus posibles explicaciones. Las descartó mentalmente, una por una:

El asombroso cambio en las facciones de Regan.

En parte, por su enfermedad.

En parte, por la falta de alimentación. Sobre todo —concluyó— se debía a un cambio de fisonomía como expresión de la constitución psíquica. ¡No importa lo que signifique eso!, agregó con desagrado.

El asombroso cambio en la voz de Regan.

Aún tenía que oír la voz original. Pero aunque hubiera sido suave como le dijera su madre, el gritar constantemente causaría tumefacción de las cuerdas vocales, lo cual degeneraría en una voz grave. El único problema —reflexionó— era la portentosa tesitura de esa voz, porque aun admitiendo la tumefacción de las cuerdas, parecería fisiológicamente imposible.

Y, sin embargo, en estados patológicos o de ansiedad eran corrientes los despliegues de fuerza paranormal a través de excesos de potencia muscular. ¿No podrían las cuerdas vocales y la caja de resonancia estar sujetas a los mismos efectos misteriosos?

El metabolismo y la inteligencia de Regan ampliados repentinamente.

Criptomnesia: reminiscencias enterradas de palabras y datos a los que había estado expuesta quizás en su infancia. En los sonámbulos —y, frecuentemente, en los moribundos—, los datos enterrados salían a menudo a la superficie con una fidelidad casi fotográfica.

El hecho de que Regan lo hubiera reconocido como sacerdote.

Un gran acierto. Si ella había leído el capítulo sobre posesión, podría haber estado a la espera de la visita de un sacerdote.

Y, de acuerdo con Jung, la inconsciente conciencia y sensibilidad de los histéricos podía ser, en ocasiones, cincuenta veces mayor que la normal, lo cual explicaba la aparentemente auténtica «lectura del pensamiento» que hacen los médiums valiéndose de golpes en la mesa, pues lo que el inconsciente del médium «leía», en realidad, eran los temblores y vibraciones creados en la mesa por las manos de la persona a quien supuestamente leían los pensamientos. Los temblores trazaban letras y números.

De este modo, era posible que Regan hubiera podido «leer» su identidad simplemente por su manera de comportarse, por el aspecto de sus manos, por el aroma a vino sacramental.

El hecho de que Regan supiera que había muerto la madre de Karras.

Una casualidad. Él tenía cuarenta y seis años.

¿Podría ayudar a un viejo monaguillo, padre?

Los textos usados en los seminarios católicos aceptaban la telepatía como una realidad y un fenómeno natural a la vez.

La precocidad intelectual de Regan.

Al observar personalmente un caso de múltiple personalidad que incluía fenómenos ocultos, el psiquiatra Jung había llegado a la conclusión de que en los casos de sonambulismo histérico no sólo se incrementaban las percepciones inconscientes, sino también el funcionamiento del intelecto, ya que la nueva personalidad, en el caso en cuestión, parecería mucho más inteligente que la primera. Y, sin embargo, Karras estaba desconcertado. El mero hecho de describir el fenómeno, ¿lo explicaba?

Bruscamente se detuvo junto a la mesa, porque de pronto comprendió que el juego de palabras que hiciera Regan sobre Herodes era mucho más complicado aún de lo que al principio había parecido: recordó que cuando los fariseos comunicaron a Jesús las amenazas de Herodes, Él les contestó: «Id a decirle a ese zorro que yo arrojo demonios…». Por un momento miró la cinta grabada con la voz de Regan; luego se sentó a su mesa, cansinamente.

Encendió otro cigarrillo…, exhaló el humo, pensó otra vez en los chicos Burner, en el caso de la niña de ocho años que había manifestado síntomas de posesión genuina. ¿Qué libro habría leído aquella niña, que había permitido a su inconsciente fingir los síntomas con tal perfección? ¿Y cómo habían podido los inconscientes de las víctimas en la China comunicar los síntomas a los inconscientes de personas en Siberia, Alemania y África, de modo que los síntomas fuesen siempre los mismos?

A propósito, su madre está aquí con nosotros, Karras…

Miraba sin ver mientras el humo de su cigarrillo se elevaba cual rizados susurros de memoria. El sacerdote se reclinó, observando el cajón inferior izquierdo de la mesa. Siguió mirando un rato.

Después se inclinó lentamente, abrió el cajón y extrajo un descolorido cuaderno de ejercicios.

Educación para adultos. De su madre. Lo puso sobre la mesa y pasó las páginas con tierno cuidado.

Letras del abecedario, veces y más veces.

Luego, ejercicios sencillos:

LECCIÓN VI

MI DIRECCIÓN COMPLETA

Entre las páginas, un intento de cartas.

En seguida, otro encabezamiento. Incompleto. Desvió la mirada.

Vio los ojos de su madre en la ventana… esperando…

Domine, non sum dignus…

Los ojos se convirtieron en los de Regan…, ojos que gritaban…, ojos que esperaban…

Pero di una palabra tuya…

Echó una mirada a la cinta magnetofónica.

Salió de la habitación. Llevó la cinta al laboratorio de idiomas.

Encontró una grabadora. Se sentó.

Enrolló la cinta en un carrete vacío. Se colocó los audífonos.

Puso en funcionamiento el aparato.

Luego se inclinó hacia delante y escuchó. Exhausto.

Presa de emoción.

Durante unos segundos, sólo el silbido de la cinta.

Chirridos del mecanismo. De repente, un ruido del micrófono.

«Hola…». Como fondo, la voz de Chris MacNeil, que hablaba bajito. «No tan cerca del micrófono, querida. Sepárate un poco». «¿Así?». «Sí, está bien. Ya puedes hablar». Risitas.

Un golpe del micrófono contra una mesa.

Luego la voz clara y dulce de Regan MacNeil.

