CAPÍTULO PRIMERO

Como el maldito y fugaz destello de explosiones solares que sólo impresionan borrosamente los ojos de los ciegos, el comienzo del horror pasó casi inadvertido: de hecho fue quedando olvidado en la locura de lo que vino después, y quizá no lo relacionó de ningún modo con el horror mismo. Era difícil de juzgar.

La casa era alquilada. Acogedora. Hermética. Una casa de ladrillo, colonial, cubierta de hiedra, en la zona de Georgetown, en Washington D.C. Al otro lado de la calle había una franja de campus perteneciente a la Georgetown University; detrás, un escarpado terraplén que caía en pendiente vertical sobre la bulliciosa calle M y, más lejos, el fangoso río Potomac. El 1.º de abril, por la mañana temprano, la casa estaba en silencio. Chris MacNeil se hallaba incorporada en la cama, repasando el texto de la filmación del día siguiente; Regan, su hija, dormía en su habitación, al final del pasillo, y los sirvientes, Willie y Karl, ambos de edad madura, ocupaban una estancia, contigua a la despensa, en la planta baja.

Aproximadamente a las 12.25 de la noche, Chris apartó la mirada del guión, y frunció el ceño con perplejidad. Oyó ruidos extraños.

Eran raros. Apagados. Agrupados rítmicamente. Un código insólito de golpecitos producidos por un muerto.

Curioso.

Escuchó durante un momento y luego dejó de prestar atención; pero como los ruidos proseguían, no se podía concentrar. Arrojó violentamente el manuscrito sobre la cama.

¡Dios mío! ¡Qué fastidio!

Salió al pasillo y miró a su alrededor. Parecían provenir del dormitorio de Regan.

Pero ¿qué estará haciendo?

Caminó lentamente por el corredor, y de pronto los golpes se oyeron más fuertes, más rápidos. Al empujar la puerta y entrar en la habitación, cesaron de pronto.

¿Qué diablos pasa?

La niña de once años dormía, firmemente abrazada a un gran oso de felpa de ojos redondos. Arruinado.

Descolorido después de muchos años de asfixiarlo, de cubrirlo de tiernos besos húmedos.

Chris se acercó suavemente al lecho y se inclinó murmurando:

—Rags, ¿estás despierta?

Respiración rítmica. Pesada.

Profunda.

Chris paseó la vista por el cuarto. La débil luz del pasillo llegaba mortecina y se astillaba sobre los cuadros pintados por Regan, sobre sus esculturas, sobre otros animales de felpa.

Está bien, Rags. La vieja mamá ya se va. Dilo.

«¡Que la inocencia te valga!».

Y, sin embargo, Chris sabía que ese comportamiento no era propio de Regan. La niña tenía un temperamento muy opaco. Entonces, ¿quién era el bromista? ¿Algún tipo muerto de sueño que trataba de silenciar los ruidos de las cañerías de la calefacción? Cierta vez, en las montañas de Bután, había pasado horas y horas contemplando a un monje budista que meditaba acuclillado en la tierra.

Al final creyó verlo levitar.

Quizás. Al contar la historia a alguien, siempre añadía: «Quizás». Y quizás ahora también su mente, esa incansable narradora de ilusiones, había exagerado los golpes.

¡Pues no! ¡Los he oído!

Bruscamente lanzó una mirada al techo. ¡Allí! Leves rasguños.

¡Ratas en el altillo, Dios mío! ¡Ratas!

Suspiró. Eso era. Colas largas. Golpe, golpe. Se sintió extrañamente aliviada. Y luego notó el frío.

La habitación estaba helada.

Avanzó lentamente hasta la ventana. Comprobó si estaba cerrada.

Tocó el radiador. Caliente.

¿De veras?

Desconcertada, volvió hasta la cama y puso su mano sobre la mejilla de Regan. La tenía suave, como de costumbre, y ligeramente sudorienta.

¡Debo de estar enferma!

Miró a su hija, su nariz respingada y su cara pecosa, y, en un rápido impulso de ternura, se agachó y la besó en la mejilla.

—Te quiero mucho —susurró; luego regresó a su dormitorio y a su libreto.

Lo estudió durante un rato. La película era una segunda versión de la comedia musical Mr. Smith se va a Washington. Se le había agregado una trama secundaria acerca de las rebeliones universitarias.

Chris era la protagonista.

Hacía el papel de una profesora de psicología que estaba de parte de los rebeldes. Y odiaba ese papel.

¡Es estúpido! ¡Esta escena es absolutamente estúpida! Su mente, aunque no cultivada, no confundió nunca los slogans con la verdad, y, con la curiosidad de un pajarito ignorante, picoteaba incansablemente entre el palabrerío para encontrar la reluciente verdad escondida. Y, de este modo, para ella la causa revolucionaria era «estúpida». No tenía sentido. ¿Cómo es eso?, se preguntaba.

¿Brecha de generaciones? Absurdo. Yo tengo treinta y dos. ¡Es una pura y simple estupidez, es…!

Calma. Una semana más.

Había completado la filmación de interiores en Hollywood. Lo único que faltaba eran unas cuantas escenas exteriores en el campus de Georgetown University, a partir del día siguiente. Como era Semana Santa, los estudiantes fueron a sus casas.

Se empezaba a amodorrar. Párpados pesados. Volvió una hoja curiosamente desgarrada. Distraída, sonrió.

Su director inglés.

Cuando estaba muy nervioso, arrancaba una tirita estrecha del borde de la hoja que tuviera más cerca, y luego la masticaba poco a poco hasta que se convertía en una pelota en su boca.

¡Querido Burke!

Bostezó y miró tiernamente los bordes de las hojas del guión. Las páginas parecían mordisqueadas. Se acordó de las ratas. ¡Qué ritmo siguen esas malditas! Mentalmente anotó que le diría a Karl que pusiera trampas por la mañana.

Dedos relajados. Manuscrito que resbala. Lo dejó caer. Estúpido. Es estúpido. Una mano tanteando para encontrar la perilla de la luz. ¡Listo!

Suspiró. Durante un rato se quedó inmóvil, casi dormida; luego se quitó de encima la sábana con una pierna perezosa.

Un calor insoportable.

Un fino rocío se adhería suave y mansamente a los vidrios de la ventana.

Chris durmió. Y soñó con la muerte, con todos sus asombrosos detalles, con una muerte que parecía algo nuevo: mientras soñaba, algo en ella contenía el aliento, se disolvía, se hundía en la nada, al pensar una y otra vez. Yo no voy a ser, yo moriré, yo no seré, y por los siglos de los siglos, ¡oh, papá, no les permitas, oh, no dejes que lo hagan, no dejes que yo sea nada por los siglos! Y mientras se disolvía, se desenroscaba, se oyó un timbre, el timbre… ¡El teléfono!

Se incorporó en la cama. El corazón le latía violentamente; tenía la mano en el teléfono, y el estómago vacío; era una sustancia sin peso y su teléfono sonaba.

Descolgó. El ayudante de dirección.

—En maquillaje a las seis, querida.

—Bueno.

—¿Cómo te sientes?

—Si me baño y el agua no quema, creo que estaré bien.

Él se rió.

—Hasta luego.

—De acuerdo. Gracias.

Colgó. Y durante un rato permaneció sentada, inmóvil, pensando en el sueño. ¿Un sueño? Se parecía más a un pensamiento en la semiconsciencia del despertar. Esa terrible lucidez. Fulgor de la calavera. El no ser. Irreversible. No se lo podía imaginar.

¡Dios mío, no puede ser!

Reflexionó. Y, al fin, inclinó la cabeza. Pero es.

Se dirigió al baño, se puso el albornoz y bajó rápidamente a la cocina, a la vida que la aguardaba en el jugoso tocino.

—Buenos días, señora.

Willie, canosa, encorvada y con ojeras violáceas, exprimía naranjas. Tenía cierto deje extranjero.

Suizo, como el de Karl. Se secó las manos en una toalla de papel y se acercó a la cocina.

—Yo lo haré, Willie.

Chris, siempre perceptiva, había notado su mirada cansada, y mientras Willie se dirigía, gruñendo, hacia el fregadero, la actriz se sirvió café y se retiró al rincón donde siempre tomaba el desayuno.

