El neurólogo consultado colgó nuevamente las radiografías; trataba de localizar hundimientos de las paredes craneales, como si el cráneo hubiera sido golpeado una y otra vez con un martillo. El doctor Klein estaba detrás, con los brazos cruzados.
Los dos habían buscado lesiones, acumulación de líquido o una posible desviación de la glándula pineal. Ahora exploraban por si hubiera depresiones en la caja craneal, las cuales probarían la existencia de una presión intracraneal crónica.
No las encontraron. Era el jueves 28 de abril.
El neurólogo se quitó las gafas y las puso con cuidado en el bolsillo superior izquierdo de su chaqueta.
—Aquí no hay absolutamente nada, Sam. Nada que yo alcance a ver.
Klein miró hacia el suelo frunciendo el ceño y sacudió la cabeza.
—Sí, no se ve nada.
—¿Quiere tomarle otras?
—Creo que no. Voy a intentar una punción lumbar.
—Buena idea.
—Entretanto, me gustaría ver a la niña.
—¿Cómo está hoy?
—Bueno, yo… —Tintineó el teléfono—. Con permiso. —Tomó el receptor—. ¿Diga?
—Mistress MacNeil. Dice que es urgente.
—¿Por qué línea?
—Por la doce.
Apretó con fuerza el botón de la comunicación interior.
—Habla el doctor Klein, mistress MacNeil. ¿Qué sucede?
La voz sonaba agitada y al borde de la histeria.
—¡Dios mío, doctor, es Regan! ¿Puede venir en seguida?
—Bueno, ¿qué le pasa?
—No sé, doctor, ¡no puedo describirlo! ¡Por Dios, venga! ¡Venga ahora mismo!
—Salgo para allá.
Desconectó y llamó a la recepcionista.
—Susan, dígale a Dresner que se haga cargo de mis pacientes. —Colgó el teléfono y se quitó la bata—. Es ella. ¿Quiere venir? No hay más que cruzar el puente.
—Dispongo de una hora.
—Entonces, vamos.
A los pocos minutos estuvieron allí, y desde la puerta, donde los recibió Sharon, oyeron lamentos y gritos de terror que provenían del cuarto de Regan.
La mujer parecía asustada al decir:
—Soy Sharon Spencer. Entren. Está arriba.
Los condujo hasta la puerta de la habitación de Regan. La abrió y anunció:
—Los doctores, Chris.
Inmediatamente, Chris fue hacia la puerta, con la cara contraída por el pánico.
—¡Pase, pasen, por favor! —dijo con voz trémula—. ¡Entren y vean lo que está haciendo!
—Le presento al doctor…
En mitad de la presentación, Klein se interrumpió al mirar a Regan. Daba alaridos histéricos y sacudía los brazos, mientras su cuerpo parecía proyectarse horizontalmente por el aire, sobre la cama, para caer luego con violencia sobre el colchón, en un movimiento rápido y continuo.
—¡Oh, mamá, dile que pare! —chilló—. ¡Deténlo! ¡Está tratando de matarme!
¡Deténlo! ¡Detéeenlo, maaaamaaaá!
—¡Oh, mi querida! —gimió Chris mientras se metía un puño en la boca y lo mordía. Miró a Klein de modo suplicante—. Doctor, ¿qué es? ¿Qué pasa?
Él hizo un gesto negativo con la cabeza, con la mirada fija en Regan, mientras continuaba el fenómeno. Levantaba un pie cada vez y luego caía, con respiración entrecortada, como si unas manos invisibles la levantaran y dejaran caer.
Chris se cubrió los ojos con la mano temblorosa.
—¡Oh, Jesús, Jesús! —exclamó con voz ronca—. Doctor, ¿qué es esto?
Los movimientos cesaron de repente, y la niña empezó entonces a retorcerse de un lado a otro, con los ojos en blanco.