«Hola, papá. Soy yo. Hummm…». Nuevas risitas, luego un susurro aparte. «¡No sé qué decir!». «Cuéntale cómo estás, querida. Dile qué has estado haciendo». Más risitas. «Hummm, papaíto… Bueno… espero que me puedas oír bien y… hummm… bueno, vamos a ver. Hummm, bueno, ante todo, estamos… No, espera… Estamos en Washington, papi, ¿sabes? Aquí es donde vive el presidente, y esta casa, ¿sabes, papi?, es… No, espera. Lo mejor es que empiece de nuevo. Papi, hay…». Karras escuchó vagamente el resto desde el fondo de sí mismo, a través del rugido de la sangre que se agolpaba en los oídos, como el estruendo del océano, y sintió que le corría una anonadante intuición por el pecho y la cara. ¡Lo que vi en el dormitorio no era Regan!

Regresó a la residencia de los jesuitas. Encontró un cuartito.

Dijo misa antes de que todos se pusieran en movimiento. En la consagración, al levantar la hostia, ésta tembló entre sus dedos, con una esperanza que no se animaba a esperar.

—Porque éste es mi Cuerpo… —susurró, trémulo. Luego comulgó.

Después de misa no desayunó.

Tomó apuntes para su conferencia.

Dio su clase en la Facultad de Medicina de Georgetown. Desgranó roncamente una charla mal preparada: «… y considerando los síntomas de muchos trastornos maníacos, se darán…». «Papi, soy yo… soy yo…». Pero ¿quién era «yo»?

Karras terminó pronto la clase y regresó a su habitación, se sentó a la mesa, apoyó en ella las palmas de las manos y, concienzudamente, volvió a examinar la posición de la Iglesia acerca de los signos paranormales de la posesión por el demonio.

¿Me habré obcecado?, se preguntaba. Examinó con detenimiento los puntos principales en Satán: «telepatía…, fenómeno natural…, el movimiento de objetos a distancia hace sospechar…, del cuerpo puede emanar un fluido…, nuestros antepasados…, la Ciencia…, hoy debemos tener más cuidado. No obstante la evidencia de situación paranormal…». Empezó a leer más lentamente: «… todas las conversaciones mantenidas con el enfermo deben ser cuidadosamente analizadas, ya que si evidencian el mismo sistema de asociación de ideas o de hábitos lógico-gramaticales que muestra en estado normal, se debe desconfiar de esa posesión».

Karras suspiró profundamente, exhausto. Inclinó la cabeza. No hay caso. No veo la solución.

Echó una mirada al grabado de la página opuesta. Un demonio. Su mirada se dirigía, distraídamente, a la inscripción que había debajo:

«Pazuzu». Karras cerró sus ojos.

Algo andaba mal. Tranquille

Percibió, como en una visión, la muerte del exorcista, los estertores finales…, los mugidos…, los siseos…, los vómitos…, los «demonios» que lo arrancaron de la cama al suelo, furiosos porque pronto moriría y quedaría fuera del alcance de sus tormentos. ¡Y Lucas!

Lucas. Arrodillado junto a su lecho. Rezando. Pero cuando murió Tranquille, Lucas asumió al instante la identidad de los demonios, empezó a patear con rabia el cadáver aún caliente, el cuerpo arañado y destrozado, cubierto de vómitos y excrementos, mientras seis hombres fuertes trataban de reducirlo, y no paró hasta que se llevaron al cadáver de la habitación. Karras lo vio. Lo vio claramente.

¿Podría ser? ¿Era posible, imaginable? ¿Sería el ritual del exorcismo la única esperanza de Regan? ¿Debía abrir él aquella caja de sufrimientos? Era como una obsesión. Tenía que intentarlo. Debería saber. ¿Cómo saber? Abrió los ojos, «… las conversaciones con el enfermo deben ser cuidadosamente…». Sí. Sí; ¿por qué no? Si al descubrir que el estilo del lenguaje de Regan y el del «demonio» eran los mismos se descartaba la posesión, a pesar de los fenómenos paranormales, tendríamos que…

Seguro… una sensible diferencia en el estilo significaría que probablemente ¡Hay posesión!

Se paseó por la habitación.

¿Qué más? ¿Qué más? Algo rápido. Ella… ¡Un momento! Se detuvo, cabizbajo y con las manos cogidas entre sí por detrás. Ese capítulo… ese capítulo del libro sobre brujería. ¿Decía…? Sí, decía que los demonios reaccionan invariablemente con furia cuando se hallan frente a la hostia consagrada… a reliquias con santos…, a… ¡Agua bendita! ¡Eso mismo!

¡Ahí está! ¡Iré y la rociaré con agua del grifo!

¡Pero le diré que es agua bendita! Si reacciona como se supone reaccionan los demonios, entonces sabré que no es una posesa…, que sus síntomas provienen de la sugestión…, que los sacó del libro. Pero si no reaccionara, significará que…

¿Posesión genuina?

Quizá…

Febril, empezó a buscar un hisopo.

Willie lo hizo pasar. Ya al entrar, miró hacia el dormitorio de Regan. Gritos. Obscenidades. Y, sin embargo, no con la voz profunda y áspera del demonio. Cascada.

Más suave. Un claro acento inglés… ¡Sí…! La manifestación que había aparecido fugazmente la última vez que viera a Regan.

Karras miró a Willie, que seguía esperando. Ella observaba, perpleja, el cuello del clérigo. Y la indumentaria sacerdotal.

—Por favor, ¿dónde está mistress MacNeil? —le preguntó Karras.

Willie hizo un ademán señalando hacia la parte alta.

—Muchas gracias.

Se dirigió a la escalera. Subió. Vio a Chris en el vestíbulo.

Estaba sentada en una silla junto al dormitorio de Regan, con los brazos cruzados. Al acercarse el jesuita, Chris oyó el crujido de la sotana. Alzó la vista y, rápidamente, se puso de pie.