Se sentó. Y sonrió afectuosamente al mirar el plato.

Una rosa color rojo encendido. Regan.

Mi ángel. Muchas mañanas, cuando Chris trabajaba, Regan se levantaba de la cama en silencio, bajaba a la cocina y le ponía una flor junto al plato; luego volvía, a tientas, a su sueño, con los ojos cerrados. Chris, apenada, movió la cabeza al recordar que estuvo a punto de ponerle el nombre Goneril. Por supuesto. Prepararse para lo peor.

Chris sonrió ante el recuerdo. Sorbió el café.

Cuando su mirada cayó de nuevo sobre la rosa, su expresión se tornó triste por un momento, y sus grandes ojos verdes parecieron apesadumbrados en la mirada perdida. Se acordaba de otra flor. Un hijo.

Jamie. Había muerto a los tres años, hacía mucho tiempo, cuando ella, Chris, era una corista muy joven de Broadway. Había jurado no volver jamás a darse tanto a nadie como lo había hecho con Jamie, como lo había hecho con el padre de Jamie, Howard MacNeil.

Rápidamente desvió la mirada de la rosa, y, como su sueño de la muerte se elevaba en una nube desde el café, encendió un cigarrillo. Willie trajo el jugo, y Chris se acordó de las ratas.

—¿Dónde está Karl? —preguntó a la sirvienta.

—Estoy aquí, señora.

Atareado, apareció por la puerta de la alacena.

Autoritario.

Respetuoso. Dinámico. Servil.

Con un pedacito de servilleta de papel pegado en la barbilla, porque se cortó al afeitarse.

—¿Sí?

Corpulento, jadeó junto a la mesa. Ojos brillantes.

Nariz aguileña. Pelado.

—Karl, hay ratas en el altillo. Tendría que conseguir algunas ratoneras.

—¿Hay ratas?

—Eso he dicho.

—Pero el altillo está limpio.

—Bueno, está bien. Tenemos ratas prolijas.

—No hay ratas.

—Karl, yo las oí anoche —dijo Chris con paciencia, pero imperativa.

—Quizá sean las cañerías —sonrió Karl—, tal vez los tablones.

—¡Tal vez las ratas! ¿Va a comprar las malditas ratoneras y dejarse de discutir?

—Sí, señora. —Salió disparado—. Ahora mismo.

—¡No, ahora no, Karl! ¡Las tiendas están cerradas!

—¡Están cerradas! —refunfuñó Willie.

—Voy a ver.

Se fue.

Chris y Willie intercambiaron miradas; luego Willie hizo un gesto con la cabeza y volvió a su tocino.

Chris sorbió el café. Extraño. Hombre extraño.

Trabajador como Willie, muy leal, discreto. Y, sin embargo, algo en él la ponía levemente inquieta.

¿Qué era? ¿Su aire sutil de arrogancia? ¿Desafío?

No. Otra cosa.

Algo difícil de definir. La pareja hacía seis años que trabajaba para ella, y Karl seguía siendo un enigma: un jeroglífico no traducido que hablaba, respiraba y le hacía los mandados con sus piernas hinchadas. Sin embargo, detrás de la máscara, se movía algo; se podía oír su mecanismo latiendo como una conciencia. Apagó el cigarrillo; oyó el chirrido de la puerta de la calle, que se abría y luego se cerraba.

—Están cerradas —dijo Willie entre dientes.

Chris mordisqueó el tocino; después volvió a su habitación, donde se vistió con su conjunto de jersey y falda. Se echó una rápida mirada en el espejo, observando con atención su rojizo pelo corto, que parecía siempre despeinado, y las pecas en su pequeña cara limpia.

Luego se puso bizca y sonrió como una idiota.

¡Hola, encantadora vecinita! ¿Puedo hablar con su marido? ¿Con su amante? ¿Con su amiguito? ¡Oh!, ¿su amiguito está en el asilo de mendigos? ¡Llaman desde Avon! Se sacó la lengua a sí misma. Al instante perdió su animación. ¡Dios, qué vida! Tomó la caja de la peluca, bajó, pensativa, la escalera y caminó hacia la risueña calle arbolada.

Ya fuera de la casa se detuvo un momento; la mañana le hizo contener el aliento. Miró hacia su derecha.

A un lado del edificio, unos viejos escalones de piedra se precipitaban hasta la calle M abajo, a lo lejos. Un poco más allá estaba la entrada de las cocheras que en otro tiempo se usaron para guardar tranvías: estilo mediterráneo, techo de tejas, villas rococó, ladrillo antiguo. Los contempló, tristona. De ficción. Calle de ficción. Pero ¿por qué no me quedo? ¿Compro la casa? ¿Empiezo a vivir?

En algún lado, una campana empezó a sonar. Dirigió la vista hacia el lugar de donde provenía el sonido.

La torre del reloj en el campus de Georgetown. La melancólica resonancia hizo eco en el río, tembló, se filtró en su corazón cansado. Se fue caminando al trabajo, hacia la espectral mascarada, hacia la ficción.

Pasó por el pórtico de entrada al campus, y su depresión disminuyó; luego se hizo aún menor, al contemplar la hilera de vestuarios rodantes alineados en el camino, muy cerca del paredón que circundaba el perímetro por el lado Sur, y a eso de las 8 de la mañana, hora de la primera toma del día, ya era casi la misma de siempre: empezó una discusión sobre el guión.

—¡Burke! ¿Por qué no le echas una ojeada a esta porquería?

—¡Ah veo que tienes un libreto! ¡Qué bien!

El director Burke Dennings, severo y travieso, con su ojo izquierdo que titilaba, aunque brillaba de picardía, arrancó una tirita de papel del guión con sus temblorosos dedos.

—Creo que voy a masticar —se rió.

Estaban parados en la explanada frente al edificio de oficinas, rodeados por actores, luces, técnicos, extras y ayudantes. Por el césped estaban diseminados algunos espectadores, acá y allá, en su mayoría profesores jesuitas. Muchos niños. El director de fotografía, aburrido, tomó el diario Daily Variety cuando Dennings se metió un papel en la boca, y sonrió tontamente; después de la primera ginebra de la mañana tenía una ligera halitosis.

—Me alegro mucho de que te hayan dado un libreto.

Un astuto cincuentón de aspecto débil. Hablaba con un inconfundible acento inglés, tan cortado y preciso, que sublimaba aún las más crudas obscenidades, las hacía incluso elegantes. Cuando bebía, daba la impresión de que iba a estallar en carcajadas: parecía que estuviera haciendo constantes esfuerzos para conservar la compostura.

—Bueno, nena, dime, ¿qué pasa? ¿Qué es lo que anda mal?

La escena en cuestión requería que el decano de la mítica Universidad hablara a un grupo de estudiantes, en un intento por sofocar una manifestación pacífica con la que habían amenazado.

Entonces Chris tenía que subir corriendo los escalones de la explanada, encararse con el decano y, señalando al edificio principal, gritar: «¡Derribémoslo!».

—No tiene ningún sentido —dijo Chris.

—Sin embargo, está perfectamente claro —mintió Dennings.

—¿Por qué diablos tienen que echar abajo el edificio, Burke? ¿Para qué?

—¿Me estás condenando a prisión?

—No. Estoy preguntando: «¿Para qué?».

—¡Porque está allí, querida!

—¿En el guión?

—No, en el tema.

—Bueno, pero sigue sin tener sentido, Burke. Ella no haría eso.

—Sí que lo haría.

—No, no lo haría.

—¿Mandamos llamar al autor? ¡Creo que está en París!

—¿A qué ha ido allí? ¿A esconderse?

—No. A fornicar.

Lo articuló con impecable dicción; sus ojos astutos chispeaban en una cara pálida, mientras la palabra se elevaba tersa y se transformaba en un capitel gótico.

Chris se le apoyó blandamente en los hombros, riendo.

—¡Oh, Burke, no tienes arreglo!

—Sí. —Lo dijo como César al ratificar con modestia los informes de su triple rechazo de la corona—. Bueno, entonces, ¿seguimos con esto?

Chris no escuchó. Había arrojado una mirada fugaz y avergonzada a un jesuita cercano. Ella quería comprobar si había oído o no la obscenidad. Morena cara arrugada.