—Me está quemando… ¡Me quema! —gemía Regan—. ¡Oh, me quema, me quema…!
Rápidamente, sus piernas comenzaron a cruzarse y descruzarse.
Los doctores se acercaron, uno a cada lado de la cama. Sin dejar de retorcerse y agitarse, Regan arqueó la cabeza hacia atrás, dejando al descubierto una garganta hinchada y turgente. Comenzó a decir entre dientes algo incomprensible, en un tono extrañamente gutural.
—… eidanyoson… eidanyoson…
Klein se inclinó para tomarle el pulso.
—Bueno, vamos a ver qué pasa, pequeña —le dijo con dulzura.
De repente se tambaleó, aturdido y vacilante, a causa de un tremendo golpe descargado por el brazo de Regan, al tiempo que ella se incorporaba en la cama, con la cara contraída.
—¡Esta puerca es mía! —rugió con voz estentórea—. ¡Es mía! ¡Aléjense de ella! ¡Ella es mía!
Una risa parecida a un ladrido brotó de su garganta, y luego cayó de espaldas como si alguien la hubiese empujado.
—¡fóllenme! ¡Vamos, fóllenme! —les gritaba a los médicos.
Unos segundos más tarde, Chris salió corriendo del dormitorio, ahogando un sollozo.
Cuando Klein se acercó a la cama, Regan se abrazó a si misma, y con las manos se acarició los brazos.
—¡Ah, sí, querida! —canturreó con aquella voz extrañamente fuerte. Tenía los ojos cerrados, como en éxtasis—. Mi niña… mi flor… mi perla…
Y comenzó a retorcerse de nuevo, gimiendo una y otra vez palabras sin sentido. Bruscamente se sentó; sus ojos, desorbitados, miraban con fijeza e impotente terror.
Maulló como un gato.
Después ladró.
Luego relinchó.
Y, al fin, doblándose por la cintura, comenzó a hacer girar su torso en ligeros y enérgicos círculos. Jadeaba, tratando de respirar.
—¡Oh, deténganlo! ¡Háganlo detener! ¡No puedo respirar!
Klein había visto ya lo suficiente. Llevó su maletín hasta la ventana y, rápidamente, empezó a preparar una inyección.
El neurólogo permaneció junto al lecho de la niña y vio que se caía de espaldas, como si la hubieran empujado. Se le volvieron a poner los ojos en blanco y, revolcándose hacia ambos lados… empezó a mascullar frases incoherentes, con voz gutural. El neurólogo se acercó más para tratar de captar lo que decía. Luego vio que Klein le hacía señas. Se acercó a él.
—Le voy a dar «Librium» —dijo Klein con cautela, manteniendo la jeringa a la luz de la ventana—. Pero usted tendrá que sostenerla.
El neurólogo asintió. Parecía preocupado. Inclinó a un lado la cabeza, para escuchar el murmullo que venía de la cama.
—¿Qué está diciendo? —susurró Klein.
—No sé. Cosas incoherentes.
Sílabas sin sentido. —Pero su propia explicación pareció dejarlo insatisfecho—. Aunque lo dice como si significara algo. Tiene ritmo.
Klein hizo un gesto señalando hacia la cama, y se acercaron en silencio por ambos lados. Al verlos venir, la niña se puso tiesa, como con rigidez tetánica, y los médicos se miraron el uno al otro significativamente. Luego volvieron a mirar a Regan, que comenzaba a arquear su cuerpo hasta alcanzar una posición increíble, doblándolo hacia atrás como un arco, hasta que la punta de la cabeza tocó los pies.
Aullaba de dolor.
Los médicos cambiaron miradas dubitativas. Entonces Klein hizo una señal al neurólogo. Pero antes de que éste la pudiera coger, Regan cayó fláccida, en un súbito desmayo, y se orinó en la cama.
Klein se inclinó y le levantó un párpado. Le tomó el pulso…
—Seguirá desvanecida un rato —murmuró—. Creo que ha tenido una convulsión, ¿no le parece?
