CAPÍTULO SEXTO

El miércoles, 11 de mayo, estaban de vuelta en casa.

Metieron en cama a Regan, pusieron un cerrojo en las persianas y quitaron todos los espejos de su dormitorio y del baño.

… intervalos lúcidos cada vez menos frecuentes; además, ahora se produce una pérdida total de la conciencia durante los ataques.

Esto, que es nuevo, descartaría, al parecer, la historia genuina.

Mientras tanto, uno o dos síntomas en el campo de lo que llamamos fenómenos parapsíquicos han…

El doctor Klein pasó por la casa para enseñar a Chris y Sharon a administrar a la niña suero «Sustagen» durante los períodos de coma. Insertó la sonda nasogástrica.

—Primero…

Chris se esforzaba en observar y, al mismo tiempo, no ver la cara de su hija; en retener las palabras que decía el médico y olvidar otras que había oído en la clínica. Se filtraban en su alma como la llovizna a través de las ramas de un sauce llorón.

—Ha dicho usted «ninguna religión», ¿verdad, Miss MacNeil? ¿Ninguna educación religiosa en absoluto?

—Tal vez sólo «Dios». Usted me entiende, algo muy genérico.

¿Por qué?

—Para empezar, debo decirle que el contenido de muchos de sus desvaríos —aparte las incoherencias que farfullaba— ha tenido fundamentos religiosos. ¿Dónde cree usted que los puede haber adquirido?

—Deme un ejemplo.

—Pues bien, aquí tiene uno:

«Jesús y María, sesenta y nueve». Klein había introducido la sonda en el estómago de Regan.

—Primero deben comprobar si ha entrado líquido en el pulmón —les indicó, pellizcando el tubo para impedir el paso del suero—. Si…

—… síndrome de un tipo de alteraciones que raramente se observa ya, excepto en las culturas primitivas. Nosotros la llamamos posesión sonambuliforme. Honestamente, no sabemos mucho sobre ella; sólo que empieza con algún conflicto o sentimiento de culpa que evidentemente, conduce al delirio del enfermo, convencido de que se ha posesionado de él una inteligencia extraña, un espíritu, si se quiere. Antes se creía que tal entidad posesora era siempre el demonio. Sin embargo, en casos relativamente modernos, es generalmente el espíritu de algún muerto, a menudo, alguien a quien el enfermo ha conocido o visto y del que puede, inconscientemente, imitar la voz, la forma de hablar y a veces, incluso sus facciones. Ellos…

Después de que el preocupado doctor Klein abandonara la casa, Chris habló por teléfono con su representante en Beverly Hills y le anunció, con tono desanimado, que no dirigiría la película.

Luego llamó a Mrs. Perrin. Había salido. Chris colgó el teléfono con un creciente sentimiento de desesperación. Alguien. Tendría que conseguir ayuda de…

—… Los casos más fáciles de tratar son aquellos en que la entidad posesora es el espíritu de algún muerto. Casi nunca se observan paroxismo, hiperactividad o excitación motora. Sin embargo, en el otro importante tipo, o sea, el de posesión sonambuliforme, la nueva personalidad es siempre agresiva, hostil respecto a la primera. De hecho su principal objetivo es destruir, torturar y, a veces, incluso matar.

Se envió a la casa un juego de correas de sujeción. Chris, pálida y agotada, contempló cómo Karl las aseguraba en la cama de Regan y en sus muñecas. Luego, mientras Chris le movía las almohadas en un intento por centrarlas debajo de la cabeza, el suizo se enderezó y miró compasivamente el demacrado semblante de la niña.

—¿Mejorará? —preguntó.

Un dejo de emoción había teñido sus palabras; las pronunció como subrayándolas levemente por la preocupación.

Pero Chris no podía contestarle. Mientras Karl le hablaba, ella había tomado un objeto que se hallaba debajo de la almohada de Regan.

—¿Quién ha puesto aquí este crucifijo? —preguntó.

—El síndrome es sólo la manifestación de algún conflicto, de alguna culpa, por lo que tratamos de llegar a él, de saber qué es.

En tal caso, el mejor procedimiento es la hipnosis.

Sin embargo, no pudimos hacerlo con ella. Así, probamos con narcosíntesis —esto es, un tratamiento a base de narcóticos—, pero francamente, me parece que va a ser otro camino sin salida.

—Entonces, ¿qué sigue ahora?

—Tiempo; me temo que lo único que quede sea esperar. Tendremos que seguir intentando, en espera de que se produzca algún cambio.

Entretanto, habrá que internarla para…

Chris encontró a Sharon en la cocina preparando la máquina de escribir sobre la mesa. Hacía poco la había traído del cuarto de los juguetes, en el sótano. Willie cortaba rebanadas de zanahorias en el fregadero, para hacer un guiso.

—¿Has sido tú la que ha puesto el crucifijo debajo de su almohada, Shar? —preguntó Chris, con gran tensión.

—¿Qué…? —respondió Sharon desconcertada.

—¿No has sido tú?

—Chris, no sabes lo que estás diciendo. Mira, ya te lo dije en el avión: lo único que le he dicho a Rags en este sentido es que «Dios creó el mundo», y tal vez algunas cosas sobre…

—Está bien, Sharon, está bien, te creo, pero…

—Yo no lo he puesto —refunfuñó Willie, a la defensiva.

—¡Pues alguien lo ha tenido que poner! —estalló Chris; luego se dirigió a Karl, cuando éste entró en la cocina y abrió la nevera—. Mire, le voy a preguntar nuevamente —gritó en un tono que lindaba con la estridencia—: ¿Ha sido usted el que ha puesto ese crucifijo debajo de su almohada?

—No, señora —contestó él en el mismo tono. Envolvía cubitos de hielo en una toalla—. No, yo no he puesto ningún crucifijo.

—¡Pero no ha podido entrar andando! ¡Uno de ustedes miente! —Su voz atronaba la estancia—. ¡Me van a decir quién lo puso ahí, quién…! —Bruscamente se hundió en un sillón y empezó a llorar sobre sus temblorosas manos—. ¡Perdón, perdón, no sé lo que digo! —lloró—. ¡Oh, Dios mío, no sé lo que digo!