Como la de un boxeador. Jovial.

Cuarentón. Había cierta tristeza en sus ojos, algo de sufrimiento, y, sin embargo, su mirada fue cálida y tranquilizadora al posarse en la de ella. Había oído. Sonreía.

Echó una ojeada a su reloj y se alejó.

—¡Digo que sigamos de un vez con esto!

Se volvió, sorprendida.

—Sí, tienes razón, Burke. Vamos a hacerlo.

—Gracias a Dios.

—No, espera.

—Pero ¡caramba!

Protestó por la adición introducida en la escena.

Opinaba que el punto culminante eran las palabras que tenía que pronunciar, y se oponía a entrar corriendo inmediatamente después por la puerta del edificio.

—No le agrega nada —dijo Chris—. Es estúpido.

—Sí, querida. Tienes razón —admitió Burke sinceramente—. Sin embargo, el director de fotografía insiste en que lo hagamos —continuó—; de modo que así será, ¿entiendes?

—No.

—No, por supuesto que no. Es estúpido. Observa la siguiente escena —rió—. Empieza con Jed, que viene hacia nosotros por la puerta. El director de fotografía está seguro de obtener una mención si la escena anterior termina contigo saliendo por la puerta.

—Eso es idiota.

—¡Por supuesto que lo es! ¡Hay para vomitar! ¡Es algo estúpidamente malo! Pero lo filmaremos; aunque puedes estar segura de que lo arreglaré cuando le demos los últimos cortes. Va a ser un bocado sabroso.

Chris se rió. Y estuvo de acuerdo. Burke miró en dirección al director de fotografía, que era conocido como un egoísta temperamental, muy aficionado a las discusiones que hacen perder tiempo.

Estaba ocupado con el operador.

El director respiró aliviado.

Mientras esperaba al pie de la escalinata que las luces se calentaran, Chris miró a Dennings cuando éste le lanzó una obscenidad a un desventurado ayudante; luego se le iluminó ostensiblemente la cara. Parecía deleitarse con su excentricidad. Sin embargo, Chris sabía que, después de haber bebido una cierta cantidad, explotaría el mal genio, y si esto sucedía a las tres o cuatro de la madrugada, podría llamar por teléfono a gente importante y hacerla objeto de provocaciones fútiles. Chris se acordó de un jefe de estudios cuyo único crimen fue el de haber hecho, durante las proyecciones de prueba, un comentario inofensivo acerca de la camisa de Dennings, que se veía algo deshilachada; ello bastó para que lo despertara a eso de las tres de la madrugada, con objeto de decirle que era un «patán de mierda» y que su padre había sido, «con toda seguridad, un tarado». Y al día siguiente simulaba tener amnesia e irradiaba cierto placer cuando aquellos a quienes había ofendido contaban con detalle lo que les había hecho. Aunque, si le convenía, se acordaba. Con una sonrisa en la boca, Chris recordó la noche en que él había destruido las oficinas del estudio, estimulado por la ginebra, en un ataque de furia descontrolada, y cómo más tarde, cuando le presentaron una cuenta detallada y fotos de los daños, las había descartado con picardía porque eran «puras farsas, ya que los daños habían sido, a todas luces, mucho mayores». Chris no creía que Dennings fuera ni un alcohólico ni un bebedor empedernido, sino, más bien, que bebía porque eso era lo que se esperaba de él: seguía la tradición.

¡Ah, bueno! —pensó—. Supongo que será una especie de inmoralidad.

Se volvió y buscó con la vista al jesuita que le había sonreído.

Iba caminando a lo lejos, con aire abatido, cabizbajo, una negra nube solitaria en busca de la lluvia.

A ella nunca le habían gustado los curas. Así lo afirmaba. Y, sin embargo, éste…

—¿Lista, Chris? —dijo Dennings.

—Sí, lista.

—Muy lista. ¡Silencio! —ordenó el ayudante de dirección.

—¡Se rueda! —exclamó Burke.

—¡Cámara!

—¡Acción!

Chris subió corriendo las escaleras mientras los extras aclamaban y Dennings la observaba, tratando de imaginarse qué estaría pensando.

Ella había abandonado la discusión demasiado pronto.

Lanzó una mirada significativa al script, que se le acercó caminando, sumiso, y le entregó el guión abierto, como un monaguillo entrega el misal al sacerdote en una misa solemne.

Trabajaron bajo un sol intermitente. A eso de las cuatro, el cielo se había cubierto de negras nubes; el ayudante de dirección despachó al grupo para el resto del día.

Chris volvió caminando a su casa. Estaba cansada. En la esquina de la Calle Treinta y Seis y O le firmó un autógrafo a un viejo almacenero italiano que la había llamado a voces desde la puerta de su tienda.

Escribió su nombre y «Mis mejores deseos» en una bolsa de papel marrón. Mientras esperaba para cruzar, miró en diagonal: al otro lado de la calle había una iglesia católica. San no sé cuánto.

Jesuita. John F. Kennedy y Jackie se habían casado allí —según le dijeron—, habían orado allí. Trató de imaginárselo: John F. Kennedy en medio de velas votivas y piadosas mujeres arrugadas, John F.

Kennedy inclinado rezando: Creo… un freno a los rusos, creo, creo… «Apolo IV» en medio del ruido de las cuentas del rosario; creo… la resurrección de la carne y la vida perdurable… Eso. Eso es. Eso es lo importante.

Observó un camión de cerveza que avanzaba lentamente, lleno del tintineo de tibias, húmedas y vibrantes promesas.

Cruzó. Caminando por la Calle O, y al pasar por el salón de actos de la escuela primaria, un sacerdote apareció corriendo por detrás de ella, con las manos en los bolsillos de un guardapolvo de nilón. Joven.

Muy erguido. Le hacía falta un afeitado. Al pasar delante de ella, dobló a la derecha y se internó por un sendero que conducía a los posteriores atrios de la iglesia.

Chris se detuvo junto al camino y lo observó, curiosa. Parecía dirigirse hacia un chalet de vigas blancas. Una vieja puerta de tela metálica se abrió con un chirrido y apareció otro sacerdote. Tenía aspecto hosco y muy nervioso. Saludó cortésmente con la cabeza al hombre joven y, con la mirada baja, se dirigió hacia la puerta de entrada de la iglesia.

Una vez más se abrió desde dentro la puerta del chalet.

Otro sacerdote. Parecía… ¡Sí, es! ¡El que sonrió cuando Burke dijo «a fornicar»! Sólo que ahora estaba serio al saludar en silencio al recién llegado, al que le pasó un brazo sobre los hombros, en un gesto amable y algo paternal. Lo condujo al interior de la casa, y la puerta de tela metálica se cerró con un lento y leve chirrido.

Chris se miró los zapatos. Estaba desconcertada.

¿Cómo los prepararían? Se preguntó si los jesuitas se confesarían.

Un sordo retumbo de tormenta.

Levantó la vista hacia el cielo.

¿Llovería?… la resurrección de la

Sí, sí, seguro. El martes próximo. Destellos de relámpagos crepitaban a lo lejos. No nos llames, pequeño; nosotros te llamaremos a ti.

Se levantó el cuello del abrigo y prosiguió su lenta marcha. Quería que lloviera.

Al minuto estaba en su casa.

Se metió apresuradamente en el baño. Luego fue a la cocina.

—Hola, Chris. ¿Cómo te ha ido?

Una bonita rubia de veintitantos años, sentada a la mesa. Sharon Spencer. Juvenil. De Oregón. Hacía tres años que era institutriz de Regan y secretaria social de Chris.

—¡Oh, el borracho de siempre! —Chris se acercó lentamente a la mesa y empezó a examinar los mensajes—. ¿Nada interesante?

—¿Quieres cenar la semana que viene en la Casa Blanca?

Chris se rió, incrédula.

—¿Dónde está Rags?

—Abajo, en el cuarto de los juguetes.

—¿Haciendo qué?

—Esculturas. Un pájaro, creo. Para ti.

—Sí, necesito uno —murmuró Chris. Se acercó a la cocina y se sirvió una taza de café caliente—. ¿Estabas bromeando con eso de la cena? —preguntó.

—No, por supuesto que no —respondió Sharon—. Es el jueves.

