La llevaron hasta su última morada en el atestado cementerio, donde las lápidas imploraban vida.
La misa había sido solitaria, como su misma existencia. Sus hermanos de Brooklyn. El comerciante de la esquina que le fiaba. Al ver cómo la bajaban y la metían en la oscuridad de un mundo sin ventanas, Damien Karras lloró con una pena que, durante largo tiempo, había dejado de lado.
—Vamos, Dimmy, Dimmy…
Un tío suyo le pasó el brazo alrededor del hombro.
—No importa, ahora está en el cielo, Dimmy. Es feliz.
¡Oh, Dios, que sea así! ¡Ah, Dios! ¡Por favor! ¡Oh, Dios, que sea así!
Esperaron en el coche mientras él permanecía un rato junto a la tumba. No podía soportar la idea de que se quedaría sola.
En el camino hacia la «Estación Pennsylvania», oyó a sus tíos hablar de sus enfermedades con claro acento extranjero.
—… enfisema… tengo que dejar de fumar… ¿Sabes que el año pasado por poco me muero?
Espasmos de rabia amenazaban con brotar de sus labios, y, avergonzado, trató de combatirlos.
Miró por la ventanilla: pasaban por la Casa de Beneficencia, donde, los sábados por la mañana, al final del invierno, recogía ella la leche y las bolsas de patatas mientras él se quedaba en la cama; el Zoológico de Central Park, donde lo dejaba ella en verano para ir a mendigar ante la fuente de la Plaza. Al pasar por el hotel, Karras estalló en llanto; pero logró sofocar los recuerdos, secando la humedad de sus punzantes remordimientos. Se preguntaba por qué el amor había esperado tanto, por qué había aguardado hasta el momento en que los límites del contacto y la renuncia humana se habían reducido al tamaño de aquel recordatorio que llevaba en la billetera: In Memoriam…
Tuvo conciencia de ello. Esa pena era vieja.
Llegó a Georgetown a tiempo para cenar, pero no tenía apetito.
Se paseó nervioso por la casa.
Sus amigos jesuitas fueron a darle el pésame. Se quedaron un ratito.
Prometieron plegarias.
Poco después de las diez, Joe Dyer apareció con una botella de whisky. La mostró orgulloso.
—¡«Chivas Regal»!
—¿De dónde has sacado el dinero? ¿Del cepillo de los pobres?
—No seas tonto; eso sería quebrantar mi voto de pobreza.
—¿De dónde lo has sacado, pues?
—Lo he robado.
Karras sonrió y movió la cabeza en un ademán de apercibimiento amistoso, mientras traía un vaso y un jarrito de peltre para el café.
Los fregó en el diminuto lavabo del baño y dijo:
—Te creo.
—Nunca he visto una fe más profunda.
Karras sintió el aguijonazo de un dolor conocido, pero logró liberarse de él y volvió junto a Dyer, que, sentado en el catre, desprecintaba la botella.
Se sentó a su lado.
—¿Quieres absolverme ahora o más tarde?
—Ahora sirve —dijo Karras—; ya nos daremos luego mutuamente la absolución.
Dyer vertió generosamente whisky en el vaso y el jarrito.
—Los rectores de universidades no deberían beber —murmuró—. Es un mal ejemplo.
Karras bebió, pensativo. Conocía perfectamente la manera de ser del rector. Como hombre de tacto y sensibilidad, siempre actuaba por medios indirectos.
Sabía que Dyer había venido como amigo, pero también como emisario personal del rector. De modo que cuando hizo un comentario, de pasada, sobre la posible necesidad de «un descanso», el psiquiatra lo tomó como un buen augurio y sintió un alivio momentáneo.
La visita de Dyer le sentó muy bien; lo hizo reír, habló de la fiesta y de Chris MacNeil, contó nuevas anécdotas del Prefecto de Disciplina. Bebió muy poco, pero llenó una y otra vez el vaso de Karras, y cuando se dio cuenta de que estaba lo suficientemente adormilado, se levantó del catre y lo acostó, mientras él se iba al despacho y seguía hablando hasta que a Karras se le cerraron los ojos, y sus comentarios se convirtieron en gruñidos entre dientes.
Dyer le desató los cordones y le quitó los zapatos.
—¿Me vas a robar ahora los zapatos? —murmuró Karras confusamente.
—No. Yo adivino el futuro leyendo las arrugas. Cállate y duerme.
—Eres un jesuita ratero.
Dyer sonrió ligeramente y lo tapó con un abrigo, que sacó del armario.
—Mira, alguien tiene que ocuparse de las cosas materiales. Lo único que hacéis vosotros es pasar las cuentas del rosario y rezar por los hippies.
Karras no respondió. Su respiración era profunda y regular.
Dyer se fue rápidamente hacia la puerta y apagó la luz.
—Robar es pecado —musitó Karras en la oscuridad.
—Mea culpa —dijo Dyer en tono suave.
Esperó un momento, hasta que consideró que Karras estaba dormido; entonces se fue.
A medianoche, Karras se despertó llorando. Había soñado con su madre. Estaba parado junto a una ventana en pleno Manhattan, y la vio salir de las escaleras del «Metro», en la acera de enfrente.
Se detuvo en el borde de la acera, con una bolsa de papel en los brazos; lo buscaba. Él la saludó con la mano. Ella no lo vio. Recorrió las calles.
Autobuses.
Camiones. Multitudes poco amistosas. Se empezó a asustar. Volvió al «Metro» y empezó a bajar las escaleras. Karras, desesperado, corrió a la calle, llorando, llamándola; pero no la vio. Se la imaginaba indefensa y desorientada en el laberinto de túneles bajo tierra.
Cuando se hubo calmado, buscó el whisky a tientas.
Se sentó en la cama y bebió en la oscuridad.
Las lágrimas brotaban espontáneas.
No cesaban. Aquella pena era como las de la niñez.
Recordó la llamada telefónica de su tío.
—Dimmy, el edema le ha afectado el cerebro. No deja que se le acerque un médico. No hace más que gritar. Hasta le habla a la radio. Creo que se habrá de llevar a Bellevue, Dimmy. En un hospital común no la aguantarán. Calculo que en dos meses podría estar como nueva; luego la sacaríamos. ¿Está bien? Escucha, Dimmy: ya lo hemos hecho. Le pusieron una inyección y la llevaron en ambulancia esta mañana. No queremos molestarte, pero tienes que firmar los papeles. ¿Qué…? ¿Sanatorio privado? ¿Quién tiene el dinero, Dimmy? ¿Tú?
No recordaba haberse dormido.
Se despertó entumecido, con la impresión de haber sufrido una hemorragia gástrica. Vacilante, se dirigió hacia el cuarto de baño, se duchó, se afeitó y se puso la sotana. Eran las cinco y treinta y cinco. Abrió la puerta de la Santísima Trinidad, se revistió con los ornamentos y dijo misa en el altar de la izquierda.
—Memento etiam… —oró con desolada desesperación—. Acuérdate de tu sierva Mary Karras…
En la puerta del sagrario vio reflejada la cara de la enfermera recepcionista de Bellevue y oyó de nuevo los gritos que llegaban desde la habitación aislada.
—¿Es usted su hijo?
—Sí. Soy Damien Karras.
—Bueno, le aconsejo que no entre. Tiene un ataque.
Había mirado por la puerta hacia la habitación sin ventanas, con la desnuda bombilla colgando del techo, paredes acolchadas, sin adornos, sin muebles, excepto la cama en la que deliraba.
—… te rogamos le concedas un lugar de refrigerio, de luz y de paz…
Cuando ella se encontró con sus ojos, se calló de repente y desvió hacia la puerta su mirada confusa.
—¿Por qué haces eso, Dimmy? ¿Por qué?
Sus ojos eran más suaves que los de un cordero.
—Agnus Dei… —murmuró mientras se inclinaba, golpeándose el pecho—. Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, dale el descanso eterno…
Mientras elevaba la hostia con los ojos cerrados, vio a su madre en el locutorio con las manos dulcemente entrelazadas sobre la falda y una expresión dócil y perpleja, mientras el juez le explicaba el informe de los psiquiatras de Bellevue.
—¿Usted entiende eso, Mary?
Ella dijo que sí con la cabeza.
No había abierto la boca; le habían quitado la dentadura postiza.
—Bueno, ¿qué le parece, Mary?
Ella le contestó con orgullo:
—Mi hijo hablará por mí.
Un angustioso gemido se le escapó a Karras al inclinar su cabeza ante la hostia. Se golpeó el pecho. Domine, non sum dignus…
Señor, no soy digno… pero una palabra tuya bastará para sanarme.
Contra toda razón, contra todo conocimiento, rezó por que hubiera alguien que escuchara su plegaria.
Creía que no.
Después de la misa volvió al chalet y trató de dormir. Pero no pudo. Aquella misma mañana, un cura joven, al que no había visto nunca, se le acercó inesperadamente. Llamó a la puerta y se asomó al dormitorio.
—¿Está ocupado? ¿Puedo verlo un momento?
En sus ojos, la intranquilidad del dolor; en su voz, la implorante súplica.
Por un momento, Karras lo odió.
—Entre —dijo, al fin, amablemente. Pero en su interior, se enfureció contra aquella parte de su ser que lo hacía indefenso, que no podía dominar, que yacía, enroscada dentro de él, como una soga, siempre lista a saltar sin que se lo pidieran ante la petición de alguien. No lo dejaba tranquilo. Ni siquiera durante las horas de descanso. En el duermevela escuchaba a menudo un sonido, como una tenue y leve queja de una persona acongojada. Era casi inaudible a la distancia. Siempre la misma. Y durante varios minutos, después de despertarse, lo atenazaba la ansiedad de un deber no cumplido.
El cura joven tartamudeó, titubeó; parecía tímido.
Karras lo trató con paciencia. Le ofreció cigarrillos y café. Luego se obligó a adoptar una expresión de interés mientras el singular visitante le exponía gradualmente un problema familiar: la terrible soledad de los sacerdotes. De todas las ansiedades que Karras había encontrado últimamente, ésta se había convertido en la más absorbente.
Karras, mientras oía hablar a su visitante, sintió cómo la angustia de éste se transfería lentamente a él. Lo dejó hablar. Sabía que volvería a buscarlo una y otra vez, que encontraría un consuelo para su soledad, que haría de Karras un amigo.
El psiquiatra, abrumado, sintióse arrastrado hacia su pena íntima. Echó una mirada a una placa que alguien le había regalado la Navidad anterior. Leyó:
ME DUELE MI HERMANO. COMPARTO SU DOLOR. ENCUENTRO A DIOS EN ÉL.
Un encuentro fallido. Se echó la culpa a sí mismo. Había seguido mentalmente la «vía dolorosa» recorrida por sus hermanos en Cristo, pero nunca había transitado por ella, o, al menos, eso creía. Pensaba que el dolor que sentía era el propio.
Finalmente, el visitante miró su reloj. Era la hora del almuerzo en el comedor del campus. Se levantó dispuesto a irse. Se detuvo para echarle una mirada a una novela de moda que estaba sobre el despacho de Karras.
—¿La ha leído? —le preguntó Karras.
El otro negó con la cabeza.
—No. ¿Debería leerla?
—No sé. Yo hace poco la terminé y no estoy nada seguro de haberla entendido —mintió Karras. Tomó el libro y se lo alargó—. ¿Quiere leerlo? Me encantaría tener la opinión de otra persona.
—Por supuesto —dijo el jesuita mientras examinaba el libro—. Trataré de devolvérselo dentro de dos días.
Parecía estar más animado.
Apenas el visitante cerró la puerta al marcharse, Karras sintió una paz momentánea. Tomó un breviario y salió al patio, por el que caminó lentamente, mientras rezaba las horas canónicas.
Por la tarde recibió la visita del anciano sacerdote de la Santísima Trinidad, que tomó asiento junto a la mesa de su despacho y que empezó por darle el pésame.
—He dicho dos misas por ella, Damien. Y una por ti —jadeó, con acento irlandés.
—Muchas gracias, padre.
—¿Qué edad tenía?
—Setenta.
Karras clavó la vista en una hoja con oraciones que había traído aquel sacerdote. Era una de las tres que se leen en la misa; la hoja, recubierta de plástico, que contenía una parte de las plegarias que dice el sacerdote. El psiquiatra se preguntó qué estaría haciendo con ella.
—Bueno, Damien, hoy hemos descubierto otra profanación en la iglesia.
Habían pintado una imagen de la Virgen como una prostituta, le dijo el sacerdote. Luego alargó a Karras la hoja con las oraciones.
—Y esto, al día siguiente de que te fueras a Nueva York. ¿Fue el sábado? Sí, el sábado. Échale una ojeada. Acabo de hablar con un oficial de la Policía y… bueno, mira la hoja, por favor, Damien.
Mientras Karras la examinaba, el sacerdote le explicó que alguien había introducido una hoja, escrita a máquina, entre el original y la cubierta de plástico. Esta copia, aunque con algunos errores notables, estaba escrita en buen latín y describía, en vívidos y eróticos detalles, un imaginado encuentro homosexual entre la Santísima Virgen y María Magdalena.
—Ya es suficiente; no tienes necesidad de leerlo todo —dijo el sacerdote, y le quitó la hoja como si temiera que fuese ocasión de pecado—. El latín es excelente.
Quiero decir que tiene estilo, latín estilo iglesia. El oficial me ha dicho que ha hablado con un psicólogo y éste opina que la persona que lo ha escrito, podría ser un cura, un cura muy enfermo. ¿Qué te parece?
El psiquiatra pensó durante un momento. Luego asintió con la cabeza.
—Sí, podría ser. Tal vez deseaba reflejar una rebelión interna, quizás en un estado de sonambulismo total. No sé. Podría ser. Tal vez sea así.
—¿No sospechas de nadie, Damien?
—¿Qué quieres decir?
—Pues que tarde o temprano vienen a verte, ¿no es cierto? Me refiero a los enfermos del campus, si es que hay alguno. ¿No conoces a ninguno así? ¿Con esa clase de enfermedad?
—No.
—Sabía que me dirías eso.
—Bueno, de todos modos me resultaría difícil saberlo, padre. El sonambulismo es una forma de resolver gran número de posibles situaciones conflictivas, y la manera corriente de manifestarlas es simbólica. Por tanto, en realidad no sabría qué decirle. Y si fuera un sonámbulo, probablemente sufrió luego una amnesia total, de modo que ni siquiera él mismo tendría una clave.
—¿Y si tú hubieras de contárselo? —preguntó el sacerdote astutamente.
Se cogió el lóbulo de la oreja, un tic habitual en él —había notado Karras— siempre que se mostraba sagaz.
—Realmente no sé de quién se trata —repitió el psiquiatra.
—No. Nunca he creído que me lo fueras a decir. —Se levantó y se dirigió a la puerta—. ¿Sabes a lo que se parecen los psiquiatras?
—A sacerdotes —rezongó.
Mientras Karras se reía suavemente, el sacerdote volvió sobre sus pasos y dejó caer en la mesa la hoja de oraciones.
—Me parece que debes estudiar esto —dijo entre dientes—. A lo mejor se te ocurre algo.
El sacerdote se dirigió de nuevo hacia la puerta.
—¿Han comprobado si hay huellas digitales? —preguntó Karras.
El sacerdote se detuvo y se volvió levemente.
—Lo dudo. Después de todo, no andamos buscando a un criminal, ¿verdad? Lo más probable es que sea un feligrés demente. ¿Qué te parece, Damien? ¿Crees que puede ser alguien de la parroquia? Yo pienso que sí.
No ha sido un sacerdote, sino un seglar. —Había vuelto a cogerse el lóbulo de la oreja—. ¿No crees?
—Sinceramente no sabría decirlo —repitió Karras.
—Sabía que me dirías eso —repitió, a su vez, el sacerdote.
Aquel mismo día, el padre Karras fue relevado de sus funciones como consejero y destinado a la Facultad de Medicina de Georgetown University, como profesor de Psiquiatría. Tenía órdenes de «descansar».