CAPÍTULO CUARTO

Viernes, 29 de abril. Mientras Chris esperaba en el pasillo de los dormitorios, el doctor Klein y un renombrado neuropsiquiatra examinaban a la niña.

Los médicos la observaron durante media hora. Se dejaba caer.

Daba vueltas sobre sí misma. Se tiraba de los pelos.

Ocasionalmente hacía gestos con la cara y se apretaba las manos contra los oídos como para anular un ruido repentino y ensordecedor. Vociferaba obscenidades. Aullaba de dolor. Finalmente, se arrojó boca abajo sobre la cama, doblando las piernas debajo del estómago. Gemía en forma incoherente.

El psiquiatra le dijo a Klein que se alejara de la cama.

—Vamos a darle un tranquilizante —murmuró—. Tal vez así pueda hablar con ella.

El internista asintió y preparó una inyección de cincuenta miligramos de «Thorazine». Sin embargo, al acercarse los médicos a la cama, Regan pareció sentir su presencia, y, rápidamente, se volvió, y cuando el neuropsiquiatra trató de sujetarla, empezó a chillar con furia. Lo mordió. Le pegó. Lo mantuvo a distancia.

Sólo cuando llamaron a Karl para que les ayudara, pudieron mantenerla lo suficientemente quieta como para que Klein le inyectara el sedante.

La dosis fue insuficiente.

Tuvieron que administrarle otros cincuenta miligramos. Esperaron.

Regan se calmó. Luego, somnolienta… miró a los médicos.

—¿Dónde está mamá? Quiero que venga mamá —lloraba.

Ante una seña del neuropsiquiatra, Klein salió de la habitación para llamar a Chris.

—Tu madre vendrá dentro de un momento, querida —dijo el psiquiatra a Regan. Sentado en la cama, le acarició la cabeza—. Vamos, vamos… ya está bien, ya está bien, querida. Yo soy médico.

—Quiero que venga mi mamá —lloraba Regan.

—Ya viene. ¿Te duele, querida?

La niña asintió. Lloraba a lágrima viva.

—¿Dónde?

—En todo el cuerpo —lloriqueaba Regan.

—¡Oh, mi pequeña!

—Mamá.

Chris corrió a la cama y la abrazó. La besó. La calmó y la consoló. Luego, Chris no pudo más y rompió a llorar.

—¡Oh, Rags, has vuelto! ¡Eres tú, realmente!

—Mamita, él me causaba dolor. —Regan hacía pucheros—. Dile que no me dé más dolor. ¡Por favor! ¿Sí?

Por un momento, Chris se quedó desconcertada, luego echó una rápida mirada en dirección a los médicos, con una expresión suplicante en los ojos.

—Le hemos dado sedantes fuertes —dijo, amablemente, el psiquiatra.

—¿Quiere decir que…?

Él la interrumpió.

—Veremos. —Después se volvió hacia Regan—. ¿Puedes decirme qué te pasa, querida?

—No lo sé —respondió—. No sé por qué me hace él esto. —Se le caían las lágrimas—. Antes había sido siempre mi amigo.

—¿Quién?

—El capitán Howdy. Y entonces es como si otra persona estuviera dentro de mí. Y me obliga a hacer cosas.

—¿El capitán Howdy?

—No lo sé.

—¿Es una persona?

Ella asintió.

—¿Quién?

—No lo sé.

—Bueno, está bien. Vamos a probar algo, Regan. Un juego. —Hurgó en su bolsillo en busca de una bolita de colores brillantes atada a una cadenita plateada. ¿Nunca has visto películas en las que hipnotizaban a la gente?

Ella asintió.

—Bueno, yo soy hipnotizador. Sí. Yo vivo hipnotizando a las personas. Si ellos me dejan, claro. Creo que si te hipnotizo a ti, Regan, eso te ayudaría a ponerte bien. Sí, esa persona que está dentro de ti va a salir en seguida. ¿Quieres que te hipnotice? Mira, tu madre está aquí a tu lado.

Regan le preguntó con los ojos.

—Hazlo, querida —la apremió Chris—. Pruébalo.

Regan se dirigió al psiquiatra e hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Bueno —dijo suavemente—. Pero sólo un poquito.

El psiquiatra sonrió y miró bruscamente detrás de él al oír como un ruido de vajilla que se rompiera. Un valioso florero se había caído al suelo desde una cómoda donde el doctor Klein apoyaba el antebrazo.

Desconcertado, miró su brazo y luego los fragmentos rotos; se agachó para recogerlos.

—No se moleste, doctor; Willie los quitará —le dijo Chris.

—¿Podría cerrar las persianas, Sam? —dijo el psiquiatra—. ¿Y bajar las cortinas?

Cuando la habitación estuvo a oscuras, el psiquiatra cogió la cadena entre los dedos y comenzó a balancear la bolita hacia atrás y hacia delante, con un movimiento natural. Hizo brillar una luz sobre ella. Resplandecía. Empezó a musitar un ritual hipnótico.

—Mira esto, Regan, sigue mirando, y pronto sentirás que los párpados se te ponen pesados, pesados…

Poco después, la niña parecía estar en trance.

—Extremadamente sugestionable —murmuró el psiquiatra. Luego le habló a la niña—. ¿Estás cómoda, Regan?

—Sí.

Su voz era suave y susurrante.

—¿Qué edad tienes, Regan?

—Doce.

—¿Hay alguien dentro de ti?

—A veces.

—¿Cuándo?

—En distintos momentos.

—¿Es una persona?

—Sí.

—¿Quién?

—No lo sé.

—¿El capitán Howdy?

—No lo sé.

—¿Un hombre?

—No lo sé.

—Pero ¿está ahí?

—Sí, a veces.

—¿Ahora?

—No lo sé.

—Si le digo que me hable, ¿le permitirás que me conteste?

—No.

—¿Por qué no?

—Porque tengo miedo.

—¿De qué?

—No lo sé.

—Si él habla conmigo, Regan, creo que te dejará de una vez. ¿Quieres que te deje?

—Sí.

—Entonces permítele hablar.

¿Lo harás?

Una pausa; luego:

—Sí.

—Ahora me estoy dirigiendo a la persona que está dentro de Regan —dijo el psiquiatra con firmeza—. Si se halla ahí, usted también está hipnotizado y debe responder a todas mis preguntas. —Durante un momento se calló para dejar que la sugestión entrara en su corriente sanguínea. Luego lo repitió—. Si se halla ahí, usted también está hipnotizado y debe responder a todas mis preguntas. Salga y respóndame ahora. ¿Está ahí?

Silencio. Inmediatamente ocurrió algo curioso: de pronto, el aliento de Regan se hizo fétido, espeso.

El psiquiatra lo olió desde medio metro de distancia. Hizo brillar la luz sobre la cara de Regan.

Chris ahogó un grito. Las facciones de su hija se transformaban, al contraerse, en una horrible máscara: los labios se le endurecieron, estirados en direcciones opuestas; la lengua, tumefacta, le colgaba de la boca como la de una bestia feroz.

—¡Oh, Dios mío! —musitó Chris.

—¿Es usted la persona que está dentro de Regan? —preguntó el psiquiatra.

Ella asintió.

—¿Quién es usted?

—Eidanyoson —contestó guturalmente.

—¿Así se llama usted?

Ella asintió.

—¿Es un hombre?

—Digamos…

—¿Ha contestado?

—Digamos…

—Si quiere decir «sí», haga un movimiento afirmativo con la cabeza.

Lo hizo.

—¿Está hablando en un idioma extranjero?

—Digamos…

—¿De dónde viene?

—Soid…

—¿De dónde dice que viene?

—Soidedognevon.

El psiquiatra pensó durante un momento; luego intentó otro modo de afrontarlo:

—Cuando yo le pregunte, contésteme con movimientos de cabeza.

¿Entiende?

Regan asintió.

—¿Tienen sentido sus respuestas? —le preguntó.

—Sí.

—¿Es usted alguien que Regan haya conocido antes?

—No.

—¿De quién haya oído hablar?

—No.

—¿Es usted una persona que ella inventó?

—No.

—¿Es usted real?

—Sí.

—¿Parte de Regan?

—No.

—¿Alguna vez fue parte de ella?

—No.

—¿A usted le gusta ella?

—No.

—¿Le disgusta?

—Sí.

—¿La odia?

—Sí.

—¿Por algo que ella hizo?

—Sí.

—¿Usted la culpa por el divorcio de los padres?

—No.

—¿Tiene algo que ver con los padres?

—No.

—¿Con un amigo?

—No.

—Pero la odia.

—Sí.

—¿Está castigando a Regan?

—Sí.

—¿Quiere hacerle daño?

—Sí.

—¿Matarla?

—Sí.

—Si ella muriera, ¿moriría usted también?

—No.

La respuesta pareció turbarlo, y bajó la vista, pensativo. Los muelles de la cama crujieron cuando se cambió de lugar. En la asfixiante quietud, la respiración de Regan parecía salir de unos pulmones pútridos. Allí. Y, sin embargo, lejos. Lejanamente siniestra.

El psiquiatra levantó de nuevo la vista y la clavó en aquella horrenda cara contraída. Sus ojos brillaban agudos, especulando con las posibilidades.

—¿Hay algo que ella puede hacer para que usted se vaya?

—Sí.

—¿Me lo va a decir?

—No.

—Pero…

Bruscamente, el psiquiatra abrió la boca, asombrado y dolorido, cuando se dio cuenta, con horrorizada incredulidad, de que Regan le estaba apretando los genitales con una mano tan fuerte como una pinza de hierro. Con los ojos desmesuradamente abiertos, luchó por librarse. No pudo.

—¡Sam, Sam, ayúdeme! —dijo, desfalleciente.

Desconcierto. Confusión.

Chris se levantó y fue a encender la luz.

Klein se adelantó corriendo.

Regan, con la cabeza inclinada hacia atrás, se rió diabólicamente; luego aulló como un lobo.

Chris oprimió el interruptor de la luz. Volvióse.

Vio como la película granulada y titilante de una pesadilla en cámara lenta: Regan y los médicos retorciéndose sobre la cama en una maraña de brazos y piernas en movimiento, en una refriega de gestos, respiraciones entrecortadas y juramentos; el aullido, el ladrido y la horripilante risa; Regan relinchando; luego se animaba la escena, y la cama se agitaba, era sacudida violentamente de un lado a otro, mientras Chris observaba, impotente, que su hija ponía los ojos en blanco y emitía un penetrante aullido de terror, que emergía de la base de su columna retorcida.

Regan se arqueó y cayó inconsciente. Algo atroz abandonó la habitación.

Durante un momento de tensa expectación, nadie se movió. Luego, lenta y cuidadosamente, los médicos pudieron liberarse, al fin, de su grotesca postura y ponerse de pie.

Miraron fijamente a Regan. Al cabo de un rato, el inexpresivo Klein le tomó el pulso. Satisfecho, la tapó con la manta e hizo un gesto con la cabeza a los demás, que salieron del cuarto y fueron al despacho.

Durante un tiempo, nadie habló.

Chris estaba en el sofá. Klein y el psiquiatra se sentaron cerca de ella, en sillas enfrentadas. El psiquiatra, pensativo, se mordía el labio inferior mientras miraba fijamente hacia la mesita de café; luego suspiró y levantó la vista hacia Chris. Se encontró con la mirada agotada de ella.

—¿Qué diablos pasa? —preguntó ella en un susurro lastimero y ansioso.

—¿Reconoció usted el idioma que hablaba? —le preguntó él.

Chris denegó con la cabeza.

—¿Profesa usted alguna religión?

—No.

—¿Y su hija?

—Tampoco.

Entonces el psiquiatra le dirigió una interminable serie de preguntas relacionadas con la historia psicológica de Regan. Cuando, por fin, terminó, parecía desconcertado.

—¿Qué pasa? —preguntó Chris torciendo y retorciendo el pañuelo, hecho un ovillo, entre sus dedos de nudillos blancos—. ¿Qué tiene?

—Es algo confuso —respondió, evasivo, el psiquiatra—. Honestamente sería muy irresponsable de mi parte aventurar un diagnóstico con sólo un examen tan breve.

—Pero debe de tener alguna idea, ¿verdad? —insistió ella.

El psiquiatra suspiró, apoyándose un dedo en la ceja.

—Sé que está usted muy ansiosa, por lo cual voy a aventurar una o dos impresiones hipotéticas.

Chris se inclinó hacia delante y, tensa, asintió.

Los dedos, sobre su falda, empezaron a manosear el pañuelo, tanteando las puntadas del dobladillo como si fueran cuentas de un rosario de hilo arrugado.

—Para empezar —le dijo—, es casi improbable que esté fingiendo.

Klein asintió.

—Opinamos eso por una serie de razones —continuó el psiquiatra—. Por ejemplo, las contorsiones anormales y dolorosas y, sobre todo, por el cambio de sus facciones cuando le hablaba a la persona que ella cree tener dentro. Un efecto psíquico de esa índole no se daría, a menos que ella creyera en esa persona. ¿Me entiende?

—Creo que sí —respondió Chris entornando los ojos con asombro—. Pero no entiendo de dónde viene esa persona. Quiero decir que oigo hablar de «doble personalidad», pero nunca me han dado una explicación del fenómeno.

—Nadie conoce tal explicación, mistress MacNeil.

Usamos conceptos como «conciencia», «mente», «personalidad», pero no sabemos todavía lo que son en realidad. —Movía la cabeza con gesto de duda—. No lo sabemos. En absoluto. De modo que cuando yo empiezo a hablar de la personalidad doble o múltiple, expongo sólo algunas teorías que plantean interrogantes, más que responder a ellos. Freud opinaba que ciertas ideas y sentimientos son reprimidos por la mente consciente, aunque permanecen ocultos en el subconsciente de una persona; quedan, de hecho, muy arraigados, y siguen expresándose a través de ciertos síntomas psiquiátricos.

Pues bien, cuando este material reprimido o, llamémoslo, disociado (la palabra «disociación» implica una separación de la conciencia), se halla lo suficientemente arraigado, o cuando la personalidad del sujeto es débil o está desorganizada, el resultado puede ser una psicosis esquizofrénica. Lo cual no es lo mismo —la previno— que doble personalidad. La esquizofrenia es un quebrantamiento de la personalidad. Pero cuando la materia disociada es tan intensa como para presentarse de algún modo conjugada, para organizarse en el subconsciente del individuo, se dice que funciona independientemente como una personalidad separada y que gobierna las funciones del cuerpo.

Respiró. Chris no perdía palabra; él prosiguió:

—Esa es una teoría. Hay varias más, algunas de las cuales hablan de la noción de evasión hacia la inconsciencia, evasión de algún conflicto o problema emocional. Volviendo a Regan, no tiene antecedentes de esquizofrenia, y el electroencefalograma no ha mostrado el trazado de ondas cerebrales que generalmente la acompañan. De modo que me inclino a descartar la esquizofrenia. Lo cual nos deja abierto el gran campo de la histeria.

—Entonces hemos perdido una semana —murmuró Chris deprimida.

El preocupado psiquiatra esbozó una sonrisa.

—La histeria —continuó— es una forma de neurosis en la cual las perturbaciones emocionales se convierten en trastornos del cuerpo.

En algunas de sus formas hay disociación. En la psicastenia, por ejemplo, el individuo pierde la conciencia de sus actos, pero se ve a sí mismo actuar y atribuye sus actos a otra persona. Sin embargo, su idea de la segunda personalidad es vaga, y la de Regan parece específica. De modo que llegamos a la forma de histeria que Freud llamó «conversión». Nace de sentimientos inconscientes de culpa y de la necesidad de ser castigado. El síntoma predominante sería la disociación, o aun la personalidad múltiple. Y el síndrome podría también incluir convulsiones epileptoides, alucinaciones y excitación motriz anormal.

—Es semejante a lo que tiene Regan —aventuró Chris, pensativa—. ¿No le parece? Si no fuera por eso de la culpa… ¿Por qué podría sentir culpa?

—Una respuesta estereotipada sería —dijo el psiquiatra— el divorcio. Los niños sienten a menudo que ellos son los rechazados, y asumen la responsabilidad total por la partida de uno de los padres. En el caso de su hija, hay motivos para creer que ésa puede ser la razón. Y aquí pienso en la preocupación y en la profunda depresión por la idea de que la gente muere: la tanatofobia. En los niños va acompañada de formación de culpa relacionada con una presión familiar, a menudo, el temor a perder a uno de los padres. Provoca furia e intensa frustración. Más aún, la culpa, en este tipo de histeria, no es necesariamente conocida por la mente inconsciente. Incluso podría ser esa culpa de la que decimos que «flota libre», o sea, una culpa general no relacionada con nada en particular —concluyó.

Chris sacudió la cabeza.

—Estoy algo confusa —murmuró—. ¿Dónde se insertaría esta nueva personalidad?

—Voy a emitir otra suposición —replicó—, sólo una conjetura; mas presumiendo que es una conversión histérica provocada por complejo de culpa, entonces la segunda personalidad sería, simplemente, un agente que aplica el castigo. Si Regan misma lo hiciera, significaría que ella reconoce su culpa. Pero quiere escapar a ese reconocimiento. Por tanto, tenemos una segunda personalidad.

—¿Y eso es lo que cree usted que tiene?

—Como ya le he dicho, no lo sé —contestó el psiquiatra, aún evasivo. Parecía escoger las palabras como si eligiera las piedras para cruzar un arroyo—. Es muy poco común, en una criatura de la edad de Regan, el poder reunir y organizar los componentes de una nueva personalidad. Y ciertas… bueno, otras cosas son desconcertantes. Su actuación con el tablero Ouija, por ejemplo, indicaría una naturaleza en extremo sugestionable, y, sin embargo, según parece, nunca la he hipnotizado. —Se encogió de hombros—. Bueno, tal vez ella se resistió. Pero lo realmente asombroso —anotó— es la aparente precocidad de la nueva personalidad. No es en absoluto una persona de doce años. Es mucho mayor. Y también las palabras que ha usado… —Clavó la vista en la alfombra frente a la chimenea, mordiéndose, pensativo, el labio inferior—. Existe un estado similar, por supuesto, pero no sabemos mucho de él: una forma de sonambulismo en la que el sujeto manifiesta repentinamente conocimientos o habilidades que nunca había aprendido antes, y en la que la segunda personalidad intenta destruir a la primera. Sin embargo…

De pronto se interrumpió y miró a Chris:

—Todo esto es terriblemente complicado —le dijo—, y yo lo he simplificado mucho.

—Entonces, ¿dónde está la clave? —preguntó Chris.

—Por el momento la desconocemos. La niña necesita un examen exhaustivo por un equipo de expertos, dos o tres semanas de estudio realmente intensivo en una clínica, por ejemplo, la «Clínica Barringer», en Dayton.

Chris desvió la mirada.

—¿Tiene algún inconveniente?

—No, ninguno —suspiró ella—. Sólo que he perdido la esperanza, eso es todo.

—No la entiendo.

—Es una tragedia interior.

El psiquiatra habló por teléfono a la «Clínica Barringer» desde el despacho de Chris. Quedaron en que llevarían a Regan al día siguiente.

Los médicos se fueron.

Chris se tragó el dolor del recuerdo de Dennings, junto con el recuerdo de muerte y de gusanos, de vacíos y soledad indecible, y de quietud, tinieblas, bajo la tierra, donde nada se mueve, nada… Lloró brevemente y empezó a hacer las maletas.

Estaba en su dormitorio eligiendo la peluca que llevaría en Dayton cuando apareció Karl. Alguien venía a verla, le dijo.

—¿Quién?

—Un detective.

—¿Y quiere verme a mí?

Él asintió. Luego le alargó una tarjeta. La miró con aire ausente. Decía: William F.

Kinderman, Teniente de Policía; y, abajo, en el ángulo izquierdo, como un pariente pobre, se leía:

Sección Homicidios. Estaba impresa en letra inglesa, más apropiada para un vendedor de antigüedades.

Sospechando algo, levantó la mirada de la tarjeta.

—¿Trae algo que pueda ser un guión? ¿Un sobre marrón grande o algo por el estilo?

Chris había descubierto que no había una sola persona en el mundo que no tuviera una novela, o un guión, o un bosquejo de ambos, metidos en un cajón, o una comedia en la cabeza. Ella parecía atraerlos.

Pero Karl hizo un gesto negativo con la cabeza.

Chris se sintió inmediatamente curiosa y bajó las escaleras. ¿Burke? ¿Tendría algo que ver con Burke?

La esperaba en el vestíbulo, sosteniendo el ala de su sombrero, blando y maltrecho, con unos dedos cortos, gruesos y recientemente arreglados por la manicura. Regordete. De cincuenta y pico. Mejillas fláccidas, brillantes por el jabón. Pero sus arrugados pantalones, con rodilleras, contrastaban con el atildamiento de su cuerpo.

Una vieja chaqueta de tweed gris, pasada de moda, le quedaba muy holgada, y sus húmedos ojos marrones, levemente almendrados, parecían contemplar tiempos ya idos. Jadeaba como un asmático mientras esperaba.

Chris se acercó a él. El detective extendió su mano con un gesto cansino y algo paternal, y habló con una voz ronca y enfisematosa.

—¿Me he metido en algún lío? —le preguntó Chris ansiosa, al darle la mano.

—¡Oh, no, qué va! —exclamó él, e hizo un gesto con una mano como si espantara moscas. Había cerrado los ojos e inclinado la cabeza. La otra mano la tenía suavemente apoyada contra el estómago.

Chris estaba esperando un «¡Dios no lo permita!».

—No; es puro formulismo —la tranquilizó—, formulismo. ¿Está ocupada? Si lo está, puedo volver mañana.

Hizo un ademán de irse, pero Chris le dijo, ansiosa:

—¿De qué se trata? ¿Burke? ¿Burke Dennings?

El aplomo del detective relajó su tensión.

—¡Es una lástima! —musitó el detective con los ojos bajos y moviendo la cabeza.

—¿Lo mataron? —preguntó Chris con una mirada impresionada—. ¿Es ésa la razón de su presencia aquí? Lo mataron, ¿verdad?

—¡No, no… no! Es un formulismo —repitió él—, puro formulismo. Como era un hombre tan importante, no podíamos desentendernos del caso. No podíamos —manifestó con aire de importancia—. Sólo unas preguntas. ¿Se cayó o lo empujaron? —Al preguntar, subrayó cada posibilidad con movimientos de cabeza y de manos. Luego se encogió de hombros y susurró con voz ronca—: ¡Quién sabe!

—¿Le robaron algo?

—No, nada, Miss MacNeil, pero en estos tiempos no se necesita un motivo —movía constantemente las manos, como un guante fláccido manejado por un titiritero—. Hoy por hoy, señorita, un motivo es un estorbo para un asesino, más todavía, un impedimento. —Agitó la cabeza—. Esas drogas, esas drogas… —deploró—. La LSD…

Miró a Chris mientras se golpeaba el pecho con los dedos.

—Créame, yo soy padre, y se me parte el corazón al ver las cosas que están pasando. ¿Tiene usted hijos?

—Sí, uno.

—¿Varón?

—No, una niña.

—Bueno…

—¿Por qué no pasa al despacho? —lo interrumpió Chris, ansiosa, mientras se volvía para indicarle el camino. Estaba perdiendo la paciencia.

—Miss MacNeil, ¿podría pedirle un favor?

Chris se volvió con el presentimiento de que le pediría un autógrafo para sus hijos. Nunca era para quienes lo pedían. Siempre para los chicos.

—Sí, por supuesto —dijo.

—Mi estómago. —Hizo una mueca—. ¿No tendría por casualidad alguna sal de frutas? Lamento molestarla.

—No es ninguna molestia —suspiró Chris—. Siéntese en el despacho —dijo, señalando hacia la estancia; luego se volvió y se encaminó a la cocina—. Creo que tengo un frasco.

—No, yo iré a la cocina —le dijo, y la siguió—. No quiero molestar.

—No es ninguna molestia.

—De verdad, no se moleste, se lo ruego. Sé que está usted ocupada. ¿Tiene hijos? —preguntó mientras caminaba a su lado—. ¡Ah, sí, una hija, ya me lo ha dicho! Sólo una hija.

—Sí, sólo ella.

—¿Qué edad tiene?

—Acaba de cumplir doce.

—Entonces no tiene por qué preocuparse —musitó—. Al menos todavía. Pero tenga cuidado dentro de un tiempo. —Movía la cabeza. Chris notó que su andar era torpe—. Cuando uno ve, a cada paso, la enfermedad… —continuó—. Increíble. Tremendo. Hace unos días (o semanas, no me acuerdo) miré a mi esposa y le dije: «Mary, el mundo, el mundo entero, está trastornado». Todos. El mundo entero. —Hizo un ademán como si quisiera abarcar ese mundo al que se refería.

Entraron en la cocina, donde Karl estaba limpiando el interior del horno. Ni se volvió ni se dio por enterado de su presencia.

—¡Me da tanta vergüenza! —exclamó el detective cuando Chris abrió un aparador. Pero tenía la mirada en Karl, aquella mirada que le rozaba inquisitivamente la espalda, brazos y cuello, como un ave planeando sobre un lago—. Conozco a una famosa actriz de cine —continuó— y tengo que pedirle sal de frutas. ¡Hay que ver!

Chris había encontrado el frasco y buscaba un abrebotellas. Lo abrió.

—¿Sabe usted que he visto seis veces su película Ángel?

—Si quiere usted encontrar al asesino —murmuró ella, mientras le servía la efervescente sal de frutas—, arreste al productor y al jefe de fotografía.

—¡Oh, no! ¡Me ha parecido excelente! ¡De veras me ha encantado!

—Siéntese. —Chris movió la cabeza en dirección a la mesa.

—Muchas gracias. —Se sentó—. La película es simplemente extraordinaria —insistió—. Conmovedora de verdad. Pero hay una sola cosa —se aventuró—, un pequeñísimo detalle. ¡Oh, gracias!

Ella le había alargado el vaso de sal de frutas y se había sentado al otro lado de la mesa, con las manos entrelazadas.

—Un pequeño error —prosiguió en tono de excusa—. Sin importancia. Y créame, por favor, soy sólo un profano. ¿Sabe? Uno más del público. ¿Qué puedo saber? Sin embargo, me pareció (a mí, un profano) que la música perturbaba algunas escenas. Molestaba mucho. —Entraba en calor, entusiasmado—. No hacía más que recordarme que era una película.

Igual que esos ángulos fotográficos raros que usan hoy en día. ¡Distraen tanto! A propósito, Miss MacNeil, la música, ¿es un plagio de Mendelssohn?

Chris tamborileó con los dedos suavemente sobre la mesa. Extraño detective. ¿Y por qué miraba constantemente a Karl?

—No sabría decirle, pero me alegro de que le haya gustado la película. Lo mejor es que se la tome —dijo, señalando la sal de frutas con un gesto de la cabeza—. Va a perder la efervescencia.

—¡Ah, sí! ¡Soy tan parlanchín! Y usted tiene sus cosas que hacer. Perdóneme —levantó el brazo como si fuera a hacer un brindis y vació su contenido, levantando el dedo meñique—. ¡Qué rica! —exclamó, satisfecho, al dejar el vaso, mientras atraía su atención la escultura del pájaro que estaba haciendo Regan. Ocupaba el centro de la mesa; su pico flotaba, burlón y estirado, sobre el salero y el pimentero—. ¡Qué raro! —Sonrió—. Bonito. —Levantó la mirada—. ¿Quién es el artista?

—Mi hija —contestó Chris.

—Muy bonito.

—Mire, me molesta tener que ser…

—Sí, ya sé, soy un pesado. Pues bien, le haré una o dos preguntas y terminaremos. De hecho, una sola y me iré. —Miró su reloj de pulsera como si estuviera ansioso por acudir a otra cita—. Como el pobre señor Dennings —dijo esforzadamente había terminado de filmar en esta zona, pensamos que tal vez visitara a alguien la noche del accidente. Además de usted, ¿tenía otros amigos por aquí?

—Estuvo aquí aquella noche —le dijo Chris.

—¿Sí? —Arqueó las cejas—. ¿Hacia la hora del accidente?

—¿A qué hora ocurrió? —le preguntó Chris.

—A las siete y cinco.

—Entonces, sí.

—Esto lo explica. —Asintió con la cabeza y se volvió en su silla, como si fuera a irse—. Estaba borracho y se cayó por la escalera. Sí, esto cierra el caso. Para siempre. Pero escuche, sólo para el sumario: ¿Podría decirme aproximadamente a qué hora salió de la casa?

Tanteaba la verdad como un aburrido solterón las verduras en el mercado. ¿Cómo había podido llegar a ser teniente de la Policía?, se preguntó Chris.

—No sé —respondió—. Yo no lo vi.

—No entiendo.

—Él vino y se fue mientras yo no estaba. Yo había ido al consultorio médico, en Rosslyn.

—¡Ah, claro! —Hizo un gesto afirmativo con la cabeza—. Por supuesto. Pero, entonces, ¿cómo sabe usted que estuvo aquí?

—Bueno, Sharon dijo…

—¿Sharon? —la interrumpió.

—Sharon Spencer. Es mi secretaria. Estaba aquí cuando llegó Burke. Ella…

—¿Vino a verla a ella? —preguntó.

—No, a mí.

—Claro. Perdóneme por haberla interrumpido.

—Mi hija estaba enferma, y Sharon lo dejó aquí mientras ella iba a comprar unos medicamentos. Pero cuando volví a casa, Burke ya no estaba.

—¿Y a qué hora fue eso, por favor?

—Más o menos a las siete y cuarto o siete y media.

—¿A qué hora salió usted?

—A eso de las seis y cuarto.

—¿Y a qué hora se marchó Miss Spencer?

—No lo sé.

—Y entre la hora en que se fue Miss Spencer y el momento en que usted llegó, ¿quién estaba aquí en la casa con el señor Dennings, aparte de su hija?

—Nadie.

—¿Nadie? ¿La dejó sola?

Chris asintió.

—¿Ningún sirviente?

—No. Willie y Karl estaban…

—¿Quiénes son?

Bruscamente, Chris sintió que la tierra se movía bajo sus pies.

La entrevista —se dio cuenta— se había convertido en un inflexible interrogatorio.

—Bueno, Karl está aquí, ya lo ve. —Hizo un gesto con la cabeza, mientras clavaba su aburrida mirada en la espalda del sirviente, que seguía limpiando el horno—. Willie es su esposa —prosiguió—. Son los sirvientes. Tenían la tarde libre, y cuando llegué, ellos no habían vuelto aún. Willie… —Chris hizo una pausa.

—¿Willie qué?

—No, nada. —Se encogió de hombros, al tiempo que desviaba la vista de la espalda de su sirviente. El horno estaba limpio. ¿Por qué seguía frotándolo Karl?

Buscó un cigarrillo. Kinderman se lo encendió.

—Entonces sólo su hija podría saber cuándo salió de la casa Dennings.

—Pero ¿fue en realidad un accidente?

—¡Oh, por supuesto! Es un formulismo, Miss MacNeil, un formulismo. No le robaron nada al señor Dennings, y él no tenía enemigos; por lo menos, ninguno que nosotros conozcamos en el distrito.

Chris lanzó una discreta mirada a Karl, pero rápidamente se volvió hacia Kinderman. ¿Se habría dado cuenta? Aparentemente, no. Pasaba sus dedos por la escultura.

—Este tipo de pájaro tiene un nombre; no me acuerdo cuál es… —Notó que Chris lo miraba, y le dio un poco de vergüenza—. Discúlpeme, usted está ocupada. Un minuto más, y acabamos. ¿Podría decir su hija cuándo se fue el señor Dennings?

—No, no podría. Le habían dado sedantes fuertes.

—¡Oh, qué pena! —Sus ojos parecían llenos de preocupación—. ¿Es grave?

—Me temo que sí.

—¿Puedo preguntar…? —insinuó.

—Todavía no sabemos nada.

—Tenga cuidado con las corrientes de aire —le advirtió, en tono firme.

Chris parecía absorta.

—Una corriente de aire en invierno, cuando la casa está caliente, es una alfombra mágica para los microbios. Mi tía solía decirlo.

Tal vez fuera sólo un cuento. Quizá. —Se encogió de hombros—. Pero yo creo que un cuento es como un menú en un distinguido restaurante francés: un fascinante y complicado camuflaje de algo que, de otro modo, no se tragaría uno, por ejemplo, algarrobas —dijo serio.

Chris se relajó. Kinderman había vuelto a ser el perrito lanudo retozando por los campos de trigo.

—El cuarto de ella, ¿es ese de la ventana grande que da a la escalera exterior? —dijo mientras señalaba con el pulgar en dirección al dormitorio.

Chris asintió.

—Mantenga cerrada la ventana, y verá cómo mejora la niña.

—Siempre está cerrada y con las cortinas corridas —dijo Chris, mientras él hundía una mano regordeta en un bolsillo interior de su chaqueta.

—Mejorará —repitió en tono sentencioso—. Recuerde: hombre prevenido…

Chris volvió a tamborilear con los dedos en la mesa.

—Está usted ocupada. Bueno, hemos terminado. Sólo unas anotaciones para el sumario y acabamos.

Del bolsillo de la chaqueta sacó un programa arrugado, de una representación escolar de Cyrano de Bergerac, y luego se palpó los bolsillos del abrigo, donde encontró un resto de lápiz, amarillo y mordisqueado, cuya punta parecía haber sido hecha con tijeras.

Aplastó el programa sobre la mesa y le alisó las arrugas.

—Solamente uno o dos nombres —dijo—. Spencer, ¿con c?

—Sí, c.

—Con c —repitió, escribiendo el nombre en el margen del programa—. ¿Y los sirvientes de la casa?

¿John y Willie…?

Karl y Willie Engstrom.

—Karl. Bien. Karl Engstrom. —Anotó los nombres con letra de trazo grueso—. Ahora vamos a ver las horas —dijo ronco, mientras le daba la vuelta al programa y buscaba un espacio en blanco—. Las horas. ¡Oh, no, espere! Me olvidaba. Sí, los sirvientes. ¿A qué hora dijo que llegaron?

—No he dicho nada sobre eso. Karl, ¿a qué hora volvió anoche? —Chris se dirigió a él. El suizo se volvió, mostrando su rostro inescrutable.

—Exactamente a las nueve y media, señora.

—¡Cierto! ¡Usted se había olvidado la llave! Recuerdo que miré el reloj de la cocina cuando tocó el timbre.

—¿Vio una buena película? —preguntó el detective a Karl—. Yo nunca me guío por los comentarios —le dijo a Chris, en un susurro aparte—. Es lo que piensa la gente, el público.

—Paul Scofield en Lear —informó Karl al detective.

—¡Ah, sí, yo también la he visto! Es magnífica.

—Sí, en el «Cine Crest» —continuó Karl—. La sesión de las seis. Inmediatamente después tomé un autobús frente del cine y…

—Por favor, no es necesario —protestó el detective con un gesto—. Por favor.

—A mí no me molesta.

—Si usted insiste…

—Me apeé en el cruce de la avenida Wisconsin con la calle M a las nueve y veinte, quizá. Después caminé hasta la casa.

—No es necesario que siga —le informó el detective—, pero, de todos modos, gracias. ¿Le gustó la película?

—Buenísima.

—Sí, a mí me pareció lo mismo. Excepcional. Bueno… —volvió a dirigirse a Chris y a escribir en el programa—. La he hecho perder tiempo, pero tengo una tarea que cumplir. —Se encogió de hombros—. Sólo un momento y terminamos. Trágico… trágico… —jadeó, mientras escribía en los márgenes—. ¡Un talento tan grande! Y un hombre que conocía a la gente; estoy seguro de que sabía cómo manejar a las personas. Con tantos elementos que podían ver su lado bueno o su lado malo, por ejemplo, los operadores, los ingenieros de sonido, los compositores, todos… Corríjame si me equivoco, pero me parece que, hoy por hoy, un director importante ha de ser casi un Dale Carnegie. ¿Estoy equivocado?

—Bueno, Burke tenía su geniecito —suspiró Chris. El detective volvió a poner el programa en posición normal.

—Tal vez sea así con los tipos importantes. La gente de su talla. —Volvió a garabatear—. Pero la clave está en la gente que pasa inadvertida, esos que manejan los pequeños detalles, y que, si no los manejaran bien, serían detalles mayores. ¿No le parece?

Chris se miró las uñas y, tristemente, movió la cabeza.

—Cuando Burke empezaba a hablar, nunca había diferencias —murmuró ella con una débil mueca de sonrisa—. No, señor. Sólo cuando bebía.

—Terminamos. Hemos terminado. —Kinderman le puso el punto a la última i—. ¡Oh, no, espere! —se acercó de repente—. Mistress Engstrom. ¿Salieron y volvieron juntos? —Hizo un gesto en dirección a Karl.

—No, ella fue a ver una película de «Los Beatles» —respondió Chris, en el momento en que Karl se disponía a contestar—. Volvió unos minutos después que yo.

—¿Por qué habré preguntado eso? No era importante. —Se encogió de hombros, mientras doblaba el programa y se lo metía, junto con el lápiz, en un bolsillo de la chaqueta—. Bueno, eso es todo. Cuando esté en mi oficina, seguro que me acordaré de algo que debería haber preguntado. Siempre me pasa lo mismo. En tal caso, ¿podría llamarla? —resopló.

Chris se puso de pie al mismo tiempo.

—Estaré ausente de la ciudad dos semanas —dijo ella.

—Esto puede esperar —la tranquilizó—. Puede esperar. —Tenía la vista clavada en la escultura, con una sonrisa afectuosa—. Bonita, bonita de verdad —dijo.

Se inclinó y la cogió, pasándole el pulgar por el pico.

Chris se agachó para coger un hilo del suelo.

—¿Es buen médico el que lleva a su hija? —le preguntó el detective.

Volvió a poner la figura en su lugar, y se dispuso a marcharse.

Chris lo siguió hosca, mientras se ataba el pulgar con el hilo.

—Tengo muchos médicos —murmuró ella—. De cualquier modo, la voy a internar en una clínica que es considerada como muy buena en el tipo de trabajo que usted hace, aunque en la clínica manejan virus.

—Esperemos que sean bastante mejores que yo. ¿Queda fuera de la ciudad esa clínica?

—Sí.

—¿Es buena?

—Veremos.

—Manténgala alejada de las corrientes de aire.

Habían llegado a la puerta de entrada. Él puso una mano en el tirador.

—Bueno, ahora podría decir aquello de que ha sido un gran placer, pero en estas circunstancias… —Inclinó la cabeza y la sacudió—. Lo siento mucho, de veras.

Chris se cruzó de brazos y bajó la cabeza, haciendo un leve gesto afirmativo.

Kinderman abrió la puerta y salió. Mientras se volvía hacia Chris, se puso el sombrero.

—Y que no sea nada lo de su hija.

—Gracias. —Sonrió débilmente.

Saludó con la cabeza, en un ademán de amabilidad afectuosa y triste, y se marchó caminando torpemente. Chris lo vio dirigirse hasta un coche patrulla, que lo esperaba cerca de la esquina, frente a una boca de incendio. Sujetó su sombrero con una mano, pues se había levantado un viento cortante del Sur. Ondularon los bajos de su abrigo.

Chris cerró la puerta.

Cuando hubo subido al coche, Kinderman se volvió para mirar la casa. Creyó ver un movimiento en la ventana de Regan, como una ágil figura que se apartaba y desaparecía. No estaba seguro. La había entrevisto de reojo, al volverse.

Pero vio que las persianas estaban abiertas.

Extraño. Esperó un momento. No apareció nada.

Frunciendo el ceño, desconcertado, el detective abrió la guantera, extrajo un pequeño sobre marrón y un cortaplumas de uso múltiple, abrió la navajita más pequeña y, poniendo su pulgar dentro del sobre, se quitó la pintura que le había dejado en la uña el pájaro modelado por Regan. Cuando terminó cerró el sobre e hizo un gesto con la cabeza al sargento que estaba al volante. Arrancaron.

Mientras iban por la calle Prospect, Kinderman se metió el sobre en el bolsillo.

—¡Cuidado! —advirtió al sargento, al ver la densidad de tránsito—. Esto es trabajo, no placer —se restregó los ojos con dedos cansados—. ¡Ah, qué vida —suspiró—, qué vida!

Más tarde, mientras el doctor Klein inyectaba a Regan cincuenta miligramos de «Sparine» para que pudiera viajar tranquila hasta Dayton, el teniente Kinderman meditaba en su despacho, con las palmas de las manos apoyadas en la mesa, escudriñando los fragmentos de los desconcertantes datos. El sutil rayo de una vieja lámpara de mesa brillaba sobre un desorden de informes desparramados. No había otra luz. Creía que esto le ayudaba a precisar el foco de su concentración.

La respiración de Kinderman se oía penosa en la oscuridad, al tiempo que su mirada se paseaba por la estancia. Después respiró hondo y cerró los ojos.

¡Cerrado por balance mental! —se instruyó a sí mismo, como lo hacía siempre que quería ordenar su cerebro para considerar un nuevo punto de vista—. ¡Debemos liquidar absolutamente todo!

Al abrir los ojos leyó el informe del forense sobre Dennings.

… fractura de cráneo y cuello, numerosas contusiones, desgarros y abrasiones; estiramiento y equimosis de la piel del cuello, elongación del esternocleidomastoideo, del esplenio, del trapecio y de varios músculos menores, con fractura de columna y vértebras y elongación de los ligamentos espinosos anterior y posterior.

Por la ventana contempló la oscuridad de la noche.

La luz de la cúpula del Capitolio. En el Congreso trabajaban hasta muy tarde.

Cerró los ojos nuevamente y recordó la conversación sostenida con el forense del distrito, a las doce menos cinco, la noche en que murió Dennings.

—¿Puede haberse hecho todo esto en la caída?

—No, es poco probable. Los esternocleidomastoideos y los músculos trapecios bastan para impedirlo.

Tenemos luego las diferentes articulaciones de las vértebras cervicales que ofrecen resistencia, así como también los ligamentos que unen los huesos.

—Hablando llanamente, ¿es posible o no?

—Por supuesto que es posible, ya que estaba borracho, y esos músculos, en tal circunstancia, se hallaban, sin duda, algo relajados. Quizá si la fuerza del impacto inicial hubiese sido lo suficientemente poderosa y…

—¿Al caerse, tal vez, desde ocho o diez metros de altura, antes de golpearse?

—Sí, eso; y si inmediatamente después del impacto su cabeza se hubiera atascado en algo; en otras palabras, si hubiera habido una interferencia inmediata entre la rotación normal de la cabeza y el cuerpo como unidad… Entonces, y digo sólo entonces, se podría haber llegado a este resultado.

—¿Podría habérselo hecho alguien?

—Sí, pero tendría que ser excepcionalmente fuerte.

Kinderman había verificado la explicación de Karl Engstrom respecto al sitio en que se encontraba en el momento de la muerte de Dennings. Las horas coincidían, así como también los horarios de los autobuses de la capital. Más aún, el conductor del autobús que Karl dijo haber tomado frente al teatro, salió de servicio en las calles Wisconsin y M, donde Karl dijera que se había apeado hacia las nueve y veinte. Se había producido un relevo de conductores, y el que se retiró había anotado la hora del relevo: las nueve y dieciocho exactamente.

Sin embargo, sobre la mesa de Kinderman se hallaba un sumario, instruido contra Engstrom el 27 de agosto de 1963, que lo acusaba de haber estado robando narcóticos, durante meses, de la casa de un médico en Beverly Hills, donde él y Willie trabajaban por aquel tiempo.

«… nacido el 20 de abril de 1921 en Zurich, Suiza. Casado con Willie Braun el 7 de septiembre de 1941. Hija: Elvira, nacida en Nueva York el 11 de enero de 1943; domicilio actual: Desconocido. Defendido…».

El resto, lo encontraba desconcertante el detective.

El médico, cuyo testimonio era indispensable para proseguir el sumario, de repente —y sin explicación alguna— había retirado la acusación.

¿Por qué lo haría?

Chris MacNeil había contratado los servicios de los Engstrom sólo dos meses después, lo cual significaba que el médico les había dado buenas referencias.

¿Por qué lo haría?

No cabe duda de que Engstrom había robado las drogas, y, sin embargo, un examen médico efectuado después de la acusación no había demostrado ni el más leve signo de que fuera toxicómano ni siquiera de que tomara drogas ocasionalmente.

¿Por qué no?

Con los ojos aún cerrados, el detective desgranó lentamente un trabalenguas de Lewis Carroll.

Otro de sus recursos para despejar la mente.

Cuando terminó, abrió los ojos y clavó la mirada en la rotonda del Capitolio, tratando de no pensar en nada. Pero, como siempre, le resultó imposible. Con un suspiro, echó una ojeada al informe del psicólogo de la Policía sobre las recientes profanaciones en la iglesia de la Santísima Trinidad:

«… estatua …falo …excrementos humanos …Damien Karras», había subrayado en rojo. Respiró en el silencio y emprendió el trabajo de investigación sobre la brujería, que abrió por una página marcada con sujetapapeles y que se refería a la Misa Negra.

Pasó las páginas hasta llegar a un párrafo subrayado que trataba de asesinatos rituales. Lo leyó detenidamente, mordisqueándose la yema del dedo índice. Cuando terminó, frunció el ceño y agitó la cabeza. Clavó en la lámpara una pensativa mirada. Al fin apagó la luz, salió de su despacho y se dirigió al depósito de cadáveres.

Al acercarse Kinderman, el joven empleado de la entrada se estaba comiendo un bocadillo de jamón y queso; sacudió las migas que cubrían un crucigrama.

—Dennings —murmuró el detective con voz ronca.

El empleado asintió, mientras llenaba una horizontal de cinco letras; luego se levantó con el bocadillo y se dirigió al corredor.

Kinderman caminaba detrás, sombrero en mano, siguiendo un tenue perfume a semillas de alcaravea y mostaza, hacia hileras de compartimientos refrigerados, hacia el mueble sin sueños, usado para archivar los ojos sin vista.

Se detuvieron en el compartimiento 32. El inexpresivo empleado lo abrió. Mordió el bocadillo, y cayó sobre la mortaja una miga con mahonesa.

Durante un momento, Kinderman miró hacia abajo; luego, lenta y suavemente, descorrió la sábana para descubrir lo que ya había visto y, sin embargo, se resistía a creer. La cara de Burke Dennings estaba completamente vuelta hacia abajo.