—¡Hola, padre!

Estaba muy ojerosa. Karras frunció el ceño.

—¿Ha dormido usted?

—Sí, un poco.

Karras agitó la cabeza a guisa de amonestación.

—La verdad es que no he podido —suspiró señalando, con un gesto de cabeza, hacia el cuarto de Regan—. Ha estado haciendo eso toda la noche.

—¿No ha vomitado?

—No. —Lo agarró por una manga, como si quisiera llevárselo a otro lado—. Vamos abajo, donde podamos…

—No, me gustaría verla —la interrumpió él amablemente. Resistió la imperiosa insistencia de ella por llevárselo de allí.

—¿Ahora?

Algo andaba mal, pensó Karras.

Parecía tensa. Temerosa.

—¿Por qué no ahora? —le preguntó.

Ella echó una furtiva mirada a la puerta del dormitorio de Regan.

Desde adentro chilló la áspera voz enloquecida:

¡Naazi de mierda! ¡Naazi asqueroso!

Chris desvió la mirada; luego, de mala gana, asintió.

—Vaya, entre.

—¿No tiene una grabadora?

Sus ojos exploraron los de él con rápidos parpadeos.

—¿Me la podrían mandar al dormitorio con una cinta virgen, por favor?

Ella frunció el ceño, desconfiada.

—¿Para qué? —dijo, alarmada—. ¿Quiere usted grabar…?

—Sí, es impor…

—¡Padre, no puedo permitirle…!

—Necesito hacer comparaciones del estilo del lenguaje —la interrumpió él con firmeza—. ¡Ahora, por favor! ¡Ha de confiar en mí!

Cuando se volvieron hacia la puerta del dormitorio, un impresionante torrente de obscenidades pareció expulsar a Karl de la habitación. Tenía el rostro demudado y llevaba ropa de cama y paños manchados.

—¿Le ha puesto las correas, Karl? —preguntó Chris cuando el sirviente cerraba tras sí la puerta. Karl miró fugazmente a Karras y luego a Chris.

—Las tiene puestas —dijo por toda contestación, y se dirigió hacia la escalera.

Chris lo observaba. Se volvió hacia Karras.

—De acuerdo —dijo débilmente—. Haré que le suban la grabadora. —Y, bruscamente, se echó a andar por el vestíbulo.

Karras la observó durante un momento. Estaba desconcertado.

¿Qué pasaba? Notó un repentino silencio en el dormitorio. Fue breve. Oyó de nuevo una risa diabólica. Se adelantó. Tanteó el hisopo en su bolsillo. Abrió la puerta y entró en la habitación.

El hedor era más penetrante aún que el del día anterior. Cerró la puerta. Miró. Aquel horror.

Aquella cosa sobre la cama.

Mientras se acercaba, la cosa lo iba observando con ojos burlones. Llenos de astucia. Llenos de odio.

Llenos de poder.

—¡Hola, Karras!

El sacerdote oyó el ruido de la diarrea que caía sobre el pantalón bombacho de plástico. Le habló con calma desde los pies de la cama.

—¡Hola, diablo!, ¿cómo te sientes?

—En este momento, muy contento de verte. Feliz, —la lengua le colgaba fuera de la boca, mientras los ojos examinaban a Karras con insolencia—. Veo que te estás poniendo pálido. Muy bien. —Otra descarga diarreica—. No te molesta un poco de hedor, ¿verdad, Karras?

—En absoluto.

—¡Eres un mentiroso!

—¿Te molesta que lo sea?

—Sí, algo.

—Pues al diablo le gustan los mentirosos.

—Sólo los buenos, querido Karras, sólo los buenos mentirosos —se rió—. Pero ¿quién te ha dicho que soy el diablo?

—¿No fuiste tú?

—¡Oh, puedo haberlo dicho! Puedo. No estoy bien. ¿Me creíste?

—Por supuesto.

—Mil disculpas.

—¿Dices que no eres el diablo?

—Soy sólo un pobre demonio que lucha. Un diablo. No el diablo. Una diferencia sutil; pero no he perdido enteramente mi influencia sobre nuestro padre que está en el infierno. A propósito, cuando lo veas no le digas que me he ido de la lengua.

—¿Cuando lo vea? ¿Acaso está aquí? —preguntó el sacerdote.

—¿En esta puerca? De ninguna manera. Somos sólo una pobre familia de almas en pena, amigo mío. No nos culpes por estar aquí. Pero es que no tenemos adónde ir. No tenemos hogar.

—¿Y cuánto tiempo pensáis quedaros?

La cabeza pegó un salto en la almohada, contraída con furia mientras rugía:

—¡Hasta que la cerda se muera! —Inmediatamente, Regan volvió a adoptar su sonrisa tonta en una boca amplia—. A propósito, hace un día magnífico para un exorcismo, ¿no te parece, Karras?

¡El libro! ¡Tiene que haberlo leído en el libro!

Lo taladró una mirada de expresión sardónica.

—Comiénzalo pronto. En seguida.

Incongruente. Allí había algo extraño.

—¿Te gustaría?

—Muchísimo.

—¿Pero no te echaría eso fuera de Regan?

El demonio apoyó la cabeza, riendo como maníaco; luego se interrumpió en seco.

—Nos uniría.

—¿A ti y a Regan?

—¡A ti con nosotros, mi buen amigo! —graznó el demonio—. Tú con nosotros. —Desde lo más profundo de aquella garganta salió una risa ahogada.

Karras lo miraba fijamente.

Sentía unas manos sobre su nuca.

Frías como el hielo. Lo tocaban suavemente. Después desaparecían.

Será por el miedo, pensó. Miedo.

¿Miedo de qué?

