CAPÍTULO QUINTO

En la tibia y verde depresión del campus, Damien Karras corría por una pista ovalada de greda, vistiendo pantalones cortos color caqui y una camisa de algodón, empapada en sudor, que se adhería a su cuerpo. Frente a él, sobre un montículo, la cúpula, color blanco calizo, del observatorio, latía al ritmo de su paso.

Detrás de él, la Facultad de Medicina se desvanecía en medio del polvillo que levantaba en su carrera.

Desde que lo habían relevado de sus funciones, venía allí diariamente. Recorría kilómetros dando vueltas y vueltas, en persecución del sueño. Casi lo había conseguido; casi había mitigado el zarpazo del dolor que le marcara el corazón como un profundo tatuaje.

Ahora le dolía menos.

Veinte vueltas…

Mucho menos…

¡Más! ¡Dos más!

Mucho menos…

Sintiendo como pinchazos en los fuertes músculos de sus piernas, que se balanceaban con gracia felina, Karras, al doblar una curva, notó que había alguien sentado en el banco donde dejara su toalla, el jersey y los pantalones: un hombre de mediana edad, con un abrigo poco elegante y deformado sombrero de fieltro. Parecía estar mirándolo a él. ¿Lo estaba?

Sí… su cabeza se movió al pasar Karras.

Al entrar en la vuelta final aceleró, y sus fuertes pisadas hicieron vibrar la tierra; luego disminuyó la velocidad hasta pasar, jadeante, frente al banco, sin mirar siquiera, con ambas manos apretadas contra los estremecidos muslos. Sus desarrollados músculos torácicos y trapecios se elevaban, le estiraban la camisa y le deformaban la palabra Filósofos, impresa en la parte delantera con letras que, en su día, fueron negras, pero que, a fuerza de lavados, se veían ahora grisáceas.

El hombre, embutido en su abrigo, se puso de pie y se acercó a él.

—¿El padre Karras? —dijo el teniente Kinderman.

El sacerdote se volvió, lo saludó con un leve movimiento de cabeza y entornó los ojos para protegerlos del sol, mientras esperaba que Kinderman, a quien le hizo un gesto para que lo siguiera, llegara a su altura.

—¿No le molesta? Si no, voy a quedar entumecido —jadeó.

—En absoluto —dijo el detective, asintiendo sin entusiasmo, al tiempo que se metía las manos en los bolsillos. La caminata desde el punto de aparcamiento lo había cansado.

—¿Nos conocemos? —preguntó el jesuita.

—No, padre. Pero me han dicho que usted parecía un boxeador; unos curas en la residencia, no me acuerdo quiénes.

—Sacó su billetera. —Me olvido fácilmente de los nombres.

—¿Cuál es el suyo?

—William Kinderman, padre. —Le mostró su tarjeta de identificación—. Homicidios.

—¡No me diga! —Karras observó la insignia y la credencial, con radiante e infantil interés. En su rojo y sudoroso semblante se reflejaba la inocencia, al mirar al vacilante detective—. ¿De qué se trata?

—¿Sabe una cosa, padre? —respondió Kinderman, mientras examinaba las toscas facciones del jesuita—. Tenían razón: parece usted un boxeador. Perdone, pero esa cicatriz que tiene junto a la ceja —señaló— se parece a la de Brando en La ley del silencio; es lo mismo que la de Marlon Brando. Le pusieron una cicatriz —ilustró estirándose la comisura del ojo que, al mantenerle el párpado un poco cerrado, sólo un poquito, le daba un aspecto soñador, triste. Así es usted. Es usted Brando. ¿No se lo dice la gente, padre?

—No.

—¿No ha boxeado nunca?

—Sólo un poco.

—¿Usted es de por aquí?

—De Nueva York.

—De Golden Gloves. ¿Me equivoco?

—Debería usted ser capitán —sonrió Karras—. Bueno, y ahora, ¿en qué puedo servirlo?

—Camine un poco más despacio, por favor. Tengo enfisema. —El detective señaló su garganta.

—¡Oh, lo siento! —exclamó Karras aminorando la marcha.

—No importa. ¿Fuma?

—Sí.

—No debería hacerlo.

—Bueno, ahora dígame cuál es el problema.

—Por supuesto. Me iba del tema. A propósito, ¿está ocupado? —le preguntó el detective—. ¿No lo interrumpo?

—¿Interrumpir qué? —preguntó Karras, absorto.

—Sus oraciones mentales, por ejemplo.

—Seguro que ascenderá usted a capitán. —Karras sonrió, enigmático.

—Perdón, no lo entiendo.

Karras sacudió la cabeza, pero mantuvo su sonrisa.

—Dudo que a usted se le escape algo —comentó. La mirada de reojo que le echó a Kinderman era astuta y amablemente humorística.

Kinderman se detuvo e hizo un desesperado esfuerzo por aparentar confusión; pero al ver los ojos arrugados del jesuita, bajó la cabeza y rió tristemente.

—Ahora lo entiendo. Es usted psiquiatra. ¡A quién he ido a gastar bromas! —Se encogió de hombros—. Mire, es un hábito en mí, padre. Perdóneme. Sentimentalismo, ése es el método Kinderman: puro sentimentalismo. Bueno, voy a decirle, sin embargo, de qué se trata.

—De las profanaciones —dijo Karras.

—De modo que he malgastado mi sentimentalismo… —dijo el detective como en un murmullo.

—Lo lamento.

—No importa, padre, me lo parecía. Sí, se trata de las cosas de esa iglesia. Pero hay algo mucho más serio.

—¿Asesinato?

—Sí; búrlese suavemente de mí, que me gusta.

—Departamentos de Homicidios —dijo el jesuita encogiéndose de hombros.

—No importa, no importa, Marlon Brando, no importa. ¿No le dice la gente que usted es bastante astuto para ser sacerdote?

—Mea culpa —murmuró Karras. Aunque no dejó de sonreír, temía haber herido el amor propio de aquel hombre. No había sido aquél su propósito. Y ahora estaba contento de tener la ocasión de expresarle una sincera perplejidad—. Sin embargo, no entiendo. ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?

—Mire, padre, ¿podría quedar esto entre nosotros dos? ¿Confidencial? ¿Como materia de confesión, por así decirlo?

—Por supuesto. —Miró fijamente al detective—. ¿De qué se trata?

—¿Conocía al director que estaba rodando una película aquí? ¿Burke Dennings?

—Lo vi alguna vez.

—Lo vio alguna vez —asintió el detective—. ¿Sabe también la forma en que murió?

—Según los diarios… —Karras se encogió de hombros.

—Eso es sólo parte del asunto.

—¿Sí?

—Sólo una parte. Escuche: ¿Qué sabe usted sobre el tema de la brujería?

—¿Qué?

—Tenga un poco de paciencia, estoy tratando de llegar a algo. Empecemos por la brujería. ¿Conoce algo de ella?

—Un poco.

—Desde el punto de vista de las brujas, no de la cacería de las mismas.

—Una vez escribí una monografía sobre eso —sonrió Karras—. Desde el punto de vista psiquiátrico.

—¡No me diga! ¡Maravilloso! ¡Extraordinario! Me podría usted ayudar mucho, mucho más de lo que yo creía. Escuche, padre. La brujería…

Se acercó y tomó del brazo al jesuita al coger una curva y acercarse al banco.

—Yo soy laico y, hablando con franqueza, no muy bien educado. Me refiero a la educación formal. No. Pero leo. Yo sé lo que dicen los autodidactas, que son horribles ejemplos de mano de obra inexperta. Pero yo, hablando lisa y llanamente, no tengo vergüenza. En absoluto. Soy… —De pronto detuvo el torrente de palabras, bajó la vista y movió la cabeza—. Sentimentalismo. Es un hábito en mí. No puedo evitar mi sentimentalismo. Perdóneme, debe de estar ocupado.

—Sí, estoy rezando.

El sutil comentario del jesuita había sonado seco e inexpresivo.

Kinderman se detuvo un instante y lo observó con detenimiento.

—¿Lo dice en serio? ¡No!

El detective volvió a mirar adelante, hacia el banco más próximo, y siguieron caminando.

—Mire, voy a ir al grano: las profanaciones. ¿No le recuerdan nada que tenga que ver con la brujería?

—Quizás. Algunos de los ritos de la Misa Negra.

—Muy bien. Y ahora, volviendo a Dennings, ¿ya sabe cómo murió?

—De una caída.

—Bueno, yo se lo voy a contar, y, por favor, ¡que sea confidencial!

—Por supuesto.

El detective pareció de pronto desagradablemente sorprendido cuando se dio cuenta de que Karras no tenía intención de detenerse en el banco.

—¿Le molestaría? —preguntó ansiosamente.

—¿Qué?

—¿Podemos pararnos? ¿O sentarnos?

—¡Claro!

Volvieron a caminar hasta el banco.

—¿No le dará algún calambre?

—No, ahora me encuentro bien.

—¿Seguro?

—Sí, señor.

—Bueno, bueno, si insiste…

—¿Qué me estaba diciendo?

—En seguida, por favor, en seguida. —Kinderman dejó caer en el banco su dolorida humanidad, con un suspiro de alivio—. Así está mejor, mucho mejor —dijo mientras el jesuita cogía la toalla y se secaba el sudor de la cara—. Se hace uno viejo. ¡Qué vida!

—¿Burke Dennings?

—Burke Dennings, Burke Dennings, Burke Dennings…

El detective, cabizbajo, hacía ademanes de asentimiento. Luego levantó la vista y miró a Karras.

El sacerdote se estaba secando el cuello.

—Padre, Burke Dennings fue encontrado al pie de aquella alta escalera exactamente a las siete y cinco, con la cabeza torcida por completo hacia atrás.

Gritos coléricos llegaban, ahogados, desde el campo de béisbol, donde practicaba el equipo de la Universidad. Karras dejó de secarse y sostuvo la mirada del teniente.

—¿No se produjo la muerte al caer? —dijo, finalmente.

—Puede haber sido posible. —Kinderman se encogió de hombros—. Pero…

—Es improbable —musitó Karras.

—Y entonces, ¿qué cree usted que puede haber sido, en el contexto de la brujería?

El jesuita se sentó lentamente, con aspecto meditabundo.

—Se suponía —dijo al fin— que los demonios les rompían el cuello a las brujas de ese modo. Al menos, ése es el mito.

—¿Un mito?

—Sí, en gran medida —dijo y se volvió hacia Kinderman—. Aunque hubo gente que murió de ese modo, como los miembros de una logia que cometían errores o divulgaban secretos. Es sólo una suposición. Pero sé que ésa era la «marca de fábrica» de los asesinos demoníacos.

Kinderman asintió.

—Exactamente. Se dio un caso análogo de asesinato en Londres. Pero esto es de ahora. Quiero decir de estos últimos tiempos, hace cuatro o cinco años. Me acuerdo que lo leí en los diarios.

—Sí, también yo lo leí, pero creo que resultó ser una especie de broma. ¿Me equivoco?

—No se equivoca, padre. Pero en este caso, al menos, quizá pueda ver usted alguna conexión, con eso y con las cosas que pasaron en la iglesia. Tal vez algún loco, padre, alguien resentido contra la Iglesia. Alguna rebelión inconsciente…

—Un cura enfermo —murmuró Karras—. ¿Es eso lo que cree?

—Mire, usted es el psiquiatra, padre. Es usted quien ha de opinar.

—Por supuesto que las profanaciones son claramente de tipo patológico —dijo Karras, pensativo, mientras se ponía el jersey—. Y si Dennings fue asesinado, supongo que el asesino es también un enfermo.

—¿Podría haber sabido algo de brujería?

—Es probable.

—Puede ser —gruñó el detective—. ¿De modo que el que hizo eso vive en el vecindario y tiene acceso a la iglesia por la noche?

—Algún cura enfermo —repitió Karras mientras cogía, malhumorado, unos pantalones color caqui, desteñidos por el sol.

—Mire, padre, comprendo que esto sea duro para usted, mas para los sacerdotes de este campus, usted es el psiquiatra, padre, de modo que…

—No, ya no lo soy; ahora me han asignado otras tareas.

—¡No me diga! ¿A mitad del año?

—Orden de la Compañía.

Karras se encogió de hombros mientras se subía los pantalones.

—Pero, aun así, puede usted saber quién estaba enfermo por ese tiempo, y quién no. Puede usted saberlo.

—No de un modo necesario, teniente. En absoluto. De hecho, si lo supiera, sería sólo por casualidad. Usted sabe que yo no soy psicoanalista. Lo único que hago es orientar. De cualquier modo —comentó al abrocharse los pantalones—, no conozco a nadie que coincida con esa descripción.

—¡Ah, sí, ética médica! Si lo supiera, tampoco me lo diría.

—No, probablemente no.

—A propósito —dijo como de pasada—, últimamente se considera ilegal esa ética. No es que pretenda molestarlo explicándole tonterías, pero hace poco a un psiquiatra de California lo encarcelaron por no decir lo que sabía acerca de un paciente.

—¿Es una amenaza?

—¡Qué barbaridad! Lo he mencionado sólo incidentalmente.

—De todos modos, yo le podría decir al juez que es secreto de confesión —manifestó el jesuita sonriendo con una mueca de disgusto, mientras se metía la camisa dentro del pantalón—. Es un decir —agregó.

El detective le echó una mirada, levemente sombría.

—¿Quiere que vayamos al grano, padre? —dijo. Luego desvió la vista de modo lúgubre—. ¿«Padre»? —preguntó retóricamente—. Usted es judío; me he dado cuenta de ello tan pronto como lo he visto.

El jesuita se rió.

—¡Ríase! —exclamó Kinderman—. ¡Ríase!

Karras, sonriente aún, le dijo:

—Vamos, lo acompañaré hasta el coche. ¿Lo ha dejado en el aparcamiento?

El detective levantó la mirada hacia él. Era evidente que no tenía ganas de irse.

—Entonces, ¿terminamos?

El sacerdote puso un pie sobre el banco, se inclinó hacia delante y apoyó pesadamente un brazo sobre la rodilla.

—Mire, yo no estoy encubriendo a nadie —dijo—. Sinceramente. Si conociera a algún cura como el que usted busca, como mínimo le diría que existe tal hombre, aunque sin darle el nombre. Luego supongo que informaría al provincial. Pero no conozco a nadie que se le asemeje.

—¡Ah, bueno! —suspiró el detective—. Nunca creí que fuese usted, ante todo, sacerdote. —Hizo un ademán con la cabeza, señalando hacia el aparcamiento—. Sí, lo he dejado allí.

Empezaron a caminar.

—Lo que sí sospecho… —continuó el detective—. Si se lo dijera, creería usted que estoy loco.

—No sé. No sé. —Movió la cabeza—. Todos estos cultos en que se mata sin motivo me hacen pensar en cosas raras. Para estar a tono con esta época, hoy en día hay que estar algo loco.

Karras asintió.

—¿Qué es eso que lleva en la camisa? —le preguntó el detective, mientras señalaba, con un movimiento de cabeza, el pecho del jesuita.

—¿Qué?

—En la camisa —aclaró el detective—. La inscripción. Filósofos.

—¡Ah, sí! De unos cursos, un año —dijo Karras—, en el Seminario Woodstock, en Maryland. Jugaba en el equipo de béisbol, de segunda. Se llamaba Filósofos.

—¿Y el equipo de primera?

—Teólogos.

Kinderman sonrió y sacudió la cabeza.

—Teólogos, tres; Filósofos, dos —musitó.

Filósofos, tres; Teólogos, dos.

—Claro.

—Claro.

—Cosas extrañas —musitó el detective—. Extrañas. Escuche, padre —comenzó reticente—. Mire, doctor… ¿Estoy loco, o es posible que haya una especie de brujas en el distrito?

—¡Oh, vamos! —exclamó Karras.

—Entonces es posible.

—Yo no he dicho eso.

—Ahora yo seré el doctor —anunció el detective agitando un dedo—. Usted no dijo que no, sino que volvió a hacerse el gracioso. Eso es estar a la defensiva, padre, a la defensiva. Usted tiene miedo de parecer incauto, tal vez; un cura supersticioso frente a Kinderman, el cerebro director, el racionalista —se tocó las sienes con los dedos—, el genio que está junto a usted, la personificación de la Era de la Razón. ¿Estoy en lo cierto?

El jesuita lo miraba con creciente incredulidad y respeto.

—Muy astuto de su parte —comentó.

—Muy bien; entonces —gruñó Kinderman— le preguntaré de nuevo: ¿Es posible que haya brujería aquí, en el distrito?

—Bueno, no sabría decirle —respondió Karras pensativo, con los brazos cruzados—. Pero en algunas partes de Europa se dicen aún misas negras.

—¿Hoy?

—Sí, hoy.

—¿Quiere usted decir que lo hacen igual que en los viejos tiempos, padre? Mire, yo he leído algo sobre esas cosas del sexo, de las estatuas y qué sé yo cuánto más. No quisiera molestarlo, pero ¿es verdad que se han hecho todas esas cosas?

—No lo sé.

—Entonces, ¿cuál es su opinión, Padre Defensivo?

El jesuita sofocó la risa.

—Pues que creo que fueron reales. O, por lo menos, así lo sospecho. Pero la mayor parte de mi razonamiento se basa en la patología. Claro, fue una misa negra. Pero cualquier persona que haga esas cosas es un ser muy enfermo, y enfermo de un modo muy especial. Hay un nombre clínico para esa clase de perturbación; se llama satanismo, y se refiere a esas personas que no pueden tener ningún placer sexual, a menos que sea en conexión con un acto blasfemo. Aún es bastante frecuente, y la Misa Negra fue usada sólo como justificante.

—Perdone, pero esas cosas con las estatuas de Jesús y María…

—Sí, ¿qué pasa?

—¿Eran ciertas?

—Creo que lo que voy a decirle puede interesarle, como policía. —Habiéndose despertado y excitado el interés profesional, el tono de Karras se volvió más animado—. En los archivos de la Policía de París figura todavía el caso de dos monjes de un monasterio cercano a… —se rascó la cabeza, tratando de recordar—. Sí, el de Crépy, creo. Bueno, donde sea —se encogió de hombros—. Por allí cerca. Lo cierto es que los monjes llegaron a una posada y armaron un lío porque querían una cama para tres. Al tercero lo llevaban a cuestas: era una estatua, en tamaño natural, de la Virgen María.

—¡Dios mío! ¡Es horripilante! —musitó el detective—. ¡Horripilante!

—Pero verdadero. Y una clara indicación de que lo que usted ha leído se basa en hechos reales.

—El sexo… puede ser. Me doy cuenta. Mas ésa es otra historia. No importa. Pero ¿qué me dice de los asesinatos rituales, padre? ¿Es cierto que usan sangre de recién nacidos? —El detective se refería a algo más que había leído en el libro sobre brujería donde se describía cómo, a veces, el cura renegado hacía un corte en la muñeca de un recién nacido y recogía en un cáliz la sangre vertida, sangre que luego era consagrada y consumida en forma de comunión—. Es exactamente como las historias que solían contar de los judíos —continuó el detective—. Cómo robaban niños cristianos y se bebían su sangre. Perdóneme, pero fue su gente la que contó todos esos cuentos.

—Si lo hacíamos, perdóneme a mí.

—Está absuelto.

Algo oscuro y triste cruzó por los ojos del sacerdote, como la sombra de un dolor momentáneamente recordado. Clavó su mirada en el sendero que se abría ante ellos.

—En realidad no sé mucho de asesinato ritual —dijo Karras—. Pero una comadrona de Suiza confesó, en cierta ocasión, haber dado muerte a treinta o cuarenta recién nacidos para emplear su sangre en misas negras. Tal vez la torturaron —admitió—. ¿Quién sabe? Pero, sin duda, contó una historia convincente. Dijo que ella se escondía una aguja, fina y larga, en la manga, de modo que, cuando el niño nacía, sacaba la aguja y se la clavaba en la coronilla a éste; después la volvía a esconder. No dejaba huellas —añadió, echando una mirada a Kinderman—. El recién nacido parecía haber venido muerto al mundo. Usted seguramente habrá oído decir que los cristianos europeos recelaban mucho de las comadronas. Bueno, así es como empezó.

—¡Es espantoso!

—Este siglo tampoco ha acabado con la demencia. De todos modos…

—Perdón, espere un momento. Estas historias fueron contadas por personas torturadas, ¿no es eso? De modo que, básicamente, no son dignas de confianza. Firmaron las confesiones, y, después, los torturadores llenaban los espacios en blanco. Quiero decir que por aquel tiempo no había derecho de habeas corpus ni recursos de apelación, por así decirlo. ¿Tengo razón o no?

—Sí, tiene razón, aunque, por otra parte, muchas de las confesiones fueron voluntarias.

—Pero ¿quiénes se ofrecían a hacer tales confesiones?

—Tal vez personas con trastornos mentales.

—¡Ajá! ¡Otra fuente digna de crédito!

—Por supuesto que tiene usted razón, teniente. Yo sólo estoy haciendo de abogado del diablo. Sin embargo, una cosa que parecemos olvidar es que las personas lo suficientemente psicópatas como para haber confesado tales cosas, tal vez eran lo bastante psicópatas como para haberlas hecho. Por ejemplo, los mitos sobre los hombres-lobo. Está bien, son ridículos: nadie se puede convertir en lobo. Pero ¿qué pasa si el hombre se halla tan perturbado que no sólo piensa en que es un lobo sino que también actúa como tal?

—Terrible. ¿Qué es eso, padre? ¿Teoría o realidad?

—Bueno, existió un tal Wilhelm Stumpf, por ejemplo. O Peter, no me acuerdo bien. De todos modos, fue un alemán del siglo XVI que creía ser lobo. Asesinó a veinte o treinta niños.

—¿Me está diciendo que confesó?

—Sí, pero creo que la confesión fue válida.

—¿Cómo lo sabe?

—Cuando lo detuvieron se estaba comiendo los sesos de sus dos jóvenes nueras.

En la clara luz de abril llegaban, desde el campo de deportes, ecos de voces y golpes de bate contra las pelotas. ¡Vamos, Mullins, corred vamos, haced algo!

El sacerdote y el detective habían llegado al lugar de aparcamiento. Ahora caminaban en silencio.

Ya junto al coche-patrulla, Kinderman asió el tirador de la portezuela con aire distraído. Se detuvo un momento; luego levantó la vista y clavó en Karras una mirada hosca.

—Entonces, ¿quiere decirme qué es lo que estoy persiguiendo, padre?

—A un loco —respondió Karras suavemente—. Tal vez a algún toxicómano.

El detective, tras pensar un rato, asintió en silencio. Se volvió hacia el sacerdote.

—¿Quiere que lo lleve? —preguntó mientras abría la portezuela del coche.

—Gracias, puedo ir caminando; está aquí cerca.

Kinderman hizo un gesto impaciente, invitando a Karras a subir al coche.

—¡Vamos! Así les podría contar a sus amigos que ha ido en un coche de la Policía.

El jesuita sonrió y se sentó en la parte de atrás.

—Muy bien, muy bien —dijo el detective, respirando roncamente; luego se colocó con dificultad, a su lado, y cerró la portezuela—. Ninguna caminata es corta —comentó—, ninguna.

Karras le iba indicando el camino. Se dirigieron al moderno edificio de residencia de los jesuitas, en la calle Prospect, donde él se alojaba. Creía que, de haberse quedado en el chalet, sus hijos espirituales habrían seguido buscando su ayuda.

—¿Le gusta el cine, padre Karras?

—Mucho.

—¿Ha visto Lear?

—No me llega el dinero para ello.

—Yo la he visto. Me dan pases.

—¡Qué suerte!

—Me dan entradas para las mejores sesiones. A mi esposa le cansa el cine; por eso no va nunca.

—¡Qué lástima!

—Desde luego. A mí no me gusta ir solo. Me encanta hablar con alguien de las películas, discutirlas, criticarlas.

Miraba por la ventanilla; había apartado la vista del sacerdote.

Karras asintió en silencio, mientras contemplaba sus grandes y poderosas manos, apretadas entre las piernas. Tras un momento Kinderman se volvió, vacilante, con mirada ansiosa.

—¿Le gustaría ir al cine conmigo, padre, alguna vez?

Me dan entradas —agregó, rápido—, ya se lo he dicho.

El sacerdote lo miró sonriente:

—Bien, le contestaré como Elwood P. Dowd solía decir en Harvey: ¿Cuándo, teniente?

—Ya lo llamaré.

El rostro del detective resplandecía de contento.

Habían llegado a la residencia, y el coche se detuvo frente a la entrada. Karras abrió la portezuela.

—No deje de hacerlo. Lamento no haberle ayudado mucho.

—No importa. Me ha ayudado lo mismo. —Kinderman le hizo un leve gesto con la mano. Karras se apeó—. Debo confesarle que, para ser un judío que trata de hacer méritos, me ha caído usted muy simpático.

Karras se volvió, cerró la puerta y se inclinó para mirar por la ventanilla sonriendo amablemente.

—¿No le han dicho nunca que se parece usted a Paul Newman?

—Siempre. Y puedo asegurarle que dentro de este cuerpo míster Newman está luchando por salir. Tengo una multitud aquí dentro —dijo—. También está Clark Gable.

Karras lo saludó, sonriente, con la mano, y emprendió el regreso.

—¡Padre, espere!

Karras se volvió. El detective emergió fatigosamente del coche.

—Me olvidaba, padre —resopló al acercarse—. Esa hoja con las inscripciones obscenas… La que encontraron en la iglesia…

—¿Se refiere a las oraciones del altar?

—O lo que sea. ¿La tiene por ahí?

—Sí, en mi habitación. Examino el latín. ¿La quiere?

—Sí, tal vez sirva para algo.

—Espere un minuto y se la traeré.

Mientras Kinderman esperaba fuera, junto al coche, el jesuita fue a su habitación de la planta baja que daba a la calle Prospect, y cogió la hoja. Luego salió y se la dio a Kinderman.

—Quizás encuentre algunas huellas digitales —dijo Kinderman con respiración jadeante, mientras la miraba. Luego—: No, porque usted la ha tocado. —De repente pareció darse cuenta, mientras manoseaba la cubierta de plástico de la hoja—. ¡No, mire, desaparece, desaparece! —Luego elevó la mirada hasta Karras, con evidente consternación. Supongo que también habrá tocado el interior, ¿verdad?

Karras, sonriente y compasivo, asintió.

—No importa, quizá podamos encontrar algo más. A propósito, ¿ya lo ha examinado bien?

—Sí.

—¿A qué conclusión ha llegado?

Karras se encogió de hombros.

—No parece ser obra de un bromista. Al principio pensé que podría ser un estudiante. Pero ahora lo dudo. Quienquiera que lo haya hecho, tiene las facultades mentales profundamente perturbadas.

—Tal como usted lo dijo ya.

—Y el latín… —meditó Karras—. No es sólo perfecto, teniente, es… bueno, tiene un estilo personal muy definido. Es como si el que lo redactó estuviera acostumbrado a pensar en latín.

—O sea, como un cura, ¿verdad?

—¡Vamos!

—Conteste a mi pregunta, por favor, Padre Paranoia.

—Pues bien, sí, en un momento de su carrera, los curas piensan en latín. Al menos los jesuitas y algunos religiosos de otras Órdenes. En el seminario de Woodstock, algunos de los cursos de Filosofía se impartían en latín.

—Y, ¿por qué?

—Por la precisión del pensamiento. Es como el Derecho.

—¡Ah, ya!

Karras se puso serio de pronto.

—Mire, teniente, ¿me permite que le diga quién creo que lo hizo?

El detective se inclinó.

—¿Quién?

—Los dominicos. Vaya a investigar entre ellos.

Karras sonrió, dijo adiós con un gesto de la mano y se alejó.

—¿Sabe a quién se parece usted en realidad? —le gritó hosco, el detective—. ¡A Sal Mineo!

Kinderman se quedó mirando al sacerdote, que lo saludó nuevamente con la mano y entró en el edificio.

Luego se volvió y se metió de nuevo en el coche.

Cabizbajo, jadeó inmóvil.

—¡Ese hombre es terrible, terrible…! —murmuró.

Durante un minuto mantuvo la vista en la misma posición. Luego se dirigió al chófer:

—Bueno, volvamos al cuartel general. ¡Rápido, sin respetar las leyes de tránsito!

Arrancaron.

La nueva habitación de Karras estaba amueblada sencillamente: una cama, una silla, una mesa de trabajo y estanterías empotradas.

Sobre la mesa tenía una foto de su madre cuando era joven, y un crucifijo de metal colgaba sobre la cabecera de la cama.

Le bastaba su estrecha habitación. No le importaba poseer muchas cosas, sino que estuvieran limpias.

Se duchó, se puso unos pantalones color arena y una camisa y se dirigió a comer al refectorio de la comunidad. Allí vio a Dyer, con sus mejillas rosadas, sentado solo a una mesa de un rincón. Se sentó a su lado.

—¡Hola, Damien! —dijo Dyer.

El joven sacerdote llevaba también una camisa con un dibujo descolorido.

Karras inclinó la cabeza mientras rezaba una oración. Después se persignó, se sentó y saludó a su amigo.

—¿Cómo te va, haragán? —preguntó Dyer, al tiempo que Karras se extendía la servilleta sobre las rodillas.

—¿Quién es un haragán? Yo trabajo.

—¿Dando una conferencia por semana?

—Lo que cuenta es la calidad —dijo Karras—. ¿Qué hay para cenar?

—¿No hueles?

—¿Hoy toca «perros»? —Eran salchichas con chucrut.

—La cantidad es lo que cuenta —replicó Dyer serenamente.

Karras movió la cabeza con resignación y cogió una jarrita de aluminio llena de leche.

—Yo no tomaría eso —murmuró Dyer, inexpresivo, mientras untaba mantequilla en una rebanada de pan integral—. ¿Ves las burbujas? Salitre.

—Lo necesito —dijo Karras.

Al inclinar el vaso para llenarlo de leche, vio que se sentaba otro a la mesa.

—Bueno, al fin he podido leer ese libro —dijo alegremente el recién llegado. Karras levantó la vista y experimentó cierta consternación; sintió sobre sus espaldas un peso abrumador al reconocer al sacerdote que recientemente lo había visitado en busca de consejo, aquel que no podía hacer amigos.

—Bien, y, ¿qué le ha parecido? —le preguntó Karras. Apoyó la jarra sobre la mesa como si se tratara de un devocionario cuya lectura se hubiera interrumpido.

El joven sacerdote habló, y, media hora más tarde, Dyer daba saltos entre las mesas, llenando el comedor con sus risotadas. Karras miró la hora en su reloj.

—¿Quiere traer una chaqueta? —preguntó al joven sacerdote—. Podemos cruzar la calle y contemplar la puesta del sol.

No tardaron en estar apoyados sobre la barandilla de la escalinata que bajaba a la calle. Era la hora del ocaso. Los bruñidos rayos del sol poniente encendían las nubes y se desmenuzaban en rizadas motas color carmesí, sobre las oscuras aguas del río. Cierta vez, Karras se había encontrado con Dios en aquel lugar. Hacía mucho tiempo. Como un amante abandonado, aún acudía a la cita.

—¡Qué vista más hermosa! —exclamó el sacerdote joven.

—Sí —aprobó Karras—. Procuro venir aquí todas las noches.

El reloj del campus anunció la hora. Eran las 7 de la tarde.

A las 7.23, el teniente Kinderman examinaba un análisis espectrográfico, el cual reveló que la pintura de la escultura hecha por Regan coincidía con la de la estatua de la Virgen María profanada.

A las 8.47, en un barrio bajo de la zona norte de la ciudad, un impasible Karl Engstrom emergió de una casa de vecindad infestada de ratas, caminó tres manzanas hacia el sur, hasta la parada del autobús y esperó solo, un momento, con rostro inexpresivo; luego se apoyó, sollozando, en un poste de la luz.

En aquel momento el teniente Kinderman estaba en el cine.