—¿Una fiesta grande?

—No, creo que sólo cinco o seis personas.

—¡No me digas!

Estaba contenta, pero no muy sorprendida. Buscaban su compañía taxistas, poetas, profesores y reyes.

¿Qué era lo que les gustaba de ella? ¿Su vida? Chris se sentó a la mesa.

—¿Qué tal ha ido la clase?

Sharon encendió un cigarrillo, frunciendo el entrecejo.

—De nuevo nos dieron trabajo las Matemáticas.

—¿Sí? ¡Qué curioso!

—Tienes razón. Es su asignatura favorita —dijo Sharon.

—¡Ah, bueno! Estas «Matemáticas modernas…». Dios mío, yo no podría dar el cambio en un autobús si…

—¡Hola, mamá!

Entró brincando por la puerta y extendiendo sus delgados brazos.

Colitas de caballo, pelirrojas.

La cara, brillante, suave, llena de pecas.

—¡Hola, fea! —Sonriendo alegre, Chris la estrechó con fuerza; luego besó cálidamente las mejillas de la niña. No podía reprimir la poderosa corriente de su cariño—. ¡Mmu-mmmmum-mmum! —Más besos. Después alejó un poco a Regan y la examinó con ojos ansiosos—. ¿Qué has hecho hoy? ¿Nada emocionante?

—Cosas.

—Pero ¿qué clase de cosas?

—A ver… —Tenía las rodillas junto a las de su madre, y se columpiaba suavemente hacia delante y atrás—. Bueno, por supuesto que he estudiado.

—¡Ajá!

—Y pintado.

—¿Qué has pintado?

—Flores. Margaritas. Todas rosadas. Y también… ¡Ah, sí! ¡Un caballo! —De pronto se emocionó y abrió mucho los ojos—. El hombre tenía un caballo, ¿sabes?, allá junto al río. Caminábamos y se nos acercó el caballo; ¡era precioso! Mamá, tendrías que haberlo visto, ¡y el hombre me dejó montarlo! ¡De veras! ¡Casi un minuto!

Chris, divertida, le guiñó un ojo a Sharon.

—¿El mismo? —preguntó, levantando una ceja.

Cuando se trasladaron a Washington para el rodaje de la película, la rubia secretaria, que ahora era prácticamente una más de la familia, había vivido en la casa y ocupado un dormitorio en la planta alta.

Hasta que conoció al «hombre del caballo» en un establo cercano.

Entonces, Chris decidió que Sharon necesitaba un lugar donde poder estar sola, por lo cual le buscó un apartamento en un hotel caro, e insistió en pagar ella la cuenta.

—El mismo —sonrió Sharon en respuesta a Chris.

—¡Era un caballo extraordinario! —agregó Regan—. Mamá, ¿no podemos conseguir un caballo? Quiero decir, ¿no podríamos?

—Ya lo veremos, querida.

—¿Cuándo podría tener uno?

—Te he dicho que ya lo veremos. ¿Dónde está el pájaro que has hecho?

Regan pareció quedar desconcertada un momento; luego se volvió en dirección a Sharon y, al sonreír, descubrió una boca llena de piezas postizas. En su ademán esbozóse una tímida recriminación.

—¿Se lo has dicho…? —Y después, conteniendo la risa, se dirigió a su madre—: Quería darte una sorpresa.

—¿Quieres decir…?

—¡Con una nariz larga y cómica, como tú querías!

—¡Oh, Rags, qué lindo! ¿Puedo verlo?

—No, todavía tengo que pintarlo. ¿Cuándo estará la cena, mamá?

—¿Tienes apetito?

—Estoy muerta de hambre.

—¡Y todavía no son las cinco! ¿A qué hora han almorzado? —preguntó Chris a Sharon.

—A eso de las doce —respondió Sharon.

—¿Cuándo volverán Willie y Karl?

Les había dado la tarde libre.

—Creo que a las siete —dijo Sharon.

—Mamá, ¿podemos ir a «Hot Shoppe»? —imploró Regan—. ¿No podríamos?

Chris levantó la mano de su hija, le sonrió tiernamente y la besó.

—¡Vístete rápidamente y vamos!

—¡Cuánto te quiero!

Regan salió corriendo de la habitación.

—¡Querida, ponte el vestido nuevo! —le gritó Chris.

—¿Te gustaría tener once años? —musitó Sharon.

—¿Es un ofrecimiento?

Chris tomó la correspondencia y empezó a clasificar distraídamente las adulaciones garabateadas en las cartas.

—¿Te gustaría? —preguntó Sharon.

—¿Con la inteligencia que tengo ahora? ¿Y todos los recuerdos?

—Claro.

—No es negocio.

—Piénsalo de nuevo.

—Lo estoy pensando. —Chris tomó un libreto con una notita prendida en la tapa. Jarris. Su representante—. Creo que les dije que no quería más guiones durante un tiempo.

—Deberías leerlo —dijo Sharon.

—¿Sí?

—Sí. Yo lo he leído esta mañana.

—¿Es bueno?

—¡Magnífico!

—Y a mí me tocaría hacer el papel de una monja que descubre que es lesbiana, ¿no es cierto?

—No, no tendrías que hacer nada.

—¡Anda! ¡Ahora sí que las películas se están poniendo mejor que nunca! ¿De qué diablos me estás hablando, Sharon? ¿A qué viene esa sonrisita burlona?

—Quieren que dirijas —dijo Sharon con afectada modestia, expeliendo el humo de su cigarrillo.

—¿Qué?

—Lee la carta.

—¡Dios mío, Shar, estás bromeando!

Chris se arrojó sobre la carta, lanzó un grito ronco y penetrante de alegría y, con ambas manos, la estrechó contra su pecho.

—¡Oh, Steve, ángel, te acordaste! —Filmando en África. Borracho. En sillas plegables. Contemplando la rojiza quietud del día que terminaba: «¡Ah, este oficio es una porquería! ¡Para el actor es una porquería, Steve!». «A mí me gusta». “Es una porquería.

¿Acaso no sabes que en este oficio lo único que vale la pena es dirigir?” «¡Ah, sí!». «¡Entonces sí que ha hecho uno algo, algo que es propio, algo que vive!». «Bueno, hazlo entonces». «Lo Intenté, pero no les gustó». «¿Por qué no?». «¡Oh, vamos, sabes bien por qué! No me creen lo suficientemente capaz». Tierno recuerdo. Sonrisa tierna.

Querido Steve…

—¡Mamá, no encuentro el vestido! —gritó Regan desde el rellano de la escalera.

—¡Está en el armario! —respondió Chris.

—¡Ya he mirado también en él!

—¡Subo en seguida! —gritó Chris. Examinó el guión un momento. Luego, poco a poco, se desanimó—. Tal vez sea una porquería.

—Vamos… Honestamente creo que es muy bueno.

—Sin embargo, opinabas que en Psycho hacían falta risas grabadas.

Sharon se rió.

—¡Mamá!

—¡Ya voy!

Chris se levantó despacio.

—¿Tienes una cita, Shar?

—Sí.

Chris se acercó hasta donde estaba la correspondencia.

—Entonces puedes irte. Mañana despacharemos todo esto.

Sharon se levantó.

—¡Ah, no, espera! —exclamó Chris, al acordarse de algo—. Vamos a escribir una carta que ha de salir esta noche.

—Bueno. —La secretaria buscó la libreta donde tenía la taquigrafía.

—¡Ma-máaa! —Un quejido de impaciencia.

—Espera, bajo en seguida —dijo Chris a Sharon. Salía ya de la cocina, pero se detuvo al darse cuenta de que Sharon miraba el reloj.

—Es mi hora de meditación, Chris —dijo.

Chris la miró fijamente, con muda irritación. Hacía ya seis meses había notado que su secretaria se había convertido, de pronto, en una «buscadora de la serenidad».

Había empezado en Los Ángeles, con la autohipnosis.

De ésta pasó luego a la entonación de cantos budistas. Durante las últimas semanas que Sharon había dormido en la habitación de la planta alta, la casa exhalaba olor a incienso y se escuchaban aburridos cantos de Nam myoho renge kyo («No hay más que repetir esto, Chris, y se te conceden los deseos, consigues todo lo que pides…») a horas inverosímiles e inoportunas, generalmente cuando Chris estudiaba los guiones. «Puedes encender el televisor —le había dicho Sharon generosamente en una de aquellas ocasiones—. No me molesta. Yo puedo cantar con cualquier clase de ruido a mi alrededor». Ahora era meditación sobrenatural.