—Sí, Karras, te unirás a nuestra pequeña familia. Mira, el problema que hay con los signos de los cielos, querido, es que, una vez los has visto, ya no tiene uno perdón. ¿Te has dado cuenta de qué pocos milagros se ven hoy día? No es culpa nuestra, Karras. No nos culpes a nosotros. ¡Nosotros lo intentamos!

Karras volvió repentinamente la cabeza al oír un golpe estruendoso.

Un cajón de la cómoda se había abierto y deslizado hacia fuera en toda su longitud. Sintió un pánico creciente al ver que de pronto se cerraba solo, de un golpe. ¡Ahí está! Pero la emoción se desprendió en seguida, como un pedazo podrido de la corteza de un árbol:

Psicokinesis. Karras oyó risas.

Volvió a mirar a Regan.

—Es estupendo charlar contigo, Karras —dijo el demonio, sonriente—. Me siento libre. Como un niño travieso. Extiendo mis grandes alas. De hecho, el que yo te diga esto, sólo contribuirá a tu perdición, doctor, mi querido e ignominioso médico.

—¿Tú has hecho eso? ¿Tú has hecho que el cajón de la cómoda se abriera hace un momento?

El demonio no lo oía. Había echado una rápida mirada en dirección a la puerta, pues se oía el ruido de alguien que se acercaba rápidamente por el vestíbulo; sus facciones se convirtieron en las de la otra personalidad.

—¡Bastardo! ¡Huno! —aulló con la voz áspera, de acento inglés.

Entró Karl, que se deslizó con la grabadora y la puso junto a la cama; después salió rápidamente de la habitación.

¡Fuera, Himmler! ¡Fuera de mi vista! ¡Ve a visitar a tu hija de pies deformes! ¡Llévale chucrut! ¡Chucrut, y heroína!

¡Nazi! ¡A ella le encantará! A ella…

Desapareció. Karl desapareció.

Y entonces, de pronto, la cosa que había dentro de Regan se puso cordial y miró a Karras mientras éste preparaba la grabadora, la enchufaba y enrollaba la cinta.

—¡Vaya, vaya! ¿Qué pasa? —dijo alegremente—. ¿Vamos a grabar algo, padre? ¡Qué divertido! ¡A mí me fascinan estas cosas! ¡Me gustan con locura!

—Yo soy Damien Karras —dijo el sacerdote mientras preparaba la grabación—. ¿Quién eres tú?

—¿Estás averiguando mis antecedentes, idiota? Es muy osado de tu parte, ¿no te parece? —se rió—. Yo hice de Duende en una obra de teatro de la escuela. —Miró a su alrededor—. A propósito, ¿dónde hay algo para beber? Estoy seco.

El sacerdote apoyó con suavidad el micrófono sobre la mesita de noche.

—Si me dices tu nombre, trataré de encontrarte algo de beber.

—Sí, claro —respondió con una risita ahogada y divertida—. Y supongo que luego te lo beberías.

Mientras apretaba el botón que decía Grabar, Karras respondió:

—Quiero saber tu nombre.

—¡Mira qué vivo! —exclamó con voz ronca.

Y luego desapareció prestamente, para ser reemplazado por el demonio anterior.

—¿Qué estás haciendo, Karras? ¿Grabando nuestra pequeña discusión?

Karras se puso tenso y miró con fijeza. Luego empujó una silla junto a la cama y se sentó.

—¿Te importa? —preguntó.

—En absoluto —gruñó el demonio—. Siempre me han gustado los artilugios infernales.

De pronto, Karras percibió un penetrante y desagradable olor, parecido a…

—Chucrut, Karras, ¿lo has notado?

El jesuita pensó, maravillado, en que, en efecto, olía como a chucrut. Luego se dispersó el olor, para dar paso al hedor de antes. Karras frunció el ceño.

¿Lo habría imaginado? ¿Habría sido autosugestión?

Pensó en el agua bendita, pero consideró que era preferible reservarla para mejor ocasión.

—¿A quién estabas hablando antes? —preguntó.

—Simplemente a uno de la familia, Karras.

—¿Un demonio?

—Le das demasiada importancia.

—¿Por qué?

—La palabra «demonio» significa «sabio», y él es estúpido.

—¿En qué idioma significa «sabio» la palabra «demonio»? —preguntó el jesuita con vivo interés.

—En griego.

—¿Hablas griego?

—Con bastante fluidez.

¡Una de las señales!, pensó Karras muy excitado.

¡Habla una lengua desconocida! Era más de lo que hubiera podido esperar.

—Pos egnokas hoty presbyteros eimi? —preguntó Karras rápidamente en griego clásico.

—Ahora no tengo ganas, Karras.

—¡Oh! Entonces no sabes…

—¡No tengo ganas!

Desilusión. Karras meditó.

—¿Eres tú el que ha hecho mover el cajón de la cómoda? —preguntó.

—Desde luego.

—Muy impresionante. —Karras hizo un gesto afirmativo con la cabeza—. Verdaderamente eres un demonio muy poderoso.

—Lo soy.

—Me pregunto si serías capaz de hacerlo de nuevo.

—Sí, a su debido tiempo.

—Hazlo ahora, por favor… Me gustaría mucho verlo.

—En su momento.

—¿Por qué no ahora?

—Debemos darte alguna razón para que dudes —dijo con voz ronca—. Alguna. Sólo lo suficiente para asegurar el resultado final. —Echó la cabeza hacia atrás, con una risita maligna—. ¡Qué raro es atacar por medio de la verdad! ¡Ah, qué placer!

Unas manos heladas tocaban levemente su nuca. Karras miró con fijeza. ¿Por qué el miedo de nuevo? ¿Miedo?

¿Era miedo?

—No, miedo no —dijo el demonio. Sonreía—. Ese era yo.

Las manos dejaron de tocarlo.

Karras frunció el ceño. Sintióse asombrado de nuevo.

