El 11 de abril, por la mañana temprano, Chris llamó por teléfono a su médico de Los Ángeles y le pidió el nombre de algún psiquiatra local para que examinara a Regan.
—¿Qué le pasa?
Chris le explicó. A partir del día siguiente de su cumpleaños —y luego de que Howard se olvidara de llamarla—, había notado un cambio repentino y espectacular en el comportamiento de su hija.
Insomnio. Hostilidad. Ataques de mal genio. Pateaba las cosas. Las tiraba. Gritaba. No quería comer.
Por otra parte, parecía tener más energías que nunca. No se quedaba quieta ni un instante; tocaba, quemaba, golpeaba, corría y saltaba por todos lados.
Le iba mal en la escuela. Un compañero de juegos imaginario. Tácticas rebuscadas para llamar la atención.
El médico preguntó:
—¿Por ejemplo?
—Comenzó con los golpes en el techo. Desde aquella noche en que subiera a inspeccionar el altillo, había oído los ruidos en otras dos oportunidades. En ambas ocasiones, ella lo había notado, Regan se hallaba en la habitación, y los golpes terminaban en el instante en que Chris entraba. Además —le siguió contando—, Regan «perdía» cosas en su dormitorio: un vestido, el cepillo de dientes, libros, los zapatos.
Protestaba porque «alguien le cambiaba de lugar» los muebles. En fin, la mañana siguiente a la cena en la Casa Blanca, Chris vio que Karl volvía a poner en su lugar una cómoda que estaba en medio de la habitación. Cuando Chris le preguntó qué estaba haciendo, él repitió el acostumbrado, «alguien se hace el gracioso», y se negó a explicar más; pero, en seguida, Chris se encontró a Regan en la cocina protestando porque durante la noche, cuando ella dormía, alguien le cambiaba los muebles de lugar. Este fue el incidente —explicó Chris— que, al final, había hecho cristalizar sus sospechas. Sin lugar a dudas, era su hija la que hacía todas aquellas cosas.
—¿Crees que pueda ser sonambulismo? ¿Que hace todo eso dormida?
—No, Marc, lo hace despierta.
Para llamar la atención.
Chris mencionó el asunto de la cama que se movía, que había ocurrido dos veces más, y tras el cual Regan insistió en dormir con su madre.
—Bueno, eso podría ser físico —se aventuró a decir el médico.
—No, Marc, no he dicho que la cama se moviera, sino que Regan dice que se mueve.
—¿Estás segura de que no se mueve?
—En absoluto.
—Bueno, pueden ser espasmos clónicos —murmuró.
—¿Qué?
—¿No tiene fiebre?
—No. ¿Qué te parece que he de hacer? —preguntó—. ¿La llevo o no a un psiquiatra?
—Chris, has mencionado la escuela. ¿Cómo le va en Matemáticas?
—¿Por qué me lo preguntas?
—¿Cómo le va? —insistió.
—Muy mal. Pero empezó a ir mal de repente.
El gruñó.
—¿Por qué me lo preguntas? —repitió ella.
—Porque es parte del síndrome.
—¿Del qué?
—No es nada serio. Prefiero no aventurar una opinión por teléfono. ¿Tienes un lápiz a mano?
Le quería dar el nombre de un médico internista de Washington.
—Marc, ¿no puedes venir y examinarla tú mismo?
Recordó a Jamie. Una lenta infección. En aquella ocasión, el médico de Chris le prescribió un nuevo antibiótico de amplio espectro. Al comprar otra dosis del medicamento, el farmacéutico le había dicho, cautelosamente: «No quiero alarmarla, señora, pero este medicamento… Bueno, hace poco ha salido a la venta, y se ha comprobado que en Georgia ha causado anemia aplástica en…». Jamie. Jamie.
Muerto. Y, desde entonces, Chris nunca más confió en los médicos.
Sólo en Marc. Y eso le había llevado años.