Willie y Karl observaron en silencio cómo Sharon se acercaba a ella y le acariciaba el cuello con una mano.

—Está bien, está bien…

Chris se secó la cara con la manga.

—Sí, supongo que el que lo haya puesto lo habrá hecho con buena intención.

—Mire, se lo digo nuevamente, y le aconsejo que me crea: ¡No la voy a meter en ninguna casa de salud!

—Es…

—¡No me importa cómo lo llame usted! ¡No la voy a tener lejos de mí!

—Bueno, lo lamento mucho.

—Sí, ¡laméntelo! ¡Oh, Dios!

¡Ochenta y ocho médicos y lo único que me pueden decir es…!

Chris encendió un cigarrillo, lo aplastó nerviosamente en el cenicero y subió a ver a Regan. Abrió la puerta. En la penumbra de la habitación distinguió una figura junto a la cama, sentada en una silla de madera de respaldo recto. Karl. ¿Qué estaba haciendo? —se preguntó.

Al acercarse Chris, él no levantó la vista, sino que la mantuvo fija en la cara de la niña. La tocaba con un brazo extendido. ¿Qué tenía en la mano? Cuando Chris llegó junto a la cama, vio lo que era: la toalla con el hielo, que había preparado en la cocina; refrescaba la frente de Regan.

Conmovida, se quedó mirando extrañada, y cuando vio que Karl no se movía ni demostraba haber advertido su presencia, dio media vuelta y abandonó la habitación.

Fue a la cocina, tomó café cargado y se fumó otro cigarrillo.

Luego, siguiendo un impulso, se dirigió al estudio.

Quizá… quizá…

—… una remota posibilidad a lo sumo, ya que la posesión está vagamente relacionada con la histeria por el hecho de que el origen del síndrome es casi siempre la autosugestión. Su hija tiene que haber conocido la posesión, creído en ella y conocido algunos de sus síntomas, de modo que ahora su subconsciente formaría el síndrome.

Si es posible establecer eso, se puede intentar una forma de cura por autosugestión. En estos casos, yo sería partidario del tratamiento por shock, aunque supongo que la mayoría de mis colegas no estarían de acuerdo. Bien, le repito que es una posibilidad remota, y ya que usted se opone a que internemos a su hija, voy…

—¡Dígame el nombre, por Dios! ¿Qué es?

—¿Ha oído hablar alguna vez de exorcismo, mistress MacNeil?

Los libros que había en el despacho formaban parte de la decoración, y Chris no los había hojeado nunca. Ahora los examinaba, y buscaba, buscaba…

—… rituales estilizados, ya pasados de moda, en los cuales rabinos y sacerdotes trataban de alejar el espíritu. Solían dar resultado. El hecho de que la víctima creyera en la posesión contribuía a causar ésta, o, por lo menos, a favorecer la aparición del síndrome. Del mismo modo, la creencia en el poder del exorcismo puede hacer que desaparezca dicho síndrome. Veo que frunce usted el ceño. Quizá debería contarle algo de los aborígenes australianos.

Están convencidos de que morirán si un brujo les manda «el rayo de la muerte» a distancia. Y el hecho es que ¡Se mueren! Se acuestan y se mueren ¡Lentamente! Lo único que los salva, a veces, es una forma similar de sugestión: ¡Un «rayo» neutralizante de otro hechicero!

—¿Me está diciendo que la lleve a un hechicero?

—No propiamente a un hechicero, sino a un sacerdote. Es un consejo insólito, lo sé, y aun peligroso, a menos que podamos saber a ciencia cierta si Regan conocía algo de posesión, y particularmente de exorcismo, antes de que enfermara. ¿Cree usted que pueda haber leído algo sobre el tema?

—No.

—¿O que haya visto alguna película de este tipo? ¿Algo por televisión?

—Tampoco.

—¿Que haya leído los Evangelios? ¿El Nuevo Testamento?

—¿Por qué?

—Hay bastantes relatos de posesión en los Evangelios, exorcismos realizados por Cristo. Las descripciones de los síntomas son las mismas que en los casos de posesión actuales. Si usted…

—Mire, es inútil. No se moleste, no siga. Lo único que me faltaría es que su padre se enterase de que he consultado a una sarta de…

La uña del dedo índice de la mano derecha de Chris rasgueaba lentamente las páginas, libro tras libro.

Nada. Ninguna Biblia.

Ningún Nuevo Testamento. Ningún…

—¡Un momento!

Sus ojos se lanzaron precipitadamente sobre un título que se destacaba en el estante de abajo.

El libro sobre brujería que le había enviado Mary Jo Perrin.

Chris lo sacó, lo abrió y buscó en el índice, mientras hacía correr su dedo…

—¡Aquí!

El título de un capítulo latía como palpitaciones del corazón:

«Estados de posesión». Cerró el libro y los ojos simultáneamente, mientras se preguntaba: Tal vez… sólo tal vez

Abrió los ojos y se dirigió a la cocina. Sharon escribía a máquina. Chris le mostró el libro.

—¿Has leído esto, Shar?

La rubia siguió tecleando, sin levantar la vista.

—¿Qué? —respondió.

—Este libro sobre brujería.

—No.

—¿Lo has puesto tú en el despacho?

—No. Nunca lo he tocado.

—¿Dónde está Willie?

—En el mercado.

Chris asintió y quedó pensativa. Luego subió nuevamente al cuarto de Regan. Mostró el libro a Karl.

—¿Ha puesto usted este libro en el despacho, Karl?

—No, señora.

—Quizá Willie —murmuró Chris, mirando el libro. La punzaban indicios de conjeturas.

¿Tendrían razón los médicos de la «Clínica Barringer»? ¿Sería aquello? ¿Se habría provocado Regan su trastorno por medio de la autosugestión, a través de las páginas de aquel libro? ¿Se citarían allí sus síntomas? ¿Algo parecido a lo que Regan hacía?