—¿De veras crees que eso te hará bien, Sharon? —preguntó Chris con una voz sin matices.

—Me da paz espiritual —respondió Sharon.

—Bueno —dijo Chris secamente. Se volvió y le dijo adiós. No mencionó la carta, y al salir de la cocina murmuró: Nam myoho renge kyo.

—Repítelo durante quince o veinte minutos —dijo Sharon—. Tal vez consigas el efecto.

Chris se detuvo mientras pensaba una respuesta apropiada, pero se dio por vencida. Subió al dormitorio de Regan y se dirigió inmediatamente al armario. Regan estaba parada en el centro de la habitación, mirando el techo.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Chris mientras buscaba el vestido. Era de algodón celeste.

Lo había comprado la semana anterior y recordaba haberlo colgado en el armario.

—Oigo ruidos extraños —dijo Regan.

—Ya lo sé. Tenemos visitas.

Regan la miró.

—¿Eh?

—Ardillas, querida: ardillas en el altillo.

Las ratas le producían náuseas y pánico a su hija.

Hasta los ratoncitos la molestaban.

La búsqueda del vestido resultó infructuosa.

—¿Ves como no está ahí?

—Sí, ya lo he visto. Tal vez Willie se lo haya llevado con la ropa sucia.

—Tampoco está.

—Bueno, entonces ponte el azul marino. Es muy bonito.

Fueron al «Hot Shoppe».

Chris pidió ensalada, mientras que Regan tomó sopa, cuatro bollitos, pollo frito, un batido de chocolate y dos raciones de tarta de fresas con crema de café helada.

¿Adónde meterá tanto? —se preguntaba Chris con ternura—. ¿En sus muñecas? La niña era delgada como una leve esperanza.

Chris se fumó un cigarrillo mientras se tomaba el café y miró por la ventana de la derecha.

El río parecía esperar, oscuro y quieto.

—Muy rica la cena, mamá.

Chris se volvió, y, como pasaba a menudo, contuvo el aliento, sintiendo de nuevo el dolor de reconocer la imagen de Howard en la cara de Regan. Era el ángulo de la luz. Clavó la vista en el plato de la niña.

—¿Vas a dejar ese pedazo de tarta? —le preguntó.

Regan bajó los ojos.

—Me he comido muchos caramelos.

Chris apagó el cigarrillo y se rió.

—Vamos.

Volvieron antes de las siete.

Willie y Karl ya habían regresado. Regan se fue corriendo hacia el cuarto de los juguetes en el sótano, ansiosa por terminar la escultura para su madre. Chris se encaminó a la cocina en busca del libreto. Encontró a Willie, que preparaba el café.

Tosca mujerona.

Parecía huraña y malhumorada.

—Hola, Willie, ¿cómo les ha ido? ¿Se han divertido?

—No pregunte. —Agregó una cáscara de huevo y una pizca de sal en el burbujeante contenido de la cafetera. Habían ido al cine, explicó Willie. Ella quería ver a «Los Beatles», pero Karl había insistido en ver una película sobre Mozart.

—¡Horrible! —La mujer hervía de ira mientras bajaba la llama del fuego—. ¡Ese cabezota!

—¡Qué pena! —Chris se puso el libreto debajo del brazo—. ¡Ah, Willie!, ¿no has visto el vestido que le compré a Regan la semana pasada? El de algodón azul.

—Sí, en el armario. Esta mañana.

—¿Dónde lo pusiste?

—Está allí.

—¿No lo habrás sacado, por error, junto con la ropa sucia?

—Está allí.

—¿Con la ropa sucia?

—En el armario.

—No, no está. Ya lo he mirado.

Iba a decir algo, pero apretó los labios y miró, ceñuda, el café.

Karl había entrado.

—Buenas noches, señora.

Se dirigió al fregadero para tomar un vaso de agua.

—¿Ha puesto las trampas? —preguntó Chris.

—No hay ratas.

—¿Las ha puesto o no?

—Por supuesto que sí, pero el altillo está limpio.

—Cuénteme qué le ha parecido la película, Karl.

—Muy buena.

Su espalda era tan inexpresiva como su cara.

Chris inició la retirada mientras tarareaba una canción de «Los Beatles». Pero luego se detuvo ¡Un último disparo!

—¿Ha tenido algún inconveniente para conseguir las ratoneras, Karl?

—No, ninguno.

—¿A las seis de la mañana?

—En una tienda que está abierta toda la noche.

¡Dios santo!

Chris tomó, con fruición, un largo baño, y cuando fue al armario de su cuarto en busca del albornoz, encontró el vestido azul de Regan.

Estaba arrugado, sobre una pila de ropa, en el piso del armario.

Lo cogió. ¿Qué hace aquí?

Aún tenía las etiquetas. Recordó que había comprado el vestido, junto con otras cosas para ella. Debo de haber puesto todo junto.

Chris llevó el vestido al dormitorio de Regan y lo colgó de una percha. Echó una mirada a las prendas de la niña. Bonitas. Bonitas ropas sí, Rags, piensa en esto, y no en papá, que nunca escribe.

Al salir tropezó contra la pata de la cómoda. ¡Huy, qué dolor!

Al levantar el pie para frotarse el dedo notó que la cómoda estaba corrida medio metro de su lugar.

¡Claro! ¡Tenía que tropezar!

Willie habrá pasado la aspiradora.

Bajó al despacho con el libreto enviado por su representante.

A diferencia del imponente living, con sus grandes ventanales y su hermosa vista, el despacho irradiaba una sugestiva intimidad, secretos cuchicheos entre tíos ricos. Chimenea de ladrillo rojizo sin revocar, paneles de roble, entrecruzadas vigas de madera. Los únicos toques modernos de la habitación eran el bar, unos cuantos almohadones de colores y una alfombra de cuero de leopardo, que cubría el piso frente al hogar, ante el que se hallaba extendida ella, con la cabeza y los hombros apoyados en un mullido sofá.

Echó otra ojeada a la carta de su representante.

Fe, Esperanza y Caridad: Tres partes distintas, con diferentes reparto y director. La suya sería Esperanza. Le gustaba la idea. Y le gustaba el título. Aburrida, sin duda —pensó—, pero refinada. Seguramente lo cambiarán por algo así como «Roca de las Virtudes».

Sonó el timbre de la puerta.

Burke Dennings. Un hombre solitario que venía con frecuencia.

Chris sonrió tristemente, movió la cabeza al oír que le gritaba una obscenidad a Karl, a quien parecía odiar, por lo cual lo atormentaba continuamente.

—¡Hola!, ¿dónde hay algo que tomar? —exigió enojado, mientras entraba en la estancia y se dirigía al bar, sin mirar a Chris, con las manos en los bolsillos del arrugado impermeable.

Se sentó en la banqueta del bar. Irritable. Ojos inquietos.

Un poco enojado.

—¿De nuevo andas vagabundeando? —preguntó Chris.

—¿Qué diablos quieres decir? —resopló él.

—¡Tienes un aspecto tan cómico!

Ella lo había notado ya cuando hicieron juntos una película en Lausana. En la primera noche que pasaron allí, en un hotel que daba sobre el lago de Ginebra, Chris no podía conciliar el sueño. A las cinco de la mañana saltó de la cama y decidió vestirse y bajar al vestíbulo a tomar un café o en busca de alguien que le hiciera compañía.

Mientras esperaba el ascensor en el pasillo, miró por la ventana y vio al director, que caminaba erguido por la orilla, con las manos hundidas en los bolsillos de su abrigo, para resguardarlas del frío glacial del invierno. Cuando ella llegó al vestíbulo, él ya entraba en el hotel.