—Marc, ¿no puedes? —suplicó Chris.
—No, no puedo, pero no te preocupes. Este es un hombre brillante. El mejor. Ahora toma un lápiz.
Vacilación. Después:
—Está bien.
Anotó el nombre.
—Dile que la examine y me llame después —le aconsejó—. Y, por el momento, olvídate del psiquiatra.
—¿Estás seguro?
Emitió una afirmación sarcástica sobre la rapidez con que la gente pretende reconocer las enfermedades psicosomáticas, mientras que es incapaz de admitir lo opuesto, o sea, que las enfermedades del cuerpo son, a menudo, la causa de una aparente enfermedad mental.
—¿Qué dirías —sugirió como ejemplo— si fueras médico (Dios no lo permita) y yo te dijera que tengo dolores de cabeza, pesadillas constantes, náuseas, insomnio, que se me nubla la vista, que me siento deprimido y que el trabajo es un tormento para mí? ¿Dirías que soy neurótico?
—¡Vaya a quién has ido a preguntar, Marc! Ahora veo que estás loco.
—Los síntomas que te he citado son también los de un tumor cerebral, Chris. Primero hay que examinar el cuerpo. Luego veremos.
Chris llamó al médico y consiguió hora para aquella tarde. Tenía todo el tiempo libre. La filmación había terminado, por lo menos para ella. Burke Dennings continuaba supervisando el trabajo de la «segunda etapa», con personal menos caro, que rodaba escenas de menor importancia, principalmente tomas desde un helicóptero, de diversos puntos de la ciudad, y algunos ejercicios de acrobacia, o sea, planos en los que no aparecía ninguno de los actores principales.
Pero él pretendía que cada centímetro de película saliera perfecto.
El médico vivía en Arlington.
Samuel Klein. Mientras Regan permanecía sentada en el consultorio, de mal humor, Klein hizo pasar a la madre a su despacho y la interrogó para completar la historia clínica. Ella le contó los problemas. Él escuchaba, hacía movimientos con la cabeza y tomaba abundantes notas. Cuando mencionó lo de la cama que se movía, él pareció fruncir el ceño. Pero Chris continuó.
—Marc cree que es importante el hecho de que Regan vaya mal en Matemáticas. ¿Por qué?
—¿Se refiere a su rendimiento escolar?
—Sí, el rendimiento en general y Matemáticas en particular. ¿Qué significa?
—Bueno, esperemos hasta que la haya examinado, mistress MacNeil.
Luego pidió permiso y se retiró para hacer el examen completo de Regan, examen que incluía análisis de orina y sangre. El de orina, para comprobar el funcionamiento del hígado y de los riñones; el de sangre para descartar o confirmar una posible diabetes, y verificar la función tiroidea; el recuento de hematíes, en busca de una posible anemia, y el de leucocitos, para detectar alguna rara infección en la sangre.
Cuando terminó, se sentó, habló un rato con Regan y observó su comportamiento; después se volvió a reunir con Chris y comenzó a escribir una receta.
—Parece tener un trastorno hipercinético del comportamiento.
—¿Un qué?
—Un trastorno nervioso. Por lo menos, eso es lo que creo. No se sabe exactamente cómo se produce, pero es común en la primera adolescencia. Tiene todos los síntomas: hiperactividad, mal genio, poco rendimiento en Matemáticas.
—Sí, Matemáticas. Pero ¿por qué las Matemáticas?
—Perturban su concentración. —Arrancó la receta del pequeño talonario azul y se la alargó—. Es «Ritalina».
—¿Qué?
—Metilfenidato.
—¡Ah!
—Diez miligramos, dos veces al día. Yo le aconsejaría una toma a las ocho de la mañana, y otra a las dos de la tarde.
Ella miraba la receta.
—¿Qué es? ¿Un tranquilizante?
—Un estimulante.
—¿Estimulante? ¡Si precisamente está sobreexcitada!