Chris se sentó a la mesa, abrió el libro por un capítulo sobre la posesión y empezó a buscar, a investigar, a leer:

«Directamente derivado de la creencia común en demonios, tenemos el fenómeno conocido como posesión, estado en el cual muchas personas creían que sus funciones mentales y físicas habían sido invadidas y dominadas por un demonio (lo cual era muy frecuente en el período que estamos tratando) o por el espíritu de un muerto. No hay época de la Historia ni parte del Planeta en los que no se hayan referido casos como éstos y en términos semejantes. Sin embargo, aún han de ser explicados en forma adecuada. Desde el estudio definitivo hecho por Traugott Oesterreich, publicado en 1921, muy poco se ha agregado a lo ya conocido, pese a los avances de la Psiquiatría».

¿No estaban totalmente explicados? Chris frunció el ceño. Ella tenía una impresión distinta de la de los médicos.

«Sólo se sabe que distintas personas, en distintos momentos, sufrieron transformaciones tan profundas, que quienes las rodeaban creían estar tratando con otras personas. No sólo se alteran la voz, las facciones y movimientos característicos, sino que el sujeto se considera incluso totalmente distinto de la persona original, con un nombre —sea humano o diabólico y una historia propios».

Los síntomas. ¿Dónde estaban los síntomas?, se preguntaba Chris, impaciente.

«En el Archipiélago Malayo, donde aún es frecuente la posesión, el espíritu de algún muerto hace a menudo que el poseso imite, de una manera tan real, ademanes, voz y modos, que los familiares del muerto estallan en sollozos. Aparte la llamada “casi posesión” —o sea, los casos que son, esencialmente, fraude, paranoia e histeria—, el problema lo ha constituido la interpretación de los fenómenos. La interpretación más antigua es la espiritista, impresión que parece tener fundamento para afirmarse en el hecho de que la personalidad intrusa llega a adquirir talentos que le eran desconocidos a la primera. En la forma diabólica de la posesión, por ejemplo, el “demonio” puede hablar en idiomas que no conocía la personalidad original, o…».

¡Aquí! ¡Algo! ¡La jerga de Regan! ¿Un intento de idiomas? Siguió leyendo rápidamente.

«… o manifestar varios fenómenos parapsíquicos, por ejemplo, telecinesia, o sea, el mover objetos a distancia sin aplicación de fuerza material».

¿Y los golpes? ¿Y la cama que subía y bajaba?

«… En los casos de posesión por personas muertas se dan manifestaciones, tales como la que explica Oesterreich relativa a un monje que, estando poseído, se convirtió de pronto en un brillante bailarín, siendo así que antes de la posesión nunca había sabido dar ni un paso de baile. Estas manifestaciones son tan impresionantes a veces, que el psiquiatra Jung, luego de estudiar detenidamente un caso, pudo dar sólo una explicación parcial de aquello de lo que estaba seguro que “no era fraude”».

Inquietante. Lo que seguía era inquietante.

«… y William James, el más grande psicólogo que haya producido América, recurrió a proponer la “credibilidad de la interpretación espiritista del fenómeno”, luego de estudiar profundamente el caso de la llamada “Maravilla de Watseka”, una adolescente de Watseka (Illinois), que llegó a ser indistinguible de la personalidad de una niña llamada Mary Roff, fallecida en un asilo estatal, doce años antes de la posesión…».

Ceño fruncido, Chris no oyó que sonaba el timbre de la puerta de entrada; no oyó que Sharon dejaba de teclear y se levantaba para abrir.

«Generalmente se acepta que la forma diabólica de la posesión tuvo sus orígenes en la primera época de la cristiandad, aunque, de hecho, tanto la posesión como el exorcismo son anteriores a la venida de Cristo. Los antiguos egipcios, lo mismo que las primeras civilizaciones del Tigris y el Éufrates, creían que los trastornos físicos y mentales eran causados por demonios que se introducían en el cuerpo. He aquí, por ejemplo, la fórmula del exorcismo contra las enfermedades de los niños en el antiguo Egipto: “Vete, tú que vienes de la oscuridad, que tienes la nariz torcida y la cara contrahecha. ¿Has venido a besar a este niño? No te lo permitiré”…».

—¿Chris?

Ella siguió leyendo absorta.

—Shar, estoy ocupada.

—Hay un detective de Homicidios que quiere verte.

—¡Oh, Dios, Shar, dile que…!

Se interrumpió.

—¡No, no, espera! —Chris frunció el ceño y siguió con la vista clavada en el libro—. No, dile que entre.

Ruido de pasos.

Ruido de espera.

¿Qué espero?, se preguntó Chris. Sintió aquella expectativa que le resultaba familiar y, al mismo tiempo, indefinida como un sueño vívido que nunca puede uno recordar exactamente al despertar.

Entró acompañado de Sharon, con el arrugado sombrero en la mano, la respiración jadeante, deferente.

—Perdóneme. ¿Está usted ocupada? ¿Molesto?

—¿Qué tal va el mundo?

—Muy, muy mal. ¿Cómo está su hija?

—Sin novedad.

—Lo lamento mucho, sinceramente. —Era una figura tosca, que transpiraba preocupación por los párpados, detenida junto a la mesa—. Ni por asomo se me ocurriría molestar a su hija. Sabe Dios que cuando mi Ruthie estaba en cama con… no, no; fue Sheila, la más pequeñita…

—Siéntese, por favor —lo interrumpió Chris.

—Gracias —dijo mientras se sentaba en una silla al otro lado de la mesa, frente a Sharon, que volvía a mecanografiar cartas.

—Perdón, ¿qué me estaba diciendo? —preguntó Chris al detective.

—Bueno, mi hija… ¡Oh, no importa! —Hizo un ademán como para alejar el pensamiento. Está usted ocupada. Si le cuento la historia de mi vida, podría hacer una película con ella. ¡En serio! ¡Es increíble! Si sólo supiera la mitad de las cosas que solían ocurrir en mi original familia, como mi… bueno, usted está… ¡Pero le voy a contar una! Mi madre nos ponía salmón todos los viernes. Pero la semana entera, toda la semana, nadie se podía bañar, porque mi madre tenía el pez metido en la bañera, nadando de arriba abajo; mi madre decía que así se le iba el veneno que encerraba. ¿Le basta con esto?

Porque… No, con esto es suficiente por ahora. —Suspiró, cansado, haciendo un gesto con la mano, como si desechara el pensamiento—. Pero es bueno sonreír de vez en cuando, aunque sea sólo para no echarnos a llorar.