—¡Ni un bote a la vista! —dijo bruscamente, pasando a su lado con la cabeza baja—; después se metió en el ascensor y se fue a dormir. Cuando, más tarde, ella riéndose, mencionó el incidente, el director se puso furioso y la acusó de andar propalando por ahí «groseras alucinaciones», que la gente podía «creer fácilmente, sólo porque eres una estrella». También la trató de «loca de la mierda», pero luego agregó consoladoramente, haciendo esfuerzos para calmar su descontento, que «quizás» ella había visto a alguien y que lo había confundido con Dennings. «Después de todo —recalcó—, mi tatarabuela era suiza».

Chris le recordó ahora el incidente mientras se metía detrás del mostrador del bar.

—¡Vamos, no seas tonta! —le espetó Dennings—. Lo que ocurre es que me he pasado toda la tarde en un maldito , ¡un con los profesores!

Chris se apoyó sobre el bar.

—Conque en un té, ¿eh?

—¡Sigue riéndote como una boba!

—Te has emborrachado en un té —dijo secamente— con unos jesuitas.

—No, los jesuitas estaban sobrios.

—¿No beben?

—¿Cómo que no? —gritó—. ¡Bebían como condenados! ¡Nunca en mi vida he visto a nadie beber tanto!

—¡Vamos, baja la voz, Burke! ¡Regan!

—Sí, claro, Regan —murmuró Dennings—. ¿Dónde diablos está mi vaso?

—¿Me vas a decir de una vez qué has estado haciendo en un té con los profesores?

—Pues practicando esas malditas relaciones públicas; algo que tendrías que hacer.

Chris le alargó un vaso de ginebra con hielo.

—¡Dios mío, cómo les hemos dejado el terreno! —exclamó el director, que, compungido, apoyó el vaso contra los labios—. ¡Ahí, sí, ríete! Es para lo único que sirves, para reír y enseñar un poco el trasero.

—Únicamente sonrío.

—Bueno, alguien tenía que salvar las apariencias.

—¿Y cuántas veces dijiste «fornicar», Burke?

—Querida, no seas grosera —la reprochó amablemente—. Ahora dime cómo te encuentras.

Ella respondió encogiéndose de hombros, abatida.

—¿Estás malhumorada? Vamos, cuéntame.

—No sé.

—Cuéntaselo a tu tío.

—Creo que yo también voy a tomar algo —dijo, y fue a buscar un vaso.

—Sí, es bueno para el estómago. Bien, ¿qué te pasa?

Lentamente, ella se sirvió vodka.

—¿Nunca has pensado en la muerte?

—¿En qué?

—En la muerte. ¿Nunca has pensado en ello, Burke? ¿En lo que significa? ¿En lo que realmente significa?

Levemente cortante, respondió:

—No sé. No, nunca pienso en eso. Sólo hago el muerto. ¿A qué diablos viene todo esto?

Ella se encogió de hombros.

—No sé —contestó en un tono suave. Dejó caer el hielo en el vaso y lo contempló, pensativa—. Sí… sí, lo sé —rectificó—. Yo… bueno, lo he pensado esta mañana… una especie de sueño… casi al despertarme. No sé. Quiero decir que me ha impresionado un poco… lo que significa…, el fin, ¡El fin!, como si nunca lo hubiera sabido —sacudió la cabeza—. ¡Cómo me he asustado! Sentí que huía de este maldito planeta a millones de kilómetros por hora.

—Tonterías. La muerte es un alivio —respondió Dennings.

—No para , Charlie.

—Bueno, tú vives a través de tus hijos.

—¡Déjate de idioteces! Yo no soy mis hijos.

—Gracias a Dios. Una ya es suficiente.

—¡Piénsalo, Burke! No existir… ¡Nunca más! Es…

¡Oh, por Dios! ¡Enseña un poco el traste en el té con los profesores la semana que viene, y tal vez esos curas puedan darte consuelo! —Agitó su vaso—. Tomemos otro.

—No sabía que ellos bebiesen.

—Entonces es que eres estúpida.

Los ojos del hombre habían adquirido una expresión ruin. ¿Estaría llegando al límite de la exasperación? Chris estaba asombrada. Tenía la impresión de haberle tocado un nervio. ¿Lo habría hecho?

—¿Se confiesan? —preguntó ella.

—¿Por qué he de saber eso? —bramó súbitamente.

—Bueno, ¿acaso no estudiabas para…?

—¿Dónde está ese maldito trago?

—¿Quieres café?

—No te pongas necia. Quiero otro trago.

—Toma un poco de café.

—¡Vamos! ¡Venga la copa!

—¿Un «Lincoln Highway»?

—No, eso es asqueroso, y yo odio a los borrachos asquerosos. ¡Vamos, llena el vaso!

Deslizó su vaso por el mostrador del bar, y ella le sirvió más ginebra.

—Tal vez debería invitar a dos de ellos —murmuró Chris.

—¿A dos de quiénes?

—Bueno, a cualquiera. —Se encogió de hombros—. Los tipos importantes, los curas.

—No se irían nunca; son unos abusones —profirió con voz ronca, tomando la ginebra de un trago.

Si, está empezando a perder la calma, pensó Chris, y rápidamente cambió de tema: le habló del libreto y de la oportunidad que le daban de dirigir.

—¡Ah, qué bien! —murmuró Dennings.

—Me da miedo.

—¡Bah, tonterías! Querida, lo difícil de dirigir es hacer que parezca difícil. Yo, al principio, desconocía la clave, y aquí me tienes. Es como un juego de niños.

—Burke, si he de serte sincera, ahora que me han ofrecido esta oportunidad, no estoy segura ni de poder dirigir a mi abuela para que cruce la calle. Me refiero a la parte técnica.

—Eso déjaselo al director de escena, al director de fotografía y a la script, querida. Consíguete unos que sean buenos y te sacarán del paso. Lo que importa es el manejo de los actores, y en eso serás maravillosa. Tú puedes no sólo indicarles cómo hacer o decir algo, querida; les puedes incluso demostrar cómo se hace. Acuérdate de Paul Newman y Rachel, Rachel, y no te pongas nerviosa.

Ella parecía seguir dudando aún.

—Bueno, lo que me preocupa es la parte técnica.

Borracho o sobrio, Dennings era el director más experto en la materia. Ella quería su consejo.

—¿Por ejemplo? —le pregunto él.

Durante casi una hora estuvo exponiéndole los pequeños detalles.

Podía encontrar explicaciones en los textos, pero la lectura la impacientaba. En lugar de eso, leía a la gente. Al ser curiosa por naturaleza, los exprimía hasta sacarles la última gota de jugo. Pero era imposible exprimir los libros. Los libros eran locuaces.

Decían «por tanto» y «claramente», cuando algo no estaba claro en absoluto, y nunca se podían impugnar sus circunloquios. Nunca se los podía desarmar con agudeza. «Espera un momento, no entiendo. ¿Me puedes repetir eso último?». Nunca se los podía sujetar con alfileres, retorcerlos. Los libros eran como Karl.

—Querida, lo único que necesitas es un brillante director de fotografía —se rió el director, para rematar el tema—. Uno que sea competente de verdad.

Se había puesto encantador y eufórico, y parecía haber pasado el temido momento de peligro.

—Con permiso, señora. ¿Deseaba algo?

Karl estaba parado, cortés, en la puerta del despacho.

—¿Cómo le va, Thorndike? —se rió Dennings—. ¿O se llama Heinrich? Nunca me acuerdo.

—Soy Karl.

—Sí, por supuesto. Me había olvidado. Dígame, Karl, ¿qué me contó usted que había hecho para la Gestapo? ¿Relaciones públicas? ¿O fue para la comunidad? Creo que hay una diferencia.

Karl habló respetuosamente.

—Ninguna de las dos cosas, señor. Yo soy suizo.

—¡Ah, sí! —El director se rió a carcajadas, groseramente. Y usted nunca jugaría al bowling con Goebbels, supongo.

Karl, sin hacerle caso, se volvió hacia Chris.

—¡Y nunca voló con Rudolph Hess!

—¿Deseaba algo, señora?

—No, creo que no. Burke, ¿quieres café?

—¡Una porra!

El director se levantó bruscamente y salió, rabioso, de la habitación y de la casa.

Chris agitó la cabeza y luego se dirigió a Karl.

—Desconecte los teléfonos —ordenó, inexpresiva.

—Sí, señora. ¿Algo más?

—Sí, tal vez un poco de café. ¿Dónde está Rags?