—Sí, eso creo.
—Bueno, asegurémonos para después —dijo Klein.
Con mano diestra, le aplicó la inyección.
—Y bien, ¿qué opina? —preguntó al neurólogo mientras apretaba una tela esterilizada en el punto de la inyección.
—Lóbulo temporal. Tal vez la esquizofrenia sea otra posibilidad, Sam, pero el ataque ha sido demasiado repentino. No tiene ningún antecedente, ¿verdad?
—No, no lo tiene.
—¿Neurastenia?
Klein hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Entonces, tal vez sea histeria —insinuó el neurólogo.
—Ya he pensado en eso.
—Claro. Pero tendría que ser un monstruo para poder retorcerse voluntariamente el cuerpo como lo ha hecho, ¿no cree? —Negó con la cabeza—. No, yo creo que es patológico, Sam… su fuerza, la paranoia, las alucinaciones. Esquizofrenia… bueno, tiene esos síntomas. Pero una lesión en el lóbulo temporal también provocaría convulsiones. Sin embargo, hay algo que me inquieta… —Desconcertado, se retiró frunciendo el ceño.
—¿A qué se refiere?
—Bueno, no estoy totalmente seguro, pero creo haber oído signos de disociación: «mi perla»…, «mi niña»…, «mi flor»… «la puerca». Tengo la impresión de que hablaba de sí misma. ¿A usted no le ha parecido lo mismo, o es que estoy tratando de ver más de lo que hay?
Klein se acarició el labio inferior mientras meditaba la pregunta.
—Francamente, de momento no se me ha ocurrido, pero ahora que usted lo señala… —Gruñó pensativo—. Podría ser. Sí, podría ser.
Luego alejó la idea con un encogimiento de hombros.
—Bueno, le voy a hacer una punción ahora mismo, aprovechando que está dormida, y puede ser que entonces sepamos algo.
El neurólogo asintió con la cabeza.
Klein hurgó en su maletín, cogió una píldora y se la metió en el bolsillo.
—¿Puede quedarse un rato?
El neurólogo miró el reloj.
—Tal vez media hora.
—Vamos entonces a hablar con la madre.
Salieron de la habitación al pasillo.
Chris y Sharon estaban apoyadas, cabizbajas, contra la baranda de la escalera. Al acercarse los médicos, Chris se secó la nariz con un pañuelo húmedo y estrujado. Tenía los ojos enrojecidos por el llanto.
—La niña está durmiendo —le dijo Klein.
—Gracias a Dios —suspiró Chris.
—Y le he dado un sedante fuerte. Quizá duerma hasta mañana.
—¡Qué bien! —exclamó Chris débilmente—. Doctor, lamento comportarme como una criatura.
—Se está portando muy bien —la consoló—. Es una prueba espantosa. A propósito, le presento al doctor David.
—¿Cómo está usted? —dijo Chris con una pálida sonrisa.
—El doctor es neurólogo.
—¿Qué opinan ustedes? —les preguntó.
—Bueno, pensamos que es una lesión del lóbulo temporal —respondió Klein— y…
—Por Dios, ¿de qué diablos me está hablando? —estalló Chris—. ¡Ha estado actuando como una psicópata, como si tuviera doble personalidad! Que… —de pronto se serenó y apoyó su frente en la mano—. No doy más de mí —dijo agotada—. Perdonen. —Dirigió a Klein una mirada ojerosa—. ¿Qué estaba diciendo?
Fue David el que respondió.
—No se han dado más de cien casos auténticos de desdoblamiento de personalidad, mistress MacNeil. Es un estado raro. Sé que la tentación sería recurrir a la Psiquiatría, pero cualquier psiquiatra responsable agotaría primero las posibilidades somáticas. Es el procedimiento más seguro.