Chris lo observaba inexpresiva, esperando…

—¡Ah, veo que está leyendo! —Miró el libro sobre brujería—. ¿Es para una película? —quiso saber.

—No, lo leo por gusto.

—¿Es bueno?

—Hace un momento que lo empecé.

—Brujería —murmuró, con la cabeza inclinada, leyendo el título en los folios.

—Bueno, ¿qué pasa? —le preguntó Chris.

—¡Ah, sí, perdone! Veo que está ocupada. Termino en seguida. Como ya le he dicho, no la molestaría si no fuera porque…

—¿Por qué?

De repente se puso serio y, apoyando los codos en la mesa, entrelazó sus manos.

—El caso de míster Dennings, mistress MacNeil…

—Sí…

—¡Maldita sea! —exclamó Sharon irritada, sacando de un tirón una carta de la máquina. Hizo una bola con la hoja y la arrojó a la papelera que estaba cerca de Kinderman—. Perdón —se disculpó al ver que su exclamación los había interrumpido.

Chris y Kinderman la miraron.

—¿Es usted la señorita Fenster? —le preguntó Kinderman.

—Spencer —dijo Sharon, empujando su silla hacia atrás para levantarse y recuperar la carta.

—No importa, no importa —dijo Kinderman mientras se agachaba para coger del suelo la bola de papel.

—Gracias —dijo Sharon.

—De nada. Perdone, ¿es usted la secretaria?

—Sharon, el señor…

—Kinderman —le recordó el detective—. William Kinderman.

—Sí. La señorita Sharon Spencer.

—Es un placer —dijo Kinderman a la rubia, que había cruzado los brazos sobre la máquina de escribir, para examinarlo detenidamente—. Tal vez me pueda ayudar —agregó—. La noche de la muerte de míster Dennings, usted fue a la farmacia y lo dejó solo en la casa, ¿verdad?

—No. También estaba Regan.

—Regan es mi hija —le aclaró Chris.

Kinderman siguió interrogando a Sharon.

—¿Vino a ver él a mistress MacNeil?

—Sí.

—¿Esperaba él que ella volviera en seguida?

—Yo le dije que creía que vendría de un momento a otro.

—Muy bien. ¿Y a qué hora se fue usted? ¿Se acuerda?

—Veamos. Estaba viendo el noticiario, de modo que… no, espere… sí, fue así. Recuerdo que me enojé porque el farmacéutico me dijo que el repartidor ya se había ido a su casa, y yo me quejé de que eran sólo las seis y media. Luego vino Burke, diez o tal vez veinte minutos más tarde. Pongamos a las seis cuarenta y cinco —concluyó.

—¿Y a qué viene todo eso? —preguntó Chris, cada vez más tensa.

—A que plantea un interrogante, mistress MacNeil —jadeó Kinderman, que se volvió para mirarla—. Llegar a casa, por ejemplo, a las siete menos cuarto e irse sólo veinte minutos después…

—Así era Burke —dijo Chris—. Cosas muy suyas.

—¿También tenía por costumbre frecuentar los bares?

—No.

—Ya me lo parecía. Lo verifiqué. ¿Y tampoco solía coger taxis? ¿No llamó un taxi desde aquí, al irse?

—Pudo haberlo hecho.

—Me pregunto también qué hacía caminando por la explanada superior de la escalinata. Y por qué las Compañías de taxis no tienen en sus registros ninguna llamada desde esta casa aquella noche —agregó Kinderman—, aparte la hecha por Miss Spencer exactamente a las seis cuarenta y siete.

—No sé… —respondió Chris con una voz impersonal… a la espera.

—¿Sabía usted todo eso desde el principio? —dijo Sharon, perpleja.

—Sí, perdóneme —le respondió el detective—. Sin embargo, el asunto se ha puesto serio ahora.

Chris, casi conteniendo la respiración, miró fijamente al detective.

—¿En qué sentido? —preguntó con un hilito de voz.

Él se inclinó, con las manos aún entrelazadas sobre la mesa; la bola de papel se interponía entre ellos.

—El informe del forense, señora, parece indicar que la posibilidad de una muerte accidental es todavía muy factible. Pero…

—¿Quiere usted decir que es posible que fuera asesinado? —inquirió Chris, tensa.

—La posición… sé que esto la va a afectar…

—Prosiga.

—La posición de la cabeza de Dennings y ciertos desgarros de los músculos del cuello indicarían…

—¡Oh, Dios! —Chris dio un respingo.

—Sí, es doloroso. Lo lamento, lo lamento mucho. Podemos evitar los detalles, pero esto no podría haber ocurrido nunca a menos que el señor Dennings se hubiera caído desde cierta altura antes de estrellarse contra los escalones; por ejemplo, unos seis u ocho metros antes de rodar hasta el fondo. De modo que una posibilidad, hablando sencillamente, sería… Pero antes quisiera preguntarle… —Se volvió, frunciendo el ceño, hacia Sharon—. Cuando se fue usted, ¿dónde se encontraba míster Dennings? ¿Con la niña?

—No, aquí abajo, en el despacho. Se estaba sirviendo un trago.

—¿No podría acordarse su hija de si míster Dennings estuvo en su dormitorio aquella noche? —preguntó a Chris.

Pero ¿estaría sola alguna vez con él?

—¿Por qué lo pregunta?

—¿Podría recordarlo su hija?

—No, ya le he dicho que le habían administrado sedantes fuertes y…

—Sí, sí, me lo dijo usted, es verdad; ahora me acuerdo. Pero tal vez se despertó y…

—En absoluto. Y…

—¿También le habían administrado sedantes fuertes —la interrumpió— cuando hablamos la última vez?

—Casualmente, sí —recordó Chris—. ¿Por qué?

—Creo que la vi en la ventana aquel día.

—Es imposible.

—Podría ser, podría ser. No estoy seguro.

—Escuche, ¿por qué me pregunta todo esto? —interrogó Chris.

—Porque, como le he dicho, existe una posibilidad: la de que míster Dennings estuviera tan borracho que tropezara y cayera desde la ventana del dormitorio de su hija. Chris movió la cabeza.

