CAPÍTULO CUARTO

Recibió a sus invitados vestida con un traje color verde limón, de mangas y pantalones anchos. Calzaba zapatos cómodos. Reflejaban las esperanzas que tenía cifradas en la reunión.

La primera en llegar fue Mary Jo Perrin, que vino con Robert, su hijo adolescente. El último fue el padre Dyer. Era joven y diminuto, con una lánguida mirada tras sus gafas de montura metálica.

Al entrar se disculpó por su tardanza.

—No pude encontrar una corbata apropiada —le dijo a Chris inexpresivamente. Por un momento, ella lo observó distraída, y luego prorrumpió en una carcajada. Su depresión comenzaba a desvanecerse.

Las bebidas hicieron su efecto.

A las diez menos cuarto, los invitados se habían esparcido por la sala de estar, y comían en animados grupos.

Chris llenó su plato de humeante comida y buscó con la mirada a Mary Jo Perrin. Allí. En el sofá con el padre Wagner, el decano jesuita. Chris había conversado muy poco con él. Tenía una calva pecosa y unos modos secos y suaves.

Chris se acercó al sofá y se sentó en el suelo, frente a la baja mesita, mientras la adivina reía alegremente.

—¡Oh, vamos, Mary Jo! —dijo el decano, sonriendo, mientras se llevaba a la boca una cucharada de comida.

—¡Sí, vamos, Mary Jo! —gritó Chris.

—¡Muy rico el curry! —dijo el decano.

—¿No está demasiado caliente?

—En absoluto; está perfecto. Mary Jo me estaba diciendo que había un jesuita que era también médium.

—¡Y no me cree! —se rió la adivina.

—¡Eh, distinguo! —corrigió el decano—. Lo único que he dicho es que es difícil de creer.

—¿Te refieres a un médium médium? —preguntó Chris.

—Por supuesto —dijo Mary Jo—. ¡Incluso entraba en levitación!

—Eso lo hago yo todas las mañanas —dijo tranquilamente el jesuita.

—¿Quieres decir que organizaba sesiones de espiritismo? —preguntó Chris a mistress Perrin.

—Pues sí —respondió—. Era muy famoso en el siglo XIX. De hecho, creo que fue el único espiritista de su época no acusado de fraude.

—Ya le he dicho que no era un jesuita —comentó el decano.

—¡Claro que lo era! —se rió ella—. Cuando cumplió veintidós años entró en la Compañía de Jesús y prometió no trabajar más de médium, pero tuvieron que echarlo de Francia —se rió más fuerte aún— inmediatamente después de una sesión que celebró en las Tullerías; ¿saben lo que hizo? En mitad de la sesión le dijo a la emperatriz que la tocarían las manos de un espíritu de niño que iba a manifestarse, y cuando, de repente, encendieron las luces —lanzó otra carcajada—, ¡lo pescaron tocándole el brazo a la emperatriz con su pie desnudo! ¿Se imaginan eso?

El jesuita sonrió al dejar su plato sobre la mesa.

—No me venga después a pedir indulgencia, Mary Jo.

—Vamos, en toda familia hay una oveja negra.

—Ya completamos nuestra cuota de esas ovejas en la época de los Papas Médicis.

—En cierta ocasión, yo tuve una experiencia —comenzó a decir Chris, pero el decano la interrumpió.

—¿Lo dice como materia de confesión?

Chris sonrió y dijo:

—No, no soy católica.

—No se preocupe, tampoco lo son los jesuitas —bromeó mistress Perrin.

—Difamación de los dominicos —apostilló el decano. Luego se dirigió a Chris—. Perdón, ¿qué decía usted?

—Pues que me parece que una vez vi levitar a una persona. En Bután.

Volvió a contar la historia.

—¿Cree usted que es posible? —concluyó.

—¿Quién sabe lo que es la gravedad? —dijo, encogiéndose de hombros—. O, si se quiere, la materia.

—¿Les gustaría conocer mi opinión? —dijo mistress Perrin. El decano respondió:

—No, Mary Jo: he hecho voto de pobreza.

—Yo también —murmuró Chris.

—¿Cómo? —preguntó el decano, inclinándose hacia delante.

—No, nada. Mire, hay algo que le quería preguntar. ¿Conoce el chalet que hay detrás de esa iglesia? —dijo, señalando en aquella dirección.

—¿La Santísima Trinidad? —preguntó él.

—Exacto. Pues bien, ¿qué pasa allí?

—Pues que dicen la misa negra —respondió mistress Perrin.

—¿La qué negra?

—La misa negra.

—¿Qué es eso?