—Abajo, en el cuarto de los juguetes. ¿La llamo?

—Sí. Es hora de acostarse. Pero no; espere un segundo, Karl. No se moleste. Tengo que ir a ver el pájaro. Tráigame sólo el café, por favor.

—Sí, señora.

—Y, por enésima vez, le pido disculpas en nombre de Burke.

—No le hago caso.

—Ya sé. Eso es lo que lo irrita.

Chris caminó hasta el vestíbulo, abrió la puerta de la escalera del sótano y miró hacia abajo.

—Hola, pecosilla, ¿qué estás haciendo ahí abajo? ¿Terminaste el pájaro?

—¡Sí, ven a verlo! ¡Está terminado!

El cuarto de los juguetes tenía ventanas y estaba decorado alegremente. Atriles. Pinturas. Tocadiscos.

Mesas para juegos y un taller para escultura.

Guirnaldas rojas y blancas que habían quedado de una fiesta que celebró el hijo del inquilino anterior.

—¡Es fantástico! —exclamó Chris, mientras su hija le alargaba la figura. No estaba seca del todo; era un pájaro horroroso, de color naranja, excepto el pico, pintado con rayas verdes y blancas.

Le había pegado un mechón de plumas en la cabeza.

—¿Te gusta? —preguntó Regan.

—Me encanta, querida; de verdad. ¿Le has puesto nombre?

—Pues… no.

—¿Qué le podrías poner?

—No sé.

Regan se encogió de hombros.

—Vamos a ver. —Chris se tocó los dientes con las yemas de los dedos—. ¿Qué te parece Pájaro tonto, eh? Sólo Pájaro tonto.

Regan trató de contener la risa, y se tapó la boca con la mano para no mostrar las piezas artificiales.

Gesto afirmativo con la cabeza.

¡Pájaro tonto junto a un derrumbe! Lo dejaré aquí para que se seque, y luego me lo llevaré a mi cuarto.

Chris estaba apoyando el pájaro cuando reparó en el tablero Ouija, que usaba para componer palabras.

Cerca. Sobre la mesa. Se había olvidado de que lo tenía. Tan curiosa acerca de sí misma como de los demás, lo había comprado con la intención de sacar a la luz ciertas claves de su subconsciente. No había dado resultado. Lo había usado una o dos veces con Sharon y una vez con Dennings, que había movido hábilmente la planchita plástica, de manera que reprodujese mensajes obscenos.

—¿Juegas con el tablero Ouija?

—Sí.

—¿Sabes cómo hacerlo?

—Sí, claro. Mira, te lo voy a mostrar.

Se acercó para sentarse junto al tablero.

—Bueno, creo que se necesitan dos personas, querida.

—No, mamá. Yo siempre lo hago sola.

Chris acercó una silla.

—¿Quieres que juguemos las dos?

Vacilación.

—Está bien.

Había puesto los dedos sobre la planchita blanca, y cuando Chris estiró la mano para colocar la suya, ésta se movió de pronto hasta el casillero y marcó «no» en el tablero. Chris le sonrió, astuta.

—«Mamá, prefiero hacerlo yo sola». ¿Era eso lo que querías decirme? ¿No quieres que yo juegue?

—No, yo sí quiero. Pero el capitán Howdy ha dicho «no».

—¿El capitán qué?

—El capitán Howdy.

—Querida, ¿quién es ese capitán?

—Pues alguien al que yo le hago preguntas y él me responde.

—¿Sí?

—Es muy bueno.

Chris trató de no fruncir el ceño al sentir una repentina y oscura preocupación. La niña había querido mucho a su padre, y, sin embargo, nunca había manifestado exteriormente su reacción ante el divorcio. Y eso no le gustaba a Chris. Tal vez habría llorado en su habitación; pero ella no lo sabía. Chris temía que la niña se estuviera reprimiendo y que algún día estallaran sus emociones en forma nociva. Un compañero de juegos imaginario.

No le parecía sano. ¿Por qué «Howdy»? ¿Por Howard? ¿Su padre? Bastante pareado.

—¿Y cómo es que no se te ha ocurrido un nombre para el pájaro y ahora me vienes con el de «capitán Howdy»? ¿Por qué lo llamas así?

—Pues porque ése es su nombre —contestó Regan con una risita.

—¿Y cómo lo sabes?

—Porque me lo ha dicho él.

—Por supuesto.

—Por supuesto.

—¿Y qué más te dice?

—Cosas.

—¿Qué cosas?

Regan se encogió de hombros.

—Sólo cosas.

—¿Por ejemplo…?

—Te lo voy a mostrar. Le haré algunas preguntas.

—Sí, hazlo.

Poniendo los dedos sobre la planchita, Regan clavó los ojos en el tablero, muy concentrada.

—Capitán Howdy, ¿crees que mi mamá es guapa?

Un segundo… cinco… diez… veinte…

—¿Capitán Howdy?

Más segundos. Chris estaba sorprendida. Había esperado que su hija moviera la planchita al casillero que decía «sí». ¡Oh, por Dios!, ¿qué es esto? ¿Una hostilidad consciente? Es absurdo.

—Capitán Howdy, no seas mal educado —le regañó Regan.

—Querida, tal vez esté durmiendo.

—¿Tú crees?

—Creo que eres tú la que debería estar durmiendo.

—¿Ya?

—¡Vamos, querida! ¡A la cama!

Chris se levantó.

—Es un bobo —musitó Regan.

Luego salió detrás de su madre por la escalera.

Chris la dejó caer en la cama y se sentó a su lado.

—Querida, el domingo no trabajo. ¿Quieres hacer algo?

—¿Qué?

Cuando fueron a Washington, Chris había tratado de proporcionar a Regan compañeros de juego.

Y encontró sólo a una niña, Judy, de doce años. Pero la familia de Judy se había ido a pasar la Pascua a otra parte, y a Chris le preocupaba que Regan se sintiera sola.

—Bueno, no sé —replicó Chris—. Cualquier cosa. ¿Quieres que salgamos a pasear? ¡Podemos ir a ver los cerezos en flor! Este año han florecido pronto. ¿Quieres ir a verlos?

—Sí, mamá.

—Y mañana por la noche, al cine. ¿Qué te parece?

—¡Te adoro!

Regan la abrazó, y Chris hizo lo mismo, con más fervor que nunca, mientras susurraba:

—Yo también te adoro.

—Si quieres, puedes invitar al señor Dennings.

—¿El señor Dennings?

—Bueno, creo que estaría bien.

Chris se rió.

—No, no estaría bien. Querida, ¿por qué habría de invitarlo?

—Porque te gusta.

—Sí, por supuesto que me gusta. ¿Y a ti?

No respondió.

—¿Qué pasa, querida? —Chris instó a su hija.

—Te vas a casar con él, mamita, ¿verdad?

No era una pregunta, sino una lúgubre afirmación.

Chris estalló en carcajadas.

¡Por supuesto que no, pequeña! ¡Qué cosas se te ocurren! ¿El señor Dennings? ¿De dónde has sacado esa idea?

—Pero te gusta.

—También me gusta la pizza, ¡pero nunca me casaría con ella!

Querida, es un amigo, sólo un viejo amigo.

—¿No te gusta como te gustaba papaíto?

—A tu padre lo quiero. Siempre lo querré. El señor Dennings viene muchas veces de visita porque está solo; eso es todo. Es un amigo.

—Es que he oído…

—¿Qué has oído y a quién?

Trocitos de duda revoloteando en los ojos, vacilación. Después, un encogimiento de hombros como para cambiar de tema.

—No sé. Se me ha ocurrido.

—Bueno, eso es una tontería, así que olvídalo.

—Está bien.

—Ahora, a dormir.

—¿Puedo leer? No tengo sueño.

—Por supuesto. Lee tu libro nuevo hasta que te canses.

—Gracias, mamaíta.

—Buenas noches, querida.

—Buenas noches.

Chris le mandó un beso desde la puerta y luego la cerró. Bajó las escaleras. ¡Los chicos! ¿De dónde sacan las ideas? Tenía curiosidad por saber si Regan relacionaba a Dennings con su trámite de divorcio. Eso es una estupidez.

Regan sabía sólo que Chris había entablado la demanda. Sin embargo, era Howard quien lo había querido.