—No puede ser. De ninguna manera. En primer lugar, porque la ventana estuvo siempre cerrada, y en segundo lugar, porque Burke estaba siempre borracho, pero nunca perdido del todo. ¿No es cierto, Shar?

—Exacto.

—Burke dirigía películas en tal estado. ¿Cómo podría, entonces haber tropezado y caído por la ventana?

—Quizás esperaba usted otras visitas aquella noche.

—No.

—¿No tiene amigos que se presenten sin avisar?

—No. Eso lo hacía sólo Burke —respondió Chris—. ¿Por qué?

El detective bajó la cabeza, la sacudió, frunció el ceño y contempló atentamente el papel arrugado que tenía entre las manos.

—Extraño… desconcertante… —suspiró, con ademán cansino—. Desconcertante. —Luego levantó la vista hacia Chris—. Míster Dennings viene a visitarla, se queda sólo veinte minutos, no puede verla y se va, dejando completamente sola a una niña muy enferma. Y hablando con franqueza, mistress MacNeil, como usted dice, no es probable que cayera de una ventana. Por otra parte, una caída no le produciría en el cuello lo que encontramos nosotros: se trata sólo de una posibilidad entre mil. —Hizo un gesto con la cabeza señalando el libro sobre brujería—. ¿No ha encontrado en ese libro nada sobre asesinatos rituales?

Sintiendo una premonición escalofriante, Chris negó con la cabeza.

—Tal vez no en este libro —añadió él—. Sin embargo, y discúlpeme, pues digo esto sólo porque así tal vez pueda pensar algo más, descubrieron al pobre míster Dennings con la cabeza torcida hacia atrás como en los asesinatos rituales cometidos por los llamados demonios, mistress MacNeil.

Chris se puso lívida.

—Algún lunático mató a míster Dennings —continuó el detective, mirando fijamente a Chris—. Al principio no le dije nada para evitarle este dolor. Y, además, porque, desde el punto de vista técnico, podría haber sido un accidente. Pero yo no lo creo. Es sólo una corazonada. Mi opinión es ésta: primero, creo que lo mató un hombre muy fuerte; segundo, la fractura del cráneo, más las restantes lesiones que ya he mencionado, harían probable (probable, no cierto) que míster Dennings fuese asesinado primero y luego arrojado por la ventana del cuarto de su hija. Pero no había nadie allí, excepto ella. Entonces, ¿cómo podría haber sucedido? Sólo si hubiera venido alguien entre el momento en que se fue Miss Spencer y usted volvió. ¿No le parece? Tal vez sí. Ahora le vuelvo a preguntar: por favor, ¿quién pudo haber venido?

—¡Cielo santo, espere un segundo! —murmuró Chris ásperamente, todavía bajo el efecto del shock.

—Sí, lo siento. Es doloroso. Y tal vez me equivoque. En ese caso, lo reconocería. Pero ¿lo pensará? ¿Quién? Dígame quién pudo haber venido.

Chris permaneció con la cabeza baja y el ceño fruncido, en un esfuerzo de concentración. Luego levantó la vista hacia Kinderman.

—No. No puedo pensar en nadie.

—¿Y usted, Miss? —le preguntó—. ¿Viene alguien a visitarla a veces?

—¡Oh, no, nadie! —dijo Sharon, con los ojos bien abiertos.

Chris se volvió hacia ella.

—El hombre de los caballos, ¿sabe dónde trabajas?

—¿El hombre de los caballos? —preguntó Kinderman.

—Su novio —explicó Chris.

La rubia movió la cabeza.

—Nunca ha venido aquí. Además, aquella noche estaba en una convención en Boston.

—¿Es viajante?

—No. Abogado.

El detective se dirigió nuevamente a Chris.

—Los sirvientes, ¿no reciben visitas?

—No, nunca.

—¿No esperaba usted algún paquete aquel día?

—Que yo sepa, no. ¿Por qué?

—Como usted ha dicho, míster Dennings (y no es por hablar mal de los muertos, que en paz descansen), se ponía algo… digamos irascible, en un estado, sin duda, capaz de provocar una pelea; en este caso, un ataque de furia con algún repartidor que hubiera venido a entregar un paquete… Conque usted no esperaba que le enviasen nada, ¿verdad? ¿Algo de la tintorería, tal vez? ¿El pedido del almacén? ¿Algún encargo?

—De veras que no lo sé —contestó Chris—. Karl se encarga de todo eso.

—¡Ah, claro!

—¿Quiere preguntarle a él?

El detective suspiró, reclinándose para atrás, con las manos metidas en los bolsillos del abrigo.

Miró, hosco, el libro sobre brujería.

—No importa, no se moleste; es una posibilidad muy remota. Usted tiene una hija enferma y… bueno, no se moleste. —Hizo un ademán como si desechara la idea y se levantó de la silla—. Ha sido un placer conocerla, Miss Spencer.

—Lo mismo digo —respondió Sharon, con un distraído movimiento de cabeza.

—Desconcertante —dijo Kinderman moviendo también la cabeza—. Extraño. —Estaba concentrado en algún pensamiento íntimo. Después miró a Chris, cuando ésta se levantó de la silla—. Bueno, lamento haberla molestado por nada. Perdóneme.

—No hay de qué. Le acompañaré hasta la puerta —le dijo Chris, solícita.

—No se moleste.

—No es molestia.

—Bueno, si insiste… A propósito —dijo al salir de la cocina—, sé que es una posibilidad entre un millón, pero me gustaría que le preguntara usted a su hija si vio a míster Dennings en su dormitorio aquella noche.

Chris caminaba con los brazos cruzados.

—Mire, en primer lugar debo decirle que no tenía ningún motivo para subir.

—Sí, lo comprendo. Es verdad; pero si unos investigadores ingleses no se hubieran preguntado nunca «¿Qué es esta fungosidad?», hoy no tendríamos la penicilina. ¿No le parece? Por favor, pregúnteselo. ¿Lo hará?

—Cuando mejore algo, se lo preguntaré.

—No le puede hacer daño. Mientras tanto… —Habían llegado a la puerta de entrada, y Kinderman titubeó, avergonzado. Se llevó los dedos a los labios en un gesto de duda—. Mire, me repugna tener que decirle esto, pero…

Chris se puso tensa, esperando un nuevo impacto; la premonición resonaba otra vez en su sangre.

—¿Qué?

—Para mi hija…, ¿podría firmarme un autógrafo? —Se había puesto colorado, y Chris estuvo a punto de echarse a reír de alivio, de sí misma, de la desesperación y de la condición humana.

—¡No faltaba más! ¿Tiene un lápiz? —dijo.

—¡Sí! —respondió él al instante, y sacó un resto de lápiz, mordisqueado, del bolsillo de su abrigo, mientras hundía la otra mano en un bolsillo de la chaqueta, para extraer una tarjeta de visita—. Le va a gustar mucho —dijo mientras alargaba a Chris el lápiz y la tarjeta.

—¿Cómo se llama? —preguntó Chris, apretando la tarjeta contra la puerta y poniendo el lápiz en posición de escribir. A continuación se produjo un largo titubeo. Ella sólo oía su jadear. Se volvió.

En los ojos de Kinderman vio una terrible lucha.

—Le he mentido —dijo él, finalmente, con ojos a la vez desesperados y desafiantes—. Es para mí.

Clavó la mirada en la tarjeta y se sonrojó.

—Ponga «A William… William Kinderman», está escrito en el otro lado.

Chris lo observó con un lánguido e inesperado afecto, comprobó cómo se escribía su apellido y anotó: William F. Kinderman, ¡i love you! Y firmó abajo. Luego le entregó la tarjeta, que él se metió en el bolsillo sin leer la dedicatoria.

—Es usted una mujer muy amable —dijo tímidamente, desviando la vista.

—Y usted un hombre muy amable.

Él pareció ponerse más colorado.

—No, no lo soy. Soy una persona molesta. —Abrió la puerta—. No se preocupe por lo que le he dicho hoy. Es desagradable. Olvídelo. Preocúpese sólo de su hija. Su hija.

Chris asintió. Sintióse desalentada de nuevo cuando el hombre, al salir hacia la escalinata, se puso el sombrero.

—¿Se lo preguntará a la niña? —dijo, volviéndose.

—Sí —susurró Chris—. Le prometo que lo haré.

—Bueno, adiós. Y cuídese.

Una vez más, Chris hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Y usted también.

Cerró suavemente la puerta.

Pero al instante la volvió a abrir, porque él llamó.

—¡Qué molesto! Soy muy molesto. Me he olvidado el lápiz. —Hizo un ademán de disculpa.

Chris examinó atentamente el pedacito de lápiz que aún tenía en su mano, esbozó una sonrisa y se lo dio a Kinderman.

—Y otra cosa… —Dudó—. No tiene sentido, lo sé, es una molestia, es estúpido… pero sé que no voy a poder dormir pensando en que tal vez haya un loco suelto o un toxicómano, y no me preocupo por averiguar los detalles… ¿Usted cree que yo podría…? No, no, es estúpido, es… pero sí, sí, tengo que hacerlo. ¿Podría hablar unas palabras con míster Engstrom? La entrega de pedidos… el asunto de los repartos. Creo que debería…

—Por supuesto; entre —dijo Chris con tono cansino.

—No es necesario. Podemos hablar aquí fuera. Aquí está bien.

Se había apoyado contra la baranda.

—Si usted insiste… —Chris esbozó una sonrisa—. Ahora está con Regan. En seguida se lo mando.

—Muchas gracias.

Chris cerró la puerta rápidamente. Un minuto más tarde la abrió Karl. Se asomó a la escalinata, dejando la puerta levemente entornada. De pie, alto y erguido, miró a Kinderman con ojos límpidos y fríos.

—¿Quiere algo de mí? —preguntó, inexpresivo.

—Tiene usted el derecho de no hablar —le dijo Kinderman, con una mirada de acero, fija en la de Karl—. Si renuncia usted al derecho de no hablar —añadió rápidamente, con tono aburrido y fatigoso—, todo cuanto diga será usado contra usted en juicio. Tiene el derecho de consultar a un abogado y de que él esté presente durante el interrogatorio. Si así lo desea y no puede pagarlo, se le designará un abogado de oficio, previamente al interrogatorio. ¿Entiende todos estos derechos que le he mencionado?

Unos pájaros piaban entre las ramas de un viejo árbol, y los ruidos del tránsito de la calle M les llegaban apagados como el zumbido de las abejas desde un prado distante. La mirada de Karl no vaciló al responder.

—Sí.

—¿Renuncia al derecho de no responder?

—Sí.

—¿Quiere renunciar al derecho de consultar con un abogado y a que él esté presente durante el interrogatorio?

—Sí.

—Me dijo usted que el veintiocho de abril, la noche de la muerte de míster Dennings, estuvo viendo usted una película en el cine «Crest».

—Sí.

—¿A qué hora entró en el local?

—No recuerdo.

—Declaró usted que vio la sesión de las seis. ¿Le ayuda esto a recordar?

—Sí. Fue a la de las seis. Ahora recuerdo.

—¿Vio la película desde el comienzo?

—Sí.

—¿Y salió al acabar la proyección?

—Sí.

—¿Antes no?

—No; la vi toda.

—Y al salir del cine, ¿subió a un autobús urbano frente al local y se apeó en la esquina de la calle M y Avenida Wisconsin, aproximadamente a las nueve y veinte de la noche?

—Sí.

—¿Y caminó hasta su casa?

—Exacto.

—¿Y llegó aquí aproximadamente a las nueve y media?

—Volví exactamente a las nueve y media —respondió Karl.

—¿Está seguro?

—Sí. Miré el reloj. Estoy bien seguro.

—¿Y vio toda la película, hasta el final?

—Ya se lo he dicho.

—Estamos registrando electrónicamente sus respuestas, míster Engstrom. Quiero que esté bien seguro de lo que dice.

—Estoy seguro.

—¿Se acuerda de una pelea entre el acomodador y un espectador borracho que se produjo en los últimos cinco minutos?

—Sí.

—¿Podría decirme qué ocurrió?

—El espectador estaba borracho y armaba jaleo.

—Y, finalmente, ¿qué hicieron con él?

—Lo echaron.

—Pues, amigo, no hubo tal pelea. ¿Se acuerda también de que en la sesión de las seis se produjo una avería técnica que duró aproximadamente quince minutos y que originó una interrupción en el espectáculo?

—No.

—¿No recuerda que el público empezó a abuchear?

—No. No recuerdo nada de eso.

—¿Está seguro?

—No ocurrió nada.

—Sí ocurrió, como consta en el parte del maquinista, parte según el cual la sesión de la tarde no terminó a las ocho cuarenta, sino, aproximadamente, a las ocho cincuenta y cinco, lo cual significa que el primer autobús que pudo usted haber tomado lo habría dejado en la esquina de la calle M y la Avenida Wisconsin no a las nueve y veinte sino a las nueve cuarenta y cinco, y que, por tanto, lo más temprano que usted podría haber llegado a la casa sería a las diez menos cinco, y no a las nueve y media, como también atestiguó mistress MacNeil. ¿Le agradaría hacer algún comentario sobre esta desconcertante discrepancia?

Karl, que no había perdido la compostura ni por un momento, contestó con toda tranquilidad:

—No.

El detective lo miró fijamente y en silencio durante un momento; luego suspiró y desvió la vista mientras apagaba el control del aparato que llevaba metido en el forro del abrigo. Mantuvo baja la mirada por un momento; luego la levantó hacia Karl.

—Míster Engstrom… —comenzó, en un tono triste y comprensivo—. Se ha cometido un crimen. Es usted considerado sospechoso. Míster Dennings lo trataba mal; me he enterado por otras fuentes. Y, aparentemente, usted mintió sobre el lugar donde se hallaba en el momento del asesinato. Pero a veces ocurre, somos humanos, ¿por qué no?, que un hombre casado se encuentra, en ciertas oportunidades, en algún lugar en que él niega haber estado. ¿Se da cuenta de que arreglé esta entrevista de modo que pudiéramos conversar en privado sin que nadie nos molestase, lejos de su esposa?

Ahora no estoy grabando. Está cerrado. Puede confiar en mí. Si salió usted aquella noche con otra mujer, puede decírmelo; yo lo comprobaría y usted no tendría ningún disgusto. Su esposa no se enteraría.

Dígame, pues: ¿Dónde estaba en el momento de la muerte de Dennings?

Por un momento, algo tembló en la profundidad de los ojos de Karl; pero éste lo reprimió en seguida.

—¡En el cine! —insistió, apretando los labios.

El detective lo examinó, silencioso e inmóvil, sin emitir más sonido que su jadeo mientras los segundos transcurrían pesadamente, pesadamente…

—¿Me va a detener? —Karl interrumpió el silencio con voz algo temblorosa.

El detective no respondió, sino que siguió mirándolo fijamente, sin pestañear; y cuando Karl parecía dispuesto a seguir hablando, el detective se alejó bruscamente de la baranda y se dirigió, con las manos en los bolsillos, hasta el coche-patrulla.

Caminó sin prisa, mirando a derecha e izquierda, como un turista curioso.

Desde la escalinata, Karl, con sus facciones impasibles, vio que Kinderman abría la portezuela del coche, buscaba una caja de pañuelos de papel sobre el tablero, sacaba uno y se sonaba la nariz mientras miraba, con aire ausente, hacia el otro lado del río, como si estuviera decidiendo dónde ir a almorzar. Luego entró en el auto sin volverse a mirar para atrás.

Cuando el coche arrancó y dobló por la esquina de la Calle Treinta y Cinco, Karl comprobó que no tenía apoyada la mano en el picaporte y que temblaba.

Al oír que se cerraba la puerta, Chris estaba meditando en el bar del despacho y sirviéndose una vodka con hielo. Ruido de pasos.

Karl que subía las escaleras…

Ella tomó el vaso y se dirigió lentamente hacia la cocina, removiendo la vodka con el dedo índice, mientras su mirada permanecía ausente. Algo… algo andaba horriblemente mal. Como una luz que se filtra por debajo de una puerta, un resplandor de espanto penetró en el rincón más oscuro de su mente.

¿Qué había detrás de la puerta?

¿Qué era?

¡No mires!

Entró en la cocina, se sentó a la mesa y empezó a beberse la vodka.

Creo que lo mató un hombre con mucha fuerza.

Bajó la mirada y la clavó en el libro de brujería.

Algo…

Ruido de pasos. Sharon que volvía del cuarto de Regan. Entraba. Se sentaba a la máquina de escribir, ponía el papel.

Algo…

—Muy escalofriante —murmuró Sharon, mientras sus dedos descansaban sobre el teclado y sus ojos miraban las notas de taquigrafía que tenía al lado.

No hubo respuesta. En la estancia parecía palparse la inquietud. Chris bebía con aire ausente.

Sharon rompió el silencio con voz baja y tensa.

—Hay una enorme cantidad de fumaderos de hippies cerca de la calle M y la avenida Wisconsin.

Borrachos. Ocultistas. Los policías los llaman «los canallas de los garitos». —Hizo una pausa como si esperara algún comentario, con los ojos todavía fijos en las notas taquigráficas; luego continuó—: ¡Quién sabe si Burke…!

—¡Por Dios, Shar! No pienses más en eso, ¿quieres hacerme el favor? —estalló Chris—. ¡Ya tengo bastante con pensar en Rags!

Mantenía los ojos cerrados. Sujetaba fuertemente a libro.

Sharon volvió en seguida a su máquina y empezó a escribir con una velocidad furiosa; luego, bruscamente, saltó de la silla y salió de la cocina.

—Me voy a dar una vuelta —dijo fríamente.

—No se te ocurra acercarte a la calle M —rugió Chris de mal humor, con la vista fija en el libro que tenía entre los brazos cruzados.

—No.

—Ni a la calle N.

Chris oyó cómo se abría y se cerraba la puerta de la calle.

Suspiró. Sintió una punzada de arrepentimiento. Pero la descarga la había aliviado de parte de su tensión.

Aspiró profundamente y trató de concentrarse en el libro. Encontró la hoja en que había interrumpido la lectura; sentíase llena de impaciencia; comenzó a pasar rápidamente las páginas, y se saltó algunas, en busca de la descripción de los síntomas de Regan.

«… Posesión por el demonio… síndrome… caso de una niña de ocho años… anormal… cuatro hombres fuertes para sujetarla…». Al volver una hoja, Chris clavó la vista en ella y se quedó helada.

Ruidos. Willie que venía de la tienda.

—¿Willie…? ¿Willie? —preguntó Chris con una voz sin matices.

—Sí, señora —respondió Willie mientras dejaba las bolsas a un lado. Sin levantar la vista, Chris elevó el libro en el aire.

—¿Fuiste tú la que puso este libro en el escritorio, Willie?

Willie le echó una mirada rápida, asintió, volvióse y empezó a sacar los artículos de las bolsas.

—¿Dónde lo encontraste?

—Arriba, en el dormitorio —contestó, poniendo el tocino en el compartimiento de la carne en la nevera.

—¿Qué dormitorio, Willie?

—El de Miss Regan. Lo encontré debajo de su cama al hacer la limpieza.

—¿Cuándo lo encontraste? —preguntó Chris, con la vista aún clavada en las hojas del libro.

—Cuando todos se hubieron ido al hospital, señora; al pasar la aspiradora por el dormitorio.

—¿Estás segura?

—Sí, señora, estoy segura.

Chris no se movió, ni pestañeó, ni respiró, cuando el recuerdo de la ventana abierta de Regan, la noche del accidente de Dennings, la asaltó con las garras extendidas como un ave de rapiña, ni cuando reconoció una imagen inquietamente familiar, al mirar el borde de la hoja del libro que tenía abierto ante sí.

A lo largo de todo el margen, alguien había cortado, con precisión quirúrgica, una estrecha tira de papel.

Chris levantó la cabeza con un movimiento brusco al oír ruido en el cuarto de Regan.

¡Eran golpes secos y rápidos, que tenían resonancia de pesadilla, imponentes como un martillo que golpeara sobre una tumba!

¡Regan, atormentada, daba alaridos, implorando!

¡Y Karl, Karl, enojado, le gritaba a Regan!

Chris salió, disparada, de la cocina.

¡Dios Todopoderoso!, ¿qué esta pasando?

Frenética, Chris se lanzó escaleras arriba, hacia el dormitorio, oyó un golpe, el ruido de alguien que se tambaleaba, de alguien que se estrellaba contra el suelo como una piedra, mientras su hija gritaba:

«¡No! ¡Por favor, no! ¡Oh, no, por favor!», y Karl rugía: ¡No, no era Karl, sino otra persona! Una estentórea voz de bajo enfurecida, amenazante.

Chris se precipitó por el corredor y entró violentamente en el dormitorio. Contuvo el aliento, se quedó rígida, paralizada por el shock, al tiempo que los golpes arreciaban estruendosos, vibrando a través de las paredes. Karl yacía inconsciente en el piso, cerca de la cómoda, y Regan estaba con las piernas en alto y abiertas completamente sobre la cama, que se agitaba y estremecía. Regan la miraba aterrorizada, con ojos desorbitados en una cara ensangrentada, porque se había arrancado la sonda.

—¡Oh, por favor! ¡Oh, no, por favor! —gemía lastimeramente.

—¡Vas a hacer lo que yo te ordene, lo harás!

El rugido amenazador, las palabras, provenían de Regan, cuya voz, áspera y gutural, rezumaba veneno. En un instante, sus facciones se transmutaron horriblemente en las de la personalidad diabólica y maligna que había aparecido en el transcurso de la hipnosis. Y ahora, rostros y voces, mientras Chris observaba atónita, se intercambiaban velozmente.

—¡No!

—¡Lo harás!

—¡Por favor!

—¡Lo harás, puerca, o te mataré!

—¡Por favor!

—Sí.

Regan tenía los ojos desmesuradamente abiertos, y parecía retroceder frente a algo odioso, terminante, chillando ante el terror del desenlace. Luego, de pronto, la cara diabólica se apoderó de ella una vez más, la inundó. La habitación se llenó de un hedor insoportable, y un frío helado se filtró por las paredes. Los golpes cesaron, y el penetrante grito de terror de Regan se convirtió en una risa gutural y canina, de victoriosa furia. Rugía con una voz profunda, ensordecedora.

Bruscamente, con un grito áspero, Chris corrió hasta la cama; Regan estalló en cólera contra ella. Con las facciones infernalmente contraídas, alargó una mano, cogió a Chris por los pelos y, de un tirón, le hizo bajar la cabeza.

—¡Aahhh, la madre de la puerca! —rugió Regan con voz gutural—. ¡Aahhh! —Luego, la mano que sostenía la cabeza de Chris la levantó de un tirón, mientras con la otra le asestó un golpe en el pecho que la proyectó, tambaleándose, a través de la habitación; finalmente, Chris fue a estrellarse contra una pared con violencia increíble, acompañada por las estridentes y diabólicas carcajadas de Regan.

Chris cayó al suelo aturdida de espanto, en medio de un torbellino de imágenes y ruidos; todo a su alrededor comenzó a girar enloquecido, borroso, desenfocado, al tiempo que oía un intenso zumbido, que se tradujo en un concierto de ruidos caóticos, distorsionados. Trató de incorporarse. Demasiado débil, se tambaleó. Luego miró hacia la cama, que aún veía borrosa, y a Regan, que estaba de espaldas a ella.

Las palabras cesaron cuando Chris empezó a arrastrarse dolorosamente hasta la cama, con la vista aún nublada y las piernas doloridas; pasó junto a Karl, que tenía la cara manchada de sangre.

Luego retrocedió, temblando en todo su cuerpo, acometida por un increíble terror, pues le había parecido ver confusamente, como a través de una neblina, que la cabeza de su hija giraba lentamente en redondo sin que se moviera el torso, en una rotación monstruosa, inexorable, hasta que, al fin, pareció quedar mirando hacia atrás.

Chris parpadeó ante aquella cara que le sonreía como loca, ante aquellos labios partidos, ante aquellos ojos de zorro.

Lanzó un grito y cayó desmayada.