—No le haga caso, está bromeando —dijo el decano.

—Sí, ya sé —dijo Chris—, pero soy una ignorante. ¿Qué es una misa negra?

—Básicamente es una parodia de la misa católica —explicó el decano—. Se relaciona con la brujería. La adoración del demonio.

—¿De veras? ¿Quiere decir que existe tal cosa?

—No le podría decir realmente. Sin embargo, una vez me enteré de una estadística de algo así como cincuenta mil misas negras que se dicen al año en París.

—¿En la actualidad? —preguntó Chris, asombrada.

—Es sólo algo que he oído.

—Sin duda, a través del servicio secreto de los jesuitas —apuntó con malicia mistress Perrin.

—De ninguna manera. Oigo «voces» —respondió el decano, con picardía.

—Ustedes saben que allá en Los Ángeles —manifestó Chris— se oyen muchísimas historias de cultos que practican por ahí las brujas. Yo misma me he preguntado a menudo si no será verdad.

—Bueno, como ya le he dicho, no puedo asegurárselo —contestó el decano—. Pero yo le diré quién puede hacerlo. Joe Dyer. ¿Dónde está Joe?

El decano miró a su alrededor.

—Allí —dijo, haciendo un gesto con la cabeza en dirección al sacerdote, que estaba parado junto a la mesa y les daba la espalda. Se estaba sirviendo un abundante segundo plato—. ¡Oye, Joe!

El joven sacerdote se volvió, mostrando su rostro impasible.

—¿Es a mí, gran decano?

El otro jesuita le hizo una seña con la mano.

—Voy en seguida —contestó Dyer, y reanudó su ataque al curry.

—Él es el único duende del clero —dijo el decano, con un dejo de cariño. Se tomó un sorbo de vino—. La semana pasada hubo dos casos de profanación en la Santísima Trinidad, y Joe dijo que uno de ellos le recordó ciertas cosas que se hacían en la misa negra, de modo que creo que sabe algo del tema.

—¿Qué ocurrió en la iglesia? —preguntó Mary Jo Perrin.

—Algo muy desagradable —dijo el decano.

—Vamos, ya hemos acabado todos de comer.

—No, por favor. Es demasiado —objetó.

—Vamos…

—¿Quiere decir que usted no puede leer mis pensamientos, Mary Jo? —le preguntó él.

—Bueno, podría —respondió ella— pero no creo ser digna de entrar en ese sanctasanctórum —emitió una risita ahogada.

—Se trata de algo profundamente repugnante —comenzó el decano.

Describió las profanaciones.

En el primero de los casos, un viejo sacristán había descubierto un montón de excrementos humanos sobre el mantel del altar, frente al sagrario.

—Sí que es repugnante —dijo mistress Perrin con mueca de disgusto.

—Bueno, lo otro es peor aún —comentó el decano.

Luego, con rodeos y eufemismos, explicó que se había encontrado un enorme falo, modelado en arcilla, bien pegado a una estatua de Cristo, en el altar de la izquierda.

—¿No les parece repugnante? —concluyó.

Chris notó que Mary Jo parecía sinceramente molesta, al decir:

—¡Basta, por favor! Ahora lamento haberle preguntado. Cambiemos de tema.

—No, yo estoy fascinada —dijo Chris.

—Por supuesto. Yo soy un ser fascinante.

Era el padre Dyer, que se acercaba con su plato.

—Espéreme sólo un minuto. Tengo un asunto pendiente con aquel astronauta.

—¿Qué asunto?

El padre Dyer levantó las cejas con afectada seriedad.

—¿Se imaginan lo que sería convertirse en el primer misionero en la Luna? —preguntó.

Todos estallaron en carcajadas.

—Tiene el tamaño exacto —dijo mistress Perrin—. Podría meterlo en la parte anterior de la cápsula.

—No, yo no —la corrigió con aire solemne, volviéndose luego hacia el decano, para explicarle—: Trate de arreglarlo para Emory.

—Emory es nuestro prefecto de disciplina en el campus —explicó Dyer a las mujeres en un aparte—. No hay nadie allá arriba, y eso es precisamente lo que le agrada; le gustan los lugares silenciosos.

—Y entonces, ¿a quién podría convertir? —preguntó mistress Perrin.

—¿Qué me quiere decir? —Dyer la miró y frunció el ceño—. Convertiría a los astronautas. Además, es lo que le gusta: una o dos personas. No grupos.

Solamente dos.

Con ademán impasible, Dyer buscó al astronauta con la mirada.

—¿Me permiten? —dijo, y se retiró.