Largas separaciones. El afectado ego del marido de una estrella.

Había encontrado a otra mujer.

Regan no lo sabía. ¡Oh, deja ya todo este psicoanálisis de aficionado y trata de pasar un poco más de tiempo con ella!

Vuelta al despacho. El guión.

Chris leyó. A mitad de camino vio que Regan se acercaba a ella.

—Hola, querida. ¿Qué pasa?

—Oigo ruidos muy extraños, mamá.

—¿En tu cuarto?

—Sí, son como golpes. No me puedo dormir.

¿Dónde diablos están las ratoneras?

—Querida, duerme en mi habitación; yo averiguaré qué es.

Chris la acompañó hasta su dormitorio y la metió en la cama.

—¿Puedo ver la televisión un ratito hasta que me duerma?

—¿Dónde está tu libro?

—No lo encuentro. ¿Puedo ver la televisión?

—Sí, por supuesto. —Chris sintonizó un canal en el aparato portátil de su dormitorio—. ¿Está bien de volumen?

—Sí, mamá.

—Trata de dormir.

Chris apagó la luz y se alejó por el pasillo. Trepó por la angosta y alfombrada escalera que conducía al altillo. Abrió la puerta y tanteó buscando la llave de la luz; la encontró y se agachó al entrar.

Miró a su alrededor. Cajas de recortes y correspondencia sobre el piso de madera. Nada más, excepto las ratoneras. Seis. Con carnada. La habitación estaba intacta.

Hasta el aire olía a fresco y limpio. El altillo no tenía calefacción. No había cañerías, ni agujeritos en el techo.

—No hay nada.

Chris se sobresaltó, asustada.

—¡Dios mío! —exclamó volviéndose rápidamente, con una mano sobre su corazón agitado—. ¡Por Dios, Karl, no vuelva a hacer eso!

Karl estaba parado en la escalera.

—Lo lamento mucho. Pero ¿ve? Está limpio.

—Sí, está limpio. Muchas gracias.

—Tal vez sería mejor un gato.

—¿Qué?

—Para cazar las ratas.

Sin esperar una respuesta, saludó con la cabeza y se fue.

Durante un momento, Chris se quedó contemplando la puerta. O Karl no tenía ningún sentido del humor, o éste era tan sutil que se le escapaba a ella. No supo como catalogarlo.

Se puso a pensar nuevamente en los golpes y luego miró en dirección al techo. La calle estaba sombreada por árboles, la mayor parte de ellos retorcidos y entrelazados con enredaderas, y unas enormes ramas en forma de hongo cubrían como un paraguas la tercera parte del frontispicio de la casa.

¿Serían las ardillas, después de todo? Tienen que serlo. O las ramas. Claro. Podrían ser también las ramas. Las últimas noches había hecho viento.

Tal vez sería mejor un gato.

Chris echó otra mirada al vano de la puerta. ¿Se estaría haciendo el vivo? De repente sonrió, tomando un aire descarado y travieso.

Bajó hasta el dormitorio de Regan, recogió algo, lo subió al altillo, y un minuto después regresó a su habitación. Regan dormía.

La llevó a su cuarto, la metió en la cama, volvió a su propio dormitorio, apagó el televisor y se durmió. La casa permaneció en silencio hasta la mañana.

Mientras se desayunaba, Chris dijo a Karl, como al azar, que durante la noche le pareció oír un chasquido como el de una ratonera al cerrarse.

—¿Quiere ir a echar una mirada? —le sugirió, sorbiendo el café y simulando estar enfrascada en el diario de la mañana. Sin hacer ningún comentario, Karl se levantó y fue a investigar. Chris se cruzó con Karl en el pasillo de la planta alta cuando él volvía; contemplaba, inexpresivo, el gran ratón de juguete que llevaba en sus manos. Lo había encontrado con el hocico firmemente sujeto a la ratonera.

Mientras se dirigía hacia su dormitorio, Chris arqueó una ceja a la vista del ratón.

—Alguien se hace el gracioso —musitó Karl al pasar a su lado.

Volvió a poner el ratón en el cuarto de Regan.

—Por cierto que están pasando muchas cosas —murmuró Chris, sacudiendo la cabeza al entrar en su dormitorio. Se quitó el salto de cama y se preparó para ir a trabajar. Sí, tal vez sea mejor un gato, amigo. Mucho mejor.

Cuando sonreía, toda su cara parecía arrugarse.

La filmación transcurrió aquel día sin tropiezos. Durante la mañana, Sharon fue al plató y, en los descansos entre las tomas, en el vestuario portátil, ella y Chris se ocuparon en despachar la correspondencia: una carta a su representante, diciéndole que pensaría en su proposición; otra, aceptando la invitación a la Casa Blanca; un telegrama a Howard para recordarle que hablara por teléfono a Regan el día de su cumpleaños; una llamada a su administrador para preguntarle si ella podría permitirse el lujo de no trabajar durante un año; planes para una cena el 23 de abril.

Al anochecer, Chris llevó a Regan al cine, y al día siguiente dieron vueltas por distintos lugares de interés en el «Jaguar» de Chris. El monumento a Lincoln.

El Capitolio. El lago bordeado por los cerezos en flor. Comieron algo, de pasada. Luego, al otro lado del río, el cementerio de Arlington y la Tumba del Soldado Desconocido. Regan se puso seria, y más tarde, junto a la tumba de John F. Kennedy, adoptó un aire reservado y un poquito triste.

Contempló la «llama eterna» y luego, calladamente, cogió la mano de su madre.

—Mamá, ¿por qué tiene que morir la gente?

La pregunta taladró el alma de la madre. ¡Oh, Rags!, ¿también tú? ¡Oh, no! Pero ¿qué podía decirle? ¿Mentiras? No. Contempló la cara de su hija, sus ojos velados por las lágrimas. ¿Habría percibido sus propios pensamientos? Era una cosa tan habitual en ella… tan habitual…

—Querida, la gente se cansa —le contestó cariñosamente.

—Mamá, ¿por qué permite Dios eso?

Por un momento, Chris dejó vagar la mirada. Estaba desconcertada. Perturbada. Como era atea, no le había enseñado religión a su hija. Creía que sería deshonesto.

—¿Quién te ha hablado de Dios? —le preguntó.

—Sharon.

—¡Ah!

Tendría que hablar con ella.

—Mamá, ¿por qué permite Dios que nos cansemos?

Al ver aquellos ojos sensibles y advertir su sufrimiento, Chris se rindió. No podía decirle lo que creía.

—Bueno, lo que ocurre es que, después de un cierto tiempo, Dios nos echa de menos, ¿sabes, Rags?, y quiere que volvamos con él.

Regan se encerró desde entonces en un obstinado silencio. No habló durante el trayecto de vuelta, ni al día siguiente, domingo, ni el lunes.

El martes, día de su cumpleaños, pareció cambiar.

Chris se la llevó con ella al plató, y cuando el trabajo hubo terminado, los actores y los técnicos le cantaron el Feliz cumpleaños y trajeron una tarta. Como cuando estaba sobrio Dennings era un hombre atento y amable, hizo encender nuevamente las luces y filmó a la niña cuando cortaba la tarta.

Dijo que era una «prueba artística», y prometió que más adelante la convertiría en estrella. Regan parecía estar muy contenta.

Pero después de la cena y de abrir los regalos, se le acabó de nuevo el buen humor. Ni noticias de Howard. Chris lo llamó a Roma, pero un empleado del hotel le informó que hacía ya varios días que no iba por allí. Se había embarcado en un yate. Chris lo disculpó ante Regan.

La niña asintió con la cabeza, resignada, y le hizo un gesto negativo ante la sugerencia de ir a tomar un helado a «Hot Shoppe».

Sin decir palabra, bajó al cuarto de los juguetes, donde permaneció hasta la hora de irse a dormir.

A la mañana siguiente, cuando Chris abrió los ojos, se la encontró en su cama, medio dormida.

—¿Qué diab…? ¿Qué estás haciendo aquí? —se rió Chris.

—Mi cama se movía.

—Tontuela. —Chris la besó y la arropó. Duérmete. Todavía es muy temprano.

Lo que parecía ser la mañana, fue el comienzo de una noche sin fin.