—Su estado no es exactamente lo que aparenta —explicó Klein—. Es una forma de hipercompensación. Una reacción exaltada contra la depresión.
—¿Depresión?
Klein asintió con la cabeza.
—Depresión… —murmuró Chris.
Quedó pensativa.
—Ha mencionado usted al padre de la niña —dijo Klein.
Chris levantó la vista.
—¿Cree que debo llevarla a un psiquiatra?
—No. Yo esperaría a ver qué pasa con la «Ritalina». Creo que ahí está la clave. Espere dos o tres semanas.
—De modo que usted cree que todo se debe a los nervios, ¿verdad?
—Sospecho que sí.
—¿Y esas mentiras que ha venido diciendo? ¿Se van a acabar con esto?
Su respuesta la desconcertó.
Él le preguntó si alguna vez había oído a Regan decir palabras feas u obscenas.
—Nunca —respondió.
—Bueno, eso tiene mucho que ver con sus mentiras. No es lo común, de acuerdo con lo que usted me cuenta, pero en ciertos trastornos mentales puede…
—Espere un momento —lo interrumpió Chris, perpleja—. ¿Cómo se le ha ocurrido que pueda decir obscenidades? ¿Es eso lo que ha dicho usted o yo lo he entendido mal?
Él la contempló durante unos momentos con cierta curiosidad, pensó y luego aventuró, cautelosamente:
—Sí, yo diría que dice obscenidades. ¿No la ha oído nunca decirlas?
—Todavía no.
—Pues a mí me ha dicho unas cuantas mientras la examinaba, señora.
—¡Está bromeando! ¿Como qué, por ejemplo?
Adoptó una actitud algo ambigua.
—Bueno, yo diría que su vocabulario es bastante extenso.
—Pero ¿qué? ¡Dígame un ejemplo!
Él se encogió de hombros.
—¿Se refiere usted a «mierda» o «me cago en…»?
El médico se sintió más aliviado:
—Sí. Ha empleado esas palabras.
—¿Y qué más ha dicho? Literalmente.
—Pues me aconsejó que alejara mis dedos de mierda de sus órganos genitales.
Chris abrió la boca, horrorizada.
—¿Ha usado esas mismas palabras?
—Es común, mistress MacNeil, y yo no me preocuparía en absoluto por eso. Es parte del síndrome.
Ella movió la cabeza de un lado para otro, mirándose los zapatos.
—Me parece increíble.
El facultativo trató de consolarla:
—Dudo de que entendiera lo que decía.
—Sí, tal vez —murmuró Chris—. O quizá no.
—Pruebe con la «Ritalina» —le aconsejó—, y veremos qué tal reacciona. Me gustaría examinarla de nuevo dentro de dos semanas.
Consultó una agenda que había sobre su escritorio.
—Vamos a ver; podemos fijar la visita para el miércoles veintisiete. ¿Le parece bien esa fecha? —preguntó, levantando la vista.
—Sí, por supuesto —musitó Chris, y se puso de pie. Se metió la receta en el bolsillo del abrigo—. De acuerdo; entonces, el veintisiete.
—Soy un gran admirador suyo —dijo Klein, sonriente, mientras abría la puerta de salida al vestíbulo.
Ella se detuvo, preocupada, y se apretó el labio inferior con la yema de un dedo. Miró fugazmente al doctor.
—¿Entonces no cree usted necesario que la lleve a un psiquiatra?
—No sé. Pero la mejor explicación es siempre la más sencilla.
Esperemos. Esperemos y veamos qué pasa. —Sonrió, alentador—. Mientras tanto, trate de no preocuparse.
—Sí, pero ¿cómo?
Ella se fue.
En el camino de vuelta, Regan le preguntó qué le había dicho el médico.
—Que estás nerviosa.
Chris decidió no mencionar las palabrotas. Burke.
Lo aprendió de Burke.
En cambio, sí se lo dijo a Sharon más tarde, cuando le preguntó si nunca la había oído decir tales palabras.
—No —replicó Sharon—. Por lo menos últimamente. Pero creo que la profesora de Arte hizo algún comentario.
Se trataba de una profesora particular que le daba clases en casa.
—¿Has dicho últimamente? —preguntó Chris.
—Sí, la semana pasada. Pero ya la conoces. Yo pensé que tal vez Regan habría dicho «diablos», o «mierda», o algo por el estilo.
—A propósito, ¿le has hablado mucho de religión, Shar?
Sharon enrojeció.
—Bueno, un poco. Es difícil evitarlo. Hace tantas preguntas, que… bueno… —Indefensa, se encogió de hombros—. Es muy difícil. Porque, ¿cómo le contesto sin mencionarle lo que para mí es una gran mentira?
—Dale varias opciones.
Los días anteriores a la cena proyectada, Chris vigiló celosamente que Regan tomara sus dosis de «Ritalina». Sin embargo, al llegar la noche de la fiesta no había observado ningún síntoma notable de mejoría. Por el contrario, había ligeros signos de un deterioro gradual: olvidos más frecuentes, introversión, y, alguna vez, naúseas. En cuanto a las tácticas para llamar la atención, aunque no se repitieron las corrientes, apareció una nueva: afirmaba que se sentía un «olor» repugnante en su dormitorio. Ante su insistencia, un día Chris fue a comprobarlo, pero no percibió nada.
—¿No hueles?
—¿Quieres decir que hueles algo ahora? —le preguntó Chris.
—Pues, ¡claro!
—¿Cómo es el olor?
—Como de algo que se quema.
—¿Sí?
Chris olfateó.
—¿No lo hueles?
—Bueno, sí, querida —mintió—. Sólo un poquito. Vamos a abrir la ventana un rato para que entre aire.
De hecho no había olido nada, pero estaba decidida a contemporizar, por lo menos hasta el día de la segunda visita al médico. También estaba preocupada por muchas otras cosas. Una, los preparativos para la cena; otra tenía que ver con el guión. Aunque estaba muy entusiasmada con la posibilidad de dirigir, una cautela natural la había hecho no decidirse de inmediato. Mientras tanto su representante la llamaba a diario. Ella le dijo que había entregado el guión a Dennings para pedirle su opinión y que esperaba que lo estuviera leyendo y no comiendo.
La tercera y más importante de las preocupaciones de Chris fue el fracaso de dos inversiones financieras:
Una compra de bonos convertibles, mediante el pago de interés adelantado, y una inversión en un proyecto de perforación de pozos petrolíferos en el sur de Libia.
Ambas operaciones se habían emprendido para resguardar un capital que, de otro modo, hubiera debido pagar un elevado impuesto al fisco.
Pero aún había algo peor: los pozos estaban secos, y los elevadísimos índices de interés obligaban a vender los bonos.
Estos fueron los problemas por los que su abatido representante comercial había decidido venir en avión a hablar con ella. Llegó el jueves. Todo el viernes se lo pasó explicándole las cosas a Chris y mostrándole los gráficos. Al fin se decidió por un programa de acción, que el representante consideró sensato. Demostró su aprobación con un gesto de cabeza, pero frunció el ceño cuando ella sacó a relucir el tema de la compra de un «Ferrari».
—¿Uno nuevo?
—¿Por qué no? Yo conduje uno en una película. Si escribiéramos a la fábrica y les recordáramos este detalle, podríamos hacer un buen negocio. ¿No lo crees?
No lo creía. Y le dijo que un coche nuevo era innecesario.
—Ben, el año pasado gané ochocientos mil dólares, y ahora me dices que no puedo comprarme un mísero coche. ¿No te parece ridículo? ¿Dónde está ese dinero?
Él le recordó que la mayor parte de su dinero se había invertido para eludir impuestos. A continuación pasó a detallarle todo: impuesto federal sobre la renta, impuestos provinciales, impuestos a los bienes inmuebles, diez por ciento de comisión para su representante, cinco para él, cinco a su agente publicitario, uno y cuarto como contribución al Fondo de Asistencia a los Artistas, el importe de los vestidos de moda, los sueldos de Willie, Karl y Sharon y el vigilante de la casa de Los Ángeles, gastos de viajes y, finalmente, sus gastos mensuales.
—¿Vas a filmar otra película este año? —le preguntó.
Ella se encogió de hombros.
—No sé. ¿Tengo que hacerlo?
—Sí, creo que sería lo más conveniente.
Apoyó la cara en ambas manos y lo miró, malhumorada.
—¿Y qué te parecería una moto «Honda»?
Él no hizo ningún comentario.
Aquella noche, Chris trató de dejar de lado todas sus preocupaciones y de mantenerse ocupada con los preparativos para la cena del día siguiente.
—Me parece mejor que cada cual se sirva solo, en vez de sentarnos todos —les dijo a Willie y Karl—. Podemos poner una mesa en el extremo de la sala de estar. ¿Les parece bien?
—Muy bien, señora —contestó Karl rápidamente.
—Y a ti, ¿qué te parece, Willie? ¿Qué opinas de una ensalada de frutas como postre?
—¡Excelente! —exclamó Karl.
—Gracias, Willie.
Había invitado a un grupo interesante muy heterogéneo. Además de Burke («¡Diablos, te espero sobrio!») y su joven ayudante vendrían un senador con su esposa, un astronauta del «Apolo» con su esposa, dos jesuitas de Georgetown, sus vecinos, así como Mary Jo Perrin y Ellen Cleary.
Mary Jo Perrin era una regordeta y canosa vidente, de Washington, a quien Chris había conocido en la cena de la Casa Blanca y que le había caído muy simpática.
Había esperado encontrarse con una mujer austera y desagradable, y, en cambio, le pudo decir: «¡No eres en absoluto tal como te imaginaba!». Muy afectuosa y sencilla.
Ellen Cleary era una mujer de mediana edad, secretaria del Departamento de Estado, que trabajaba en la Embajada norteamericana en Moscú cuando Chris hizo su gira por Rusia. Se había tomado muchas molestias por evitarle innumerables dificultades e impedimentos durante su viaje, la menor de las cuales había sido causada por la franqueza de la pelirroja actriz al manifestar sus opiniones. A través de los años, Chris la recordaba con cariño, y la visitó apenas llegó a Washington.
—Dime, Shar —preguntó—, ¿qué sacerdotes vienen?
—No estoy segura todavía. He invitado al rector y al decano de la Universidad, pero creo que el rector va a mandar a alguien en representación. Esta mañana me llamó su secretario para avisarme que él, probablemente, saldría de viaje.
—¿A quién va a mandar?
—A ver. —Sharon hojeó los papelitos con anotaciones—. Sí, aquí está, Chris. Su ayudante, el padre Joseph Dyer.
—¿Uno del campus?
—No estoy segura.
—No importa.
Parecía desilusionada.
—Vigílame a Burke mañana por la noche —le advirtió.
—Así lo haré.
—¿Dónde está Rags?
—Abajo.
—Me parece conveniente que traslades allí tu máquina de escribir. De ese modo la podrás vigilar mejor mientras trabajas. ¿Está bien? No me gusta que esté sola tanto tiempo.
—Tienes razón.
—Bueno, entonces puedes irte. Medita. Juega con los caballos.
Al terminar los planes y preparativos, Chris volvió a sentirse angustiada por Regan. Trató de ver la televisión. No se podía concentrar. Estaba inquieta.
Había algo extraño en la casa. Como una quietud que se iba posando.
Polvo pesado.
Llegada la medianoche, todos los de la casa dormían.
No hubo perturbaciones. Al menos aquella noche.