—Me gusta —manifestó mistress Perrin.

—A mí también —aprobó Chris.

Luego se dirigió al decano.

—Bueno, aún no me ha dicho lo que pasa en ese chalet —le recordó—. ¿Es un gran secreto? ¿Quién es el sacerdote que veo siempre allí? Uno robusto. ¿Sabe a quién me refiero?

—El padre Karras —dijo el decano, bajando la voz, con un dejo de remordimiento.

—¿Qué hace?

—Es consejero. —Apoyó su copa y la hizo girar por su base—. Anoche sufrió un rudo golpe.

—¿Qué le pasó? —preguntó Chris con repentino interés.

—Se le murió su madre.

Chris experimentó un confuso sentimiento de pena, inexplicable para ella.

—Lo lamento mucho —dijo.

—Parece que lo ha afectado mucho —prosiguió el jesuita—. Ella vivía sola, y sospecho mucho que hacía ya dos días que había muerto cuando lo advirtieron.

—¡Oh, qué horrible! —murmuró mistress Perrin.

—¿Quién la encontró? —preguntó Chris con seriedad.

—El portero del edificio. Supongo que aún no se habrían dado cuenta de no haber sido porque los vecinos se quejaron de que la radio funcionaba todo el día.

—¡Qué triste! —musitó Chris.

—Perdón, señora.

Levantó la vista y vio a Karl.

Traía una bandeja llena de copas y licores.

—¡Ah, sí! Déjela aquí, Karl. Muchas gracias.

A Chris le gustaba servir personalmente los licores a sus invitados. Con eso creía dar un toque de intimidad que, de otro modo, no podía lograrse.

—A ver, voy a comenzar por ustedes —dijo al decano y a mistress Perrin, y les sirvió. Luego recorrió el salón, recibiendo peticiones y alargando copas, y cuando terminó la vuelta, los distintos grupos se habían combinado ya de manera diferente, excepto Dyer y el astronauta, que parecían haber intimado mucho.

—No, yo no soy realmente un sacerdote —oyó Chris que decía Dyer con seriedad, mientras apoyaba su brazo en el hombro del astronauta—. De hecho, soy un rabino de avanzada. —Y poco después, oyó que le preguntaba—: ¿Qué es el espacio? —Y cuando el astronauta se encogió de hombros y admitió que no lo sabía, el padre Dyer le clavó la vista, ceñudo, y le dijo—: Debería saberlo.

Más tarde, Chris estaba hablando con Ellen Cleary sobre Moscú, cuando oyó una voz estridente y familiar, que llegaba enojada, desde la cocina.

¡Dios mío! ¡Burke!

Le estaba gritando obscenidades a alguien.

Chris se disculpó y se dirigió rápidamente a la cocina, donde Dennings insultaba a Karl, mientras Sharon hacía vanos intentos para hacerlo callar.

—¡Burke! —exclamó Chris—. ¡Deja de gritar!

El director la ignoró, y siguió con su ataque de ira. Por las comisuras de la boca expelía saliva espumosa. Karl estaba apoyado sobre el fregadero, mudo, con los brazos cruzados, impasible, mirando a Dennings sin pestañear.

—¡Karl! —le espetó Chris—. ¿Por qué no se retira de aquí? ¡Salga! ¿No ve cómo está?

Pero el suizo no se movió hasta que Chris lo empujó hasta la puerta.

—¡Puerco nazi! —le gritó Dennings mientras salía Karl. Y luego se volvió, cordial, hacia Chris, frotándose las manos—. ¿Qué hay de postre? —preguntó dócilmente.

—¡De postre! —Chris se golpeó la frente con el dorso de la mano.

—Bueno, tengo hambre —se quejó él.

Chris se dirigió a Sharon.

—¡Dale de comer! Yo tengo que llevar a Regan a la cama. ¡Burke, por todos los santos —rogó al director—, repórtate! ¡Hay sacerdotes ahí afuera! —señaló acusadoramente.

Él arrugó el entrecejo, al tiempo que sus ojos tomaban una expresión intensa, con un súbito y aparentemente genuino interés.

—¿Tú también te has dado cuenta? —preguntó sin segunda intención.

Chris salió de la cocina y bajó a ver qué hacia Regan en el cuarto de los juguetes, donde había pasado todo el día. La encontró jugando con el tablero Ouija. Parecía taciturna, abstraída, remota.

Bueno, por lo menos no está revoltosa, pensó Chris, y, para distraerla un poco, la llevó a la sala de estar y la presentó a sus invitados.

—¡Qué encantadora! —exclamó la esposa del senador.