—De acuerdo. ¿Qué viene ahora, entonces? —suspiró Chris.
—Una punción lumbar —contestó David.
—¿En la columna?
Asintió.
—Lo que no ha aparecido en las radiografías ni en el electroencefalograma podría mostrarse ahora. O, por lo menos, descartaría otras posibilidades. Querría hacerlo ahora, aquí mismo, mientras duerme. Le voy a poner anestesia local, por supuesto, para evitar que se mueva.
—¿Cómo podrá saltar en la cama de ese modo? —preguntó Chris, frunciendo la cara con expresión ansiosa.
—Bueno, creo que ya hemos hablado de eso —dijo Klein—. Los estados patológicos pueden originar una fuerza anormal y acelerar las funciones matrices.
—Pero no saben por qué —dijo Chris.
—Según parece, tiene algo que ver con la motivación —comentó David—. Es lo único que sabemos.
—Entonces, ¿podemos hacer la punción?
Mientras clavaba la vista en el suelo, Chris suspiró, relajándose.
—Pueden hacerlo —murmuró—. Hagan todo lo que sea necesario. Pero cúrenmela.
—Lo procuraremos —dijo Klein—. ¿Me permite usar el teléfono?
—Por supuesto; venga. Está en el despacho.
—A propósito —dijo Klein, cuando ella se volvió para precederlos—, tienen que cambiar las sábanas.
—Yo lo haré —dijo Sharon, y se fue hacia el dormitorio de Regan.
—¿Puedo prepararles café? —preguntó Chris, mientras los médicos la seguían escaleras abajo—. Le he dado la tarde libre al ama de llaves, de modo que habrá de ser instantáneo.
Ellos rehusaron.
—Veo que todavía no ha hecho arreglar la ventana —comentó Klein.
—No; ya hemos llamado —le dijo Chris—. Mañana traerán persianas que se puedan asegurar con cerrojo.
Él asintió.
Entraron en el despacho, desde donde Klein llamó a su consultorio y dio instrucciones a un ayudante para que mandara a la casa el instrumental necesario y la medicación.
—Y preparen el laboratorio para un análisis de líquido cefalorraquídeo —lo instruyó Klein—. Lo haré yo mismo después de la punción.
Cuando terminó de hablar, se volvió hacia Chris y le preguntó qué había sucedido desde que él vio a Regan por última vez.
—El martes —dijo Chris— no pasó nada. Se metió en la cama y durmió de un tirón hasta la mañana siguiente; luego… ¡Oh, no, no, espere! —se corrigió—. No fue así.
Willie comentó que la había oído en la cocina por la mañana muy temprano. Me acuerdo de que me alegré de que tuviera apetito de nuevo.
Pero se volvió a la cama, y permaneció en ella el resto del día.
—¿Durmiendo? —le preguntó Klein.
—No, leyendo —respondió Chris—. Entonces empecé a ver las cosas un poco mejor. Parecía como si el «Librium» hubiera sido lo que le hacía falta. Noté que estaba algo abstraída, y eso me molestó un poco; pero, aun así, era un gran progreso. Y anoche, tampoco nada. Hasta esta mañana, en que empezó de nuevo. —Inspiró profundamente—. ¡Y cómo empezó!
Sacudió la cabeza.
Estaba sentada en la cocina —dijo Chris a los médicos—, cuando Regan bajó corriendo las escaleras; gritando, se abalanzó sobre su madre, se escondió detrás de la silla, cogió a Chris por los brazos y le explicó, con voz aterrorizada, que el capitán Howdy la perseguía, que la había estado pinchando, dándole puñetazos, empujándola, diciéndole obscenidades, amenazando con matarla. «¡Ahí está!», había chillado, finalmente, señalando hacia la puerta de la cocina. Luego se derrumbó en el suelo, y su cuerpo se agitó en espasmos, mientras jadeaba y lloraba porque el capitán Howdy la estaba pateando.