Algo parecía ahogarlo. Telepatía. ¿O estaría posesa? Averígualo. Averígualo ahora.

—¿Puedes decirme en qué estoy pensando en este momento?

—Tus pensamientos son demasiado aburridos para entretenerme en leerlos.

—Entonces no puedes leer mi mente.

—Puedes creer lo que te plazca…, lo que te plazca.

¿Intentar con el agua bendita? ¿Ahora? Oyó el chirrido del mecanismo de la grabadora. No.

Sigue profundizando. Consigue más ejemplos del estilo de su lenguaje.

—Eres una persona fascinante —dijo Karras.

Regan se rió burlona.

—De verdad —dijo Karras—. Me gustaría saber más acerca de ti. Por ejemplo, nunca me has dicho quién eres.

—Un diablo —rugió el demonio.

—Sí, ya lo sé; pero ¿qué diablo? ¿Cómo te llamas?

—¿Qué hay en un nombre, Karras? No te preocupes por mi nombre. Llámame Howdy, si te parece más cómodo.

—¡Ah, sí! El capitán Howdy —asintió Karras—. El amigo de Regan.

—Su amigo, íntimo.

—¿De veras?

—Claro que sí.

—Pero, entonces, ¿por qué la atormentas?

—Porque soy su amigo. ¡A la puerca le gusta!

—¿Le gusta?

—¡Le encanta!

—Pero ¿por qué?

—¡Pregúntaselo a ella!

—¿Le vas a permitir que me responda?

—No.

—Entonces, ¿qué sentido tiene que le pregunte?

—¡Ninguno! —Los ojos del demonio lanzaban destellos de odio.

—¿Quién es la persona con la que estuve hablando anteriormente? —preguntó Karras.

—Ya lo preguntaste.

—Lo sé, pero nunca me diste una respuesta.

—Sólo otro amigo de la dulce y querida puerca, estimado Karras.

—¿Puedo hablar con él?

—No. Está ocupado con tu madre. —Emitió suaves risitas ahogadas.

Mostrábase burlón, y Karras sintió que desde lo más profundo lo iba ganando la ira, un temblor de odio que el sacerdote reconoció, asombrado, que no iba dirigido contra Regan, sino contra el demonio. ¡El demonio! ¿Qué diablos te pasa, Karras? El jesuita consiguió mantener la calma en lo posible, respiró profundamente, se puso de pie y se sacó del bolsillo el hisopo con agua bendita. Lo destapó.

El demonio desvió la mirada.

—¿Qué es eso?

—¿No lo sabes? —preguntó Karras, tapando a medias con su pulgar la boca del hisopo, mientras comenzaba a salpicar a Regan con su contenido—. Es agua bendita, diablo.

El demonio se encogió, se retorció, mugiendo con terror y sufrimiento.

—¡Quema! ¡Quema! ¡Ah, basta ya, basta, basta!

Inexpresivo, Karras dejó de rociarlo. Histeria. Sugestión.

Leyó el libro. Echó una mirada a la grabadora.

¿Para qué molestarse?

Notó que había quedado en silencio. Miró a Regan.

Frunció las cejas. ¿Qué es esto? ¿Qué está sucediendo? La personalidad diabólica se había evaporado, y en su lugar había unas facciones parecidas y, sin embargo, diferentes.

Tenía los ojos en blanco. Murmullo. Lento. Un parloteo febril.

Karras se acercó a la cama. Se inclinó para escuchar. ¿Qué es?

Nada. Y, sin embargo… Tiene cadencia. Como un idioma. ¿No será…? Sintió la vibración de unas alas en su estómago, las sujetó fuertemente, las inmovilizó.

¡Vamos, no seas idiota! Y, sin embargo…

Echó una rápida mirada al control del volumen de la grabadora.

No se encendía. Tocó el pulsador para aumentarlo, y escuchó de nuevo, con el oído cerca de los labios de Regan. El parloteo cesó y fue reemplazado por una respiración áspera y profunda.

Karras se irguió.

—¿Quién eres? —preguntó.

—Eidanyoson —respondió el ente. Susurro doloroso. Suficiente. Ojos en blanco. Párpados que se agitan—. Eidanyoson. —La voz gangosa y entrecortada, como el alma de su dueño, parecía enclaustrada en un oscuro y velado espacio, más allá del tiempo.

—¿Es ése tu nombre? —Karras frunció el ceño.

Los labios se movían. Sílabas febriles. Lentas.

Ininteligibles.

En seguida cesaron.

—¿Me puedes entender?

Silencio. Sólo respiración.

Profunda. Extrañamente ahogada.

El inquietante zumbido de la respiración en una tienda de oxígeno.

El jesuita esperaba. Quería más.

Pero no pasó nada.

Rebobinó la cinta, metió la grabadora en su caja, la levantó y cogió el rollo. Echó una última mirada a Regan. Cabos sueltos.

Indeciso, salió de la habitación y se dirigió a la planta baja. Encontró a Chris en la cocina. Estaba sentada con Sharon, tomando café. Su expresión era sombría.

Al ver que Karras se acercaba, ambas levantaron la vista inquisidoras, ansiosas, expectantes.

Chris dijo quedamente a Sharon:

—¿Por qué no vas a hacer compañía a Regan?

Sharon tomó un último trago de café, asintió débilmente mirando a Karras y partió. Él se sentó a la mesa, con gesto cansino.

—¿Qué sucede? —le preguntó Chris, que lo miraba fijamente.

Karras iba a contestar, pero se detuvo, ya que Karl entraba despacito, procedente de la despensa, y se dirigía al fregadero. Chris siguió la dirección de su mirada.

—No importa —dijo suavemente—, puede hablar. ¿Qué pasa?

—Ha habido dos personalidades desconocidas. Una de ellas creo haberla visto por unos instantes; me refiero a esa que tiene acento británico. ¿Es alguien que usted conoce?