Regan se comportó extrañamente bien, excepto en un momento con mistress Perrin, a la que no habló ni le dio la mano. Pero la adivina lo tomó a broma.

—Sabe que soy una impostora.

Le guiñó un ojo a Chris. Pero luego, escudriñándola en forma cariñosa, se adelantó y cogió una mano de Regan, apretándola con cariño, como si le estuviera tomando el pulso. Regan se desprendió en seguida de ella y la miró con aspecto iracundo.

—¡Pobre!, debe de estar cansada —dijo Mary Jo como quitándole importancia al incidente; sin embargo, siguió observando a la niña con mirada penetrante y una inexplicable ansiedad.

—No se ha sentido del todo bien estos días —murmuró Chris, disculpándola. Miró a la niña—. ¿No es cierto, querida?

Regan no contestó. Mantenía la vista clavada en el suelo.

Sólo le faltaba por presentarla al senador y a Robert, el hijo de mistress Perrin, y Chris opinó que era mejor pasarlos por alto.

Llevó a Regan a su dormitorio y la metió en la cama.

—¿Crees que podrás dormir?

—No sé —contestó la niña como en sueños. Se había puesto de lado y miraba fijamente hacia la pared, con una expresión lejana.

—¿Quieres que te lea un rato?

Ella denegó con la cabeza.

—Bueno, entonces trata de dormir.

Se inclinó, la besó y apagó la luz.

—Buenas noches, pequeña.

Chris estaba ya casi en la puerta, cuando Regan la llamó nuevamente.

—Mamá, ¿qué me pasa?

Se la veía obsesionada. Su tono era desesperado.

Desproporcionado para su edad. Por un momento, la madre se sintió agitada y confundida. Pero en seguida recobró la serenidad.

—Ya te lo he dicho, querida; son los nervios. Has de tomar esas píldoras un par de semanas, y estoy segura de que te pondrás bien. Bueno, ahora a dormir, ¿eh?

No hubo respuesta. Chris esperó.

—A dormir, ¿eh?

—Está bien —murmuró Regan.

De repente, Chris notó que la niña tenía la piel de gallina.

Le frotó el brazo. ¡Dios mío, qué fría se está poniendo la habitación! ¿De dónde vendrá la corriente?

Se acercó a la ventana y examinó las junturas. No encontró nada.

Se volvió hacia Regan.

—¿Estás bien abrigada, querida?

No hubo respuesta.

Chris se acercó a la cama.

—¿Regan? ¿Estás dormida? —susurró.

Ojos cerrados. Respiración profunda.

Chris salió de la habitación de puntillas.

Oyó cantos desde el corredor, y al bajar las escaleras vio, con placer, que el joven padre Dyer tocaba el piano y dirigía a un grupo que se había reunido a su alrededor y que cantaba alegremente.

Cuando entró en la sala de estar, acababan de entonar Hasta que volvamos a encontrarnos.

Chris se dirigió al grupo para incorporarse a él, pero fue rápidamente interceptada por el senador y su mujer, que traían sus abrigos en el brazo.

Parecían un poco molestos.

—¿Ya se van? —les preguntó.

—Lo sentimos mucho; ha sido una noche maravillosa —declaró el senador—. Pero a la pobre Martha le duele la cabeza.

—Lo lamento, pero en verdad me siento muy mal —se quejó la esposa del senador—. ¿Nos disculpas, Chris? Ha sido una velada encantadora.

—¡Es una pena que tengan que irse! —exclamó Chris.

Mientras los acompañaba a la puerta, oyó al padre Dyer, en el fondo, preguntar:

—¿Quién se acuerda de la letra de Rosa de Tokio?

Les dio las buenas noches. Al volver a la sala de estar, Sharon salía silenciosamente del despacho.

—¿Dónde está Burke? —le preguntó Chris.

—Ahí dentro —respondió Sharon con un movimiento de cabeza—. Durmiendo la «mona». ¿No te ha dicho nada el senador?

—¿A qué te refieres? —preguntó Chris—. Acaban de irse.

—Menos mal.

—Sharon, ¿qué quieres decir?

—Cosas de Burke —suspiró Sharon. En un tono cauteloso, describió el encuentro entre el senador y el director. Según Sharon, al pasar Dennings al lado de él, comentó que «había un pelo pubiano flotando en mi ginebra».

Luego se volvió hacia el senador y agregó, en un tono vagamente acusatorio:

«Nunca lo había visto en mi vida. ¿Y usted?». Chris trató de contener la risa, mientras Sharon prosiguió describiendo cómo la azorada reacción del senador había originado una de las quijotescas iras de Dennings, durante la cual había expresado su «inconmensurable gratitud» por la existencia de los políticos, porque, sin ellos, «uno no podría distinguir quiénes eran realmente los estadistas».