Repentinamente —siguió diciendo Chris—, Regan se incorporó, se paró en medio de la cocina, con los brazos extendidos, y empezó a girar rápidamente, «como un trompo», y estuvo moviéndose así durante varios minutos, hasta caer exhausta en el suelo.
—Y luego, de pronto —terminó Chris, penosamente—, vi ese odio en sus ojos, ese odio, y me dijo… —Se atragantó—. Me dijo que era una… ¡Oh, Dios!
Se tapó los ojos con las manos, mientras sollozaba convulsivamente.
En silencio, Klein se dirigió al bar, abrió el grifo del agua y llenó un vaso. Se acercó a Chris.
—Pero ¿dónde hay un cigarrillo? —Chris suspiró trémula, limpiándose los ojos con el dorso de los dedos.
Klein le dio el agua y una pildorita verde.
—Pruebe con esto —le aconsejó.
—¿Es un tranquilizante?
—Sí.
—Deme dos.
—Con uno basta.
—¡Qué ahorrativo! —murmuró Chris, con una sonrisa pálida.
Se tragó la píldora y le devolvió el vaso, vacío, al médico.
—Gracias —dijo en voz baja, y apoyó la frente sobre sus dedos temblorosos. Movió la cabeza con suavidad—. Sí, ahí fue donde empezó —prosiguió pensativa todo lo demás. Como si ella fuera otra persona.
—¿Tal vez como si fuese el capitán Howdy? —preguntó David.
Chris levantó la vista y lo miró desconcertada. Él la miraba fijamente.
—¿Qué quiere decir? —preguntó.
—No sé. —Encogióse de hombros—. Ha sido sólo una pregunta.
Ella se volvió hacia la chimenea, con la mirada ausente y obsesionada.
—No sé —dijo opacamente—. Era como si fuese otra persona.
Hubo un momento de silencio.
Luego, David se levantó, dijo que había de irse porque tenía otra visita y, tras algunas frases de consuelo, se despidió.
Klein lo acompañó hasta la puerta.
—¿Va a comprobar el nivel de azúcar en el líquido? —le preguntó David.
—No, creo que no.
David esbozó una sonrisa.
—La verdad es que estoy preocupado por esto —dijo. Desvió la mirada, pensativo—. Es un caso muy extraño.
Durante un momento, se acarició la barbilla y pareció cavilar.
Después miró a Klein.
—Avíseme si encuentra algo.
—¿Estará en su casa?
—Sí. Llámeme.
Le dijo adiós con la mano y se marchó.
Pocos minutos después, al llegar el instrumental, Klein anestesió el área raquídea de Regan con novocaína, y, mientras Chris y Sharon miraban, extrajo el líquido cefalorraquídeo y leyó el manómetro.
—Presión normal —murmuró.
Cuando acabó, fue hasta la ventana para ver si el líquido era claro o turbio.
Era claro.
Cuidadosamente, guardó los tubos con el líquido en su maletín.
—No creo que lo haga, pero en caso de que se despierte en medio de la noche y arme un escándalo, necesitarían una enfermera que le administrara un sedante —dijo Klein.
—¿Puedo hacerlo yo misma? —preguntó Chris, preocupada.
—Y, ¿por qué no una enfermera?
Ella no quiso mencionar la profunda desconfianza que sentía respecto a médicos y enfermeras.
—Prefiero hacerlo yo —dijo simplemente—. ¿Puedo?
—Las inyecciones tienen su técnica —respondió él—. Una burbuja de aire puede ser muy peligrosa.
—Yo sé cómo se hace —medió Sharon—. Mi madre tenía una clínica en Oregón.
—¿Serías capaz de hacerlo, Sharon? ¿Te quedarías esta noche? —le preguntó Chris.
—Después de esta noche —previno Klein— puede necesitar suero intravenoso; depende de cómo siga el proceso.
—¿No me podría enseñar a hacerlo? —le preguntó Chris, ansiosa.
Él asintió.
—Sí, supongo que sí.
Extendió una receta de «Thorazine» soluble y jeringa de las que se usan y se tiran. Se la entregó a Chris.
—Encargue que se lo preparen en seguida.
Chris se la alargó a Sharon.
—Hazlo por mí, ¿quieres? No tienes más que hablar, y lo mandarán. Me gustaría estar con el doctor mientras hace esos análisis… ¿No le molesta? —preguntó al médico.
Él notó la tensión que circuía sus ojos, su mirada de ansiedad e impotencia. Hizo un gesto afirmativo.
—Sé cómo se siente. —Le sonrió con amabilidad—. Yo me siento igual cuando hablo de mi coche con los mecánicos.
Salieron de la casa exactamente a las 6.18 de la tarde.
En su laboratorio del Complejo Médico Rosslyn, Klein hizo una serie de análisis. Primero analizó el porcentaje de proteínas.
Normal.
Luego hizo un recuento hemático.
—Demasiados hematíes —explicó Klein— revelarían hemorragia. Y demasiados leucocitos demostrarían la existencia de una infección.
Buscaba, en particular, una infección micótica, que era, a menudo, la causa de un comportamiento extraño. Sacó otro papel para recetar.
Por fin, Klein analizó el índice de glucosa del líquido cefalorraquídeo.
—¿Por qué? —le preguntó Chris, muy interesada.
—La cantidad de glucosa en el líquido cefalorraquídeo ha de ser los dos tercios de la que se encuentre normalmente en la sangre.
Si el índice está significativamente por debajo de esa proporción, ello revelaría una enfermedad en la cual las bacterias consumen el azúcar del líquido cefalorraquídeo.
Si fuese así, ésa sería la razón de su comportamiento.
Pero encontró un nivel normal.
Chris sacudió la cabeza y cruzó los brazos.
—Entonces estamos igual que antes —murmuró desanimada.
Klein meditó durante unos minutos. Finalmente, se volvió hacia Chris.
—¿Tiene usted alguna droga en su casa? —le preguntó.
—¿Eh?
—¿Anfetaminas? ¿LSD?
—¡No! Si la tuviera, ya se lo habría dicho. No, no hay nada de eso.
Él asintió y bajó la cabeza.
Luego, levantó la vista y dijo:
—Bueno, entonces creo que ha llegado el momento de consultar a un psiquiatra, mistress MacNeil.
Volvió a su casa exactamente a las 7.21 de la tarde.
Desde la puerta llamó a Sharon.
Pero no estaba.
Chris subió al dormitorio de Regan. Aún dormía profundamente.
No había ni una arruga en la ropa de cama. Notó que la ventana estaba abierta de par en par. Olía a orina. Sharon debe de haberla abierto para renovar el aire, pensó. La cerró. ¿Dónde se habrá ido?
Chris volvió a la planta baja, justamente cuando llegaba Willie.
—Hola, Willie. ¿Te has divertido?
—Tiendas. Cine.
—¿Dónde está Karl?
Willie hizo un gesto, como si quisiera alejar de sí el pensamiento.
—Esta vez me dejó ir a ver «Los Beatles». A mí sola.
—¡Estupendo!
Willie levantó dos dedos formando una V. Eran las 7.35.
A las 8.01, cuando Chris estaba en el despacho hablando por teléfono con su representante, Sharon entró con varios paquetes, se dejó caer en una silla y esperó.
—¿Adónde has ido? —le preguntó Chris cuando colgó el teléfono.
—¡Oh!, ¿no te ha dicho nada él?
—¿Quién no me ha dicho qué?
—Burke. ¿No está aquí? ¿Dónde está?
—¡Ah!, ¿pero ha estado aquí?
—¿Quieres decir que no estaba cuando llegaste?
—Mira, explícamelo todo —dijo Chris.
—¡Oh, ese loco! —refunfuñó Sharon moviendo la cabeza—. El farmacéutico no podía mandar las cosas, de modo que cuando vino Burke pensó que él se podía quedar aquí mientras yo iba a buscar el «Thorazine». —Se encogió de hombros—. Tendría que haberme imaginado que haría eso.
—Lo mismo digo. Y entonces, ¿qué has comprado?
—Como me pareció que tenía tiempo, fui a comprar una tela impermeable para la cama de Regan. —Se la mostró.
—¿Has comido?
—No. Pensaba hacerme un bocadillo. ¿Quieres uno?
—Buena idea. Vamos a comer.
—¿Qué resultado han dado los análisis? —preguntó Sharon mientras caminaba lentamente hasta la cocina.
—No han encontrado nada. Todos negativos. Voy a tener que llevarla a un psiquiatra —respondió Chris con voz apagada.
Después de tomar los bocadillos y el café, Sharon enseñó a Chris a poner inyecciones.
—Las dos cosas más importantes —explicó— son comprobar que no haya burbujas de aire y estar segura de no pinchar una vena. Aspira un poquito, así —le demostró—, y fíjate que no haya sangre en la jeringa.
Chris practicó un rato en un pomelo. Luego, a las 9.28, sonó el timbre de la puerta. Willie fue a abrir. Era Karl. Al pasar por la cocina, camino de su habitación, saludó con un ademán de cabeza y dijo que se había olvidado la llave.
—No puedo creerlo —dijo Chris a Sharon—. Es la primera vez en su vida que reconoce un error propio.
Pasaron la velada viendo la televisión en el despacho.
A las 11.46, Chris atendió el teléfono. Era el joven ayudante de dirección. Su voz parecía grave.
—¿No has oído aún las noticias, Chris?
—No; ¿qué pasa?
—Una mala noticia.
—¿Cuál? —preguntó.
—Burke está muerto.
Se había emborrachado. Había tropezado. Se había caído por la empinada escalinata; un peatón lo vio derrumbarse hacia la noche sin fin. Se rompió el cuello. Un final escalofriante y sangriento, su última escena.
El teléfono se le resbaló de las manos, mientras Chris lloró en silencio, de pie y vacilante.
Sharon corrió a sostenerla, colgó el teléfono y la llevó hasta un sofá.
—Ha muerto Burke —sollozó Chris.
—¡Oh, Dios mío! —jadeó Sharon—. ¿Qué ha pasado?
Pero Chris no podía hablar aún. Lloraba.
Más tarde hablaron. Durante horas. Hablaron. Chris bebió.
Contó recuerdos de Dennings. Ora reía, ora lloraba.
—¡Oh, Dios! —suspiraba—. ¡Pobre Burke…, pobre Burke…!
Su sueño de muerte se le presentaba constantemente.
Poco después de las cinco de la mañana, Chris se encontraba de pie, pensativa, detrás del bar, con los codos apoyados, cabizbaja y la mirada triste.
Estaba esperando que Sharon volviera con hielo de la cocina.
La oyó venir.
—Todavía no lo puedo creer —suspiró Sharon al entrar en el despacho.
Chris levantó la vista y se quedó petrificada.
Deslizándose como una araña, rápidamente, detrás de Sharon y cerca de ella, con el cuerpo doblado en arco para atrás y la cabeza casi tocándole los pies, estaba Regan, que sacaba la lengua de la boca, y la volvía a meter en ella, mientras silbaba igual que una víbora.
—¡Sharon! —dijo Chris atontada, mirando aún a Regan.
Sharon se detuvo. Regan también. Sharon se volvió y no vio nada. Y luego gritó al sentir la lengua de Regan lamiéndole los tobillos.
Chris empalideció.
—¡Llama al doctor en seguida! ¡Que venga ahora mismo!
Adondequiera que iba Sharon, Regan la seguía.