—¿Tiene importancia eso? —preguntó Chris.

Nuevamente, él percibió tensión en su cara.

—Es importante.

Chris bajó la vista y asintió.

—Sí, es alguien que conocí.

—¿Quién?

Ella levantó la mirada.

—Burke Dennings.

—¿El director?

—Sí.

—¿El director que…?

—Sí —lo interrumpió.

En silencio, el jesuita sopesó su respuesta durante un momento.

Vio que el dedo índice de la actriz temblaba.

—¿Quiere café o alguna otra cosa, padre?

Karras hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No, gracias. —Se inclinó hacia delante, apoyando los codos en la mesa—. ¿Lo conocía Regan?

—Sí.

—Y…

Un ruido seco. Asustada, Chris se echó hacia atrás, y al volverse vio que a Karl se le había caído al suelo la tostadora y se agachaba para cogerla. Pero se le volvió a caer.

—¡Por Dios, Karl!

—Lo siento, señora.

—¡Karl, váyase al cine o a cualquier parte! ¡No podemos quedarnos todos enjaulados en esta casa! —Se volvió hacia Karras, cogió un paquete de cigarrillos y lo arrojó con fuerza sobre la mesa al oír que Karl protestaba:

—No, yo…

—¡Karl, se lo digo en serio! —le espetó Chris, nerviosa, levantando la voz, pero sin volverse—. ¡Váyase de aquí! ¡Salga de esta casa un rato! ¡Todos vamos a tener que marcharnos poco a poco! ¡Vamos, váyase!

—Sí, vete —añadió Willie como un eco, entrando y arrebatándole la tostadora de la mano. Irritada, lo empujó hacia la despensa. Tras mirar brevemente a Chris y a Karras, Karl se marchó.

—Lo siento, padre —murmuró Chris, disculpándose. Tomó un cigarrillo—. Karl ha tenido que aguantar muchas cosas últimamente.

—Tiene razón —dijo Karras cariñosamente. Tomó los fósforos—. Todos deberían hacer un esfuerzo para salir de la casa. —Le encendió el cigarrillo—. Usted también.

—¿Y qué decía Burke? —preguntó Chris.

—Sólo obscenidades —contestó Karras encogiéndose de hombros.

—¿Nada más?

Advirtió cierto temor en el tono de su voz.

—Eso ya es bastante —respondió. Luego bajó el tono—. A propósito, ¿tiene Karl una hija?

—¿Una hija? Que yo sepa, no.

Y si la tiene, nunca lo ha dicho.

—¿Está segura?

Willie estaba fregando los platos. Chris se volvió hacia ella.

—¿Tienes alguna hija, Willie?

—Murió hace mucho tiempo, señora.

—¡Oh, lo siento!

Chris se volvió hacia Karras.

—Ahora me entero —susurró—. ¿Por qué lo pregunta? ¿Cómo lo ha sabido?

—Por Regan. Ella lo mencionó —dijo Karras.

Chris mantenía la mirada fija.

—¿Nunca mostró signos telepáticos? —preguntó—. Quiero decir antes de esto.

—Bueno… —Chris vaciló—, no sé… No estoy segura. He comprobado infinidad de veces que ella parecía estar pensando lo mismo que yo, pero ¿no es corriente eso entre las personas que están muy unidas?

Karras asintió. Pensaba.

—Respecto a la otra personalidad, ¿es la que surgió aquella vez durante la hipnosis?

—¿Esa que habla en jerga?

—Sí. ¿Quién es?

—No sé.

—¿No la conoce?

—En absoluto.

—¿Ha pedido los informes médicos?

—Los traerán esta tarde. Se los mandan por avión directamente a usted. —Sorbió café—. Ha sido la única forma de conseguirlo, y aun así, tuve que gritar lo mío.

—Sí, ya me imaginaba que iba a haber inconvenientes.

—Los hubo. Pero los informes ya están en camino. —Tomó otro sorbo de café—. Bueno, y ¿Qué hay del exorcismo, padre?

Él bajó la vista; suspiró.

—No tengo muchas esperanzas de que pueda convencer al obispo.

—¿Qué quiere decir con eso de que «no tiene muchas esperanzas»?

Dejó en la mesa la taza de café y frunció el ceño ansiosamente.

Él hurgó en su bolsillo, extrajo el hisopo y se lo mostró.

—¿Ve esto?

Chris asintió.

—Le he dicho que era agua bendita —explicó Karras—. Y cuando he empezado a rociarla, ha reaccionado violentamente.

—¿Qué quiere decirme?

—Pues que no es agua bendita, sino del grifo.

—Pero puede ser que algunos demonios no conozcan la diferencia.

—¿Cree usted en serio que hay un demonio dentro de ella?

—Creo que hay algo en ella que está tratando de matarla, padre Karras, y opino que no tiene mucha importancia que distinga entre la orina y el agua, ¿no le parece? Mire, lo lamento mucho, pero me ha pedido usted mi opinión. —Aplastó el cigarrillo—. Después de todo, ¿qué diferencia hay entre el agua bendita y la del grifo?

—El agua bendita está bendecida.

—Muy bien. Pero ¿qué propone usted, mientras tanto? ¿No hacer el exorcismo?

—Mire, hace muy poco que he comenzado a profundizar en esto —dijo Karras acalorado—. Pero la Iglesia tiene criterios que debemos considerar, y ello, por una razón muy importante: ¡Evitar todas esas supersticiones que la gente no hace más que achacarle año tras año!

—¿No quiere un poco de «Librium», padre?

—Lo siento, pero ha sido usted la que me ha pedido mi opinión.

—Y me la ha dado.

Buscó sus cigarrillos.

—Deme uno a mí —dijo Chris, hosca.

Le alargó el paquete, y Chris cogió un cigarrillo.

Él se puso otro en la boca y encendió los dos.

Expelieron el humo y se dejaron caer en sendas sillas junto a la mesa.

—Perdóneme —dijo él, suavemente.

—Estos cigarrillos sin filtro lo van a matar.

Karras jugueteaba con el paquete, arrugando el celofán.

—Estos son los signos que la Iglesia puede aceptar:

Uno es el hablar en un idioma que el sujeto no conocía antes, que nunca había estudiado. Estoy trabajando en eso. Con las cintas. Veremos lo que saco en limpio. Luego tenemos la clarividencia, aunque hoy puede anularla la telepatía.

—¿Cree usted en eso? —Frunció el ceño, escéptica.

Él la miró. Se dio cuenta de que hablaba en serio.

Continuó:

—Y, por último, la manifestación de poderes superiores a sus habilidades.

—Bueno, ¿y qué hay de esos golpes en la pared?

—Por sí mismos, no significan nada.

—¿Y los movimientos de la cama?

—No bastan.

—¿Y esas cosas que le salieron en la piel?

—¿Qué cosas?

—¿No se lo he dicho?

—¿Decirme qué?

—¿No? Pues fue en la clínica —le explicó Chris—. Tenía… —dijo señalándose el pecho con el índice— como letras. Le salían en el pecho, y luego desaparecían.

Karras frunció el ceño.

—Ha dicho usted «letras». ¿Palabras no?

—No, palabras no. Sólo una M, una o dos veces. Luego una L.

—¿Y vio usted eso? —le preguntó.

—No. Me lo han contado.

—¿Quién?

—Los médicos de la clínica. Lo encontrará en el informe. Es cierto.

—No lo dudo. Pero eso también es un fenómeno natural.

—¿En dónde? ¿En Transilvania? —dijo Chris, incrédula.

Karras movió la cabeza.

—No, he leído casos de este tipo en las revistas médicas. En uno de ellos, el psiquiatra de una prisión informaba que un paciente suyo podía ponerse en trance voluntariamente y lograr que aparecieran en su piel los signos del Zodíaco. —Con un gesto se señaló el pecho—. Se le levantaba la piel.

—¡Se ve que usted no cree muy fácilmente en milagros!

—Cierta vez se hizo un experimento —prosiguió Karras— en el cual un sujeto, hipnotizado, fue puesto en trance: luego le hicieron incisiones en los dos brazos. Se le dijo que el brazo izquierdo sangraría, pero no el derecho.

Pues bien, así ocurrió: sangró el brazo izquierdo y el derecho no. El poder de la mente reguló la pérdida de sangre. Por supuesto que no sabemos cómo, pero sucede.

De modo que en los casos de estigmatizados, como el del recluso que le he citado (o en el de Regan), el inconsciente regula el flujo de la corriente sanguínea hacia la piel, y manda más hacia las partes que quiere que se eleven. Y entonces tenemos dibujos, letras o lo que fuere. Es misterioso, pero no sobrenatural.

—En verdad que es usted una persona difícil, padre Karras; ¿lo sabía?

Karras se tocó los dientes con la uña del pulgar.

—Mire, tal vez esto le ayude a entender —dijo, finalmente—. La Iglesia (no yo, sino la Iglesia) publicó cierta vez una declaración, una advertencia a los exorcistas. La leí anoche. Decía en ella que la mayoría de las personas que se creen posesas, o que son consideradas como tales por otros (y cito textualmente), «necesitan mucho más de un médico que de un exorcista». —Levantó la mirada y la clavó en los ojos de Chris—. ¿No se imagina cuándo se publicó tal declaración?

—No. ¿Cuándo?

—En el año 1583.

Chris alzó la vista, sorprendida. Pensaba.

—Sí, claro, ése sí que fue un año de todos los diablos —murmuró.

Oyó que el sacerdote se levantaba de su silla y le decía:

—Déjeme que espere hasta ver los informes de la clínica.

Chris asintió.

—Entretanto —continuó—, voy a revisar las cintas grabadas; luego las llevaré al Instituto de Idiomas y Lingüística. Quizás esta jerga sea algún idioma. Lo dudo, pero puede ser. Y si se comparan los estilos de lenguaje… Bueno, ya veremos. Si son los mismos, sabremos con certeza que no es una posesa.

—Y entonces, ¿qué? —preguntó Chris ansiosa.

El sacerdote escudriñó los ojos de Chris. Eran turbulentos.

¡Preocupada porque su hija no sea una posesa!

Pensó en Dennings.

Algo andaba mal. Muy mal.

—Créame que me cuesta trabajo pedírselo; pero ¿podría prestarme su coche unos días?

Desolada, Chris mantenía su mirada fija en el suelo.

—Puede usted pedirme prestada hasta la vida por unos días —murmuró—. Eso sí, devuélvamelo el jueves. Uno nunca sabe… podría necesitarlo.

Sintiendo una profunda pena, Karras contempló aquella cabeza inclinada e indefensa. Ansiaba poder cogerle la mano y decirle que todo saldría bien.

Pero ¿cómo?

—Espere, le traeré las llaves —dijo ella.

La vio alejarse como una plegaria desesperanzada.

Cuando le hubo entregado las llaves, Karras regresó, caminando, hasta su habitación en la residencia.

Allí dejó la grabadora y recogió la cinta de Regan.

Luego volvió a cruzar la calle, en busca del coche de Chris. Al subir oyó que Karl lo llamaba desde la puerta de la casa:

—¡Padre Karras! —Karras miró. Karl bajaba corriendo la escalinata, mientras se ponía apresuradamente la americana. Agitaba una mano—. ¡Padre Karras! ¡Un momento!

Karras se inclinó y bajó la ventanilla opuesta a la del asiento del conductor. Karl metió la cabeza.

—¿Hacia dónde va, padre?

—A Du Pont Circle.

—¿Me podría llevar? ¿No le molesta?

—Encantado de hacerlo. Suba.

Karl lo hizo.

—¡Se lo agradezco mucho, padre!

Karras giró la llave de contacto.

—Le hará bien salir.

—Sí. Voy a ver una película. Una muy buena.

Karras puso la primera y arrancó.

Durante un rato marcharon en silencio. El jesuita trataba de encontrar respuestas a sus interrogantes.

Posesión. Imposible.

El agua bendita. Pero…

—Karl, dijo usted que conocía muy bien a Dennings, ¿no?

Karl, que miraba a través del parabrisas, asintió, rígido:

—Sí, lo conocía.

—Cuando Regan… cuando ella parece ser Dennings, ¿le da a usted la impresión de que de veras lo es?

Larga pausa. Y luego un lacónico e inexpresivo:

—Sí.

Karras, obsesionado, asintió con la cabeza.

No hablaron más hasta llegar a Du Pont Circle, donde se detuvieron ante un semáforo en rojo.

—Yo me bajo aquí, padre Karras —dijo Karl y abrió la portezuela—. Aquí puedo coger el autobús. —Se bajó, y luego metió la cabeza por la ventanilla—. Padre, muchas gracias, le estoy muy agradecido.

Se quedó parado en el andén de seguridad, en espera de que cambiara la luz. Sonrió y agitó una mano al sacerdote que se alejaba.

Siguió con la vista fija en el coche hasta que desapareció en una curva, a la entrada de la Massachusetts Avenue. Luego corrió a coger un autobús. Pidió un billete combinado. Transbordó.

Luego se apeó en la zona de departamentos, al nordeste de la ciudad, por donde caminó hasta llegar a un edificio de apartamentos, semiderruido, en el que entró.

Se detuvo al pie de una oscura escalera; olía a comida barata. De alguna parte llegaba el llanto de un niño. Agachó la cabeza. Por el zócalo se deslizó rápidamente una cucaracha, que cruzó la escalera con rítmicos movimientos. Se agarró al pasamanos, y durante unos momentos pareció titubear, como si tratara de volverse; pero, al fin, movió la cabeza y empezó a subir la escalera. Cada paso gimiente crujía como un reproche. Al llegar al primer piso se encaminó a una de las puertas de una lóbrega ala, y por un momento se quedó allí con una mano apoyada en el marco. Miró la desconchada pared: «Nicky» y «Ellen» escritos con lápiz, y debajo, una fecha y un corazón cuyo centro era yeso resquebrajado.

Karl tocó el timbre y esperó cabizbajo. Se oyeron chirriar los muelles de una cama, la voz de alguien que mascullaba irritado y el ruido de unos pasos irregulares, causado por un zapato ortopédico.

De pronto, la puerta se abrió parcialmente de un golpe, y la cadenita de seguridad repiqueteó al ser extendida al máximo, mientras una mujer, en ropa interior, miraba hoscamente por la abertura; de la comisura de los labios le colgaba un cigarrillo.

—¡Ah, eres tú! —exclamó secamente mientras quitaba la cadena.

Karl tropezó con unos ojos duros y apagados a la vez, macilentos pozos de sufrimiento y vergüenza.

Contempló brevemente la disoluta mueca de los labios y la arruinada cara, de una juventud y una belleza enterradas vivas en mil habitaciones de hoteluchos, en mil despertares de sueños agitados, ahogando el llanto ante la belleza perdida.

—¡Vamos, dile que se vaya a la porra! —tronó una áspera voz masculina en el interior. Confusa.

El novio.

La muchacha volvió rápidamente la cabeza y le espetó:

—¡Cállate, estúpido, es papá! —Luego se dirigió a Karl—. Está borracho, papá. Lo mejor es que no entres.

Karl asintió.

Los estragados ojos de la hija descendieron hasta la mano de Karl, que se buscaba la cartera en el bolsillo de atrás.

—¿Cómo está mamá? —le preguntó, mientras succionaba el cigarrillo, con la vista clavada en las manos que hurgaban en la billetera, en las manos que contaban billetes de diez dólares.

—Está bien —asintió Karl, conciso—, está bien.

Cuando le entregó el dinero, ella empezó a toser como si fuera a deshacerse. Se tapó la boca con una mano.

—¡Esta porquería de tabaco! —exclamó, sofocada.

Karl vio las marcas de los pinchazos en su brazo.

—Gracias, papá.

Le arrebató el dinero de las manos.

—¡Acaba de una vez! —gruñó el novio desde el interior.

—¡Bueno, papá, adiós! Ya sabes cómo se pone él.

—¡Elvira…! —Karl había metido la mano por la abertura, agarrándole la muñeca—. ¡Han puesto una clínica en Nueva York! —le susurró implorante.

Ella hacía muecas y trataba de zafarse.

—¡Vamos, déjame!

—¡Te los mandaré! ¡Ellos te ayudarán! ¡No irás a la cárcel! Es…

—¡Por Dios, vamos, papá! —chilló, liberándose, al fin, de su mano.

—¡No, no, por favor! Es…

Le cerró la puerta en la cara.

En el oscuro vestíbulo, en la alfombrada tumba de sus expectativas, Karl se quedó mirando la puerta en silencio, y luego inclinó la cabeza, lleno de mudo dolor.

Desde el interior del apartamento llegaba una conversación ahogada.

Luego, una fuerte carcajada cínica de mujer, seguida de una tos convulsa.

Al volverse sintió el repentino aguijonazo de un sobresalto, pues frente a él se hallaba el teniente Kinderman, que le cerraba el paso.

—Tal vez ahora podamos charlar, señor Engstrom —jadeó, con las manos metidas en los bolsillos del abrigo y con ojos tristes—. Quizá podamos charlar ahora —repitió.