Cuando el senador se alejó, ofendido, el director se acercó a Sharon y le dijo, con orgullo:

«¿Ves? No he dicho ninguna palabra fea. ¿No te parece que he llevado la situación con delicadeza?». Chris no pudo contener la risa.

—Bueno, dejémoslo dormir. Pero conviene que te quedes ahí por si se despierta. ¿No te molesta?

—En absoluto. —Sharon entró en el despacho.

En la sala de estar, Mary Jo Perrin estaba sentada, sola y pensativa, en un rincón. Parecía molesta, disgustada. Chris se adelantó para reunirse con ella, pero cambió de idea cuando vio que otra persona se dirigía hacia el rincón.

Entonces se acercó al piano.

Dyer dejó de tocar y la miró para saludarla.

—¿Qué podemos hacer por usted, jovencita? Estamos rodando un show especial de novenas.

Chris rió con todos.

—Yo pensaba que iba a tener la primicia de lo que ocurre en una misa negra —dijo ella—. El padre Wagner dijo que usted era un experto.

Interesado, el grupo quedó silencioso.

—No, no tanto —dijo Dyer, mientras hacía sonar levemente unas teclas—. ¿Por qué ha mencionado la misa negra? —le preguntó, sereno.

—Bueno, porque algunos hemos estado hablando de… bueno, de esas cosas que encontraron en la Santísima Trinidad, y…

—¿Se refiere a las profanaciones? —la interrumpió Dyer.

—A ver si hay alguien que nos informe, aunque sea buenamente, acerca de lo que pasa —dijo el astronauta.

—Lo mismo digo —manifestó Ellen Cleary—. No entiendo nada de eso.

—¿Qué puedo decirles? Que se han descubierto algunas profanaciones en la iglesia que queda sobre esta calle —explicó Dyer.

—¿Qué cosas? —preguntó el astronauta.

—No pregunte eso —aconsejó el padre Dyer—. Digamos que eran inmundicias.

—El padre Wagner me contó que usted le había dicho que era como en una misa negra —apuntó Chris—. Me gustaría saber qué es lo que hacen.

—La verdad es que no sé tanto —protestó él—. De hecho, casi todo lo que sé se lo he oído a otro jeb.

—¿Qué es un jeb?

—La abreviatura de jesuita. El padre Karras es el experto en esta materia.

De pronto, Chris se puso alerta.

—¿El sacerdote de la Santísima Trinidad?

—¿Lo conoce? —preguntó Dyer.

—No; me lo han nombrado hace un momento, eso es todo.

—Bueno, creo que en una ocasión escribió un trabajo sobre este tema, desde el punto de vista psiquiátrico.

—¿Qué quiere decir?

—¿Qué quiere decir con ese «quiere decir»?

—¿Acaso es psiquiatra?

—Sí, claro. Perdón, creí que usted ya lo sabía.

—¡A ver si hay alguien que me explique un poco! —exigió, impaciente, el astronauta—. ¿Qué sucede en una misa negra?

—Digamos que se cometen perversiones. —Dyer se encogió de hombros—. Obscenidades. Blasfemias. Es una parodia maligna de la misa, donde adoran a Satán en vez de a Dios y, en ocasiones, ofrecen sacrificios humanos.

Ellen Cleary sacudió la cabeza y se alejó.

—Eso se está poniendo demasiado escalofriante para mí. —Sonrió débilmente.

Chris no le prestó atención.

El decano se unió discretamente al grupo.

—Pero ¿cómo puede usted saber eso? —preguntó ella al joven jesuita—. Aun cuando se hubiera llevado a cabo tal misa negra, ¿quién puede decir lo que ocurrió allí?

—Supongo que se habrán enterado de casi todo —contestó Dyer— por las declaraciones de la gente que fue detenida y confesó.

—¡Ah, vamos! —exclamó el decano—. Esas confesiones no tienen ningún valor, Joe. Los torturaron.

—No; sólo a los peores —dijo suavemente Dyer.

Hubo un murmullo de risas algo nerviosas. El decano consultó su reloj.

—Bien, tengo que irme —le dijo a Chris—. Mañana he de decir la misa de seis en la capilla Dahlgren.

—Yo tengo la misa de los irlandeses. —Dyer sonrió alegremente. Después, sus ojos se dirigieron a un lugar de la habitación, detrás de Chris, y dijo de pronto—: Bueno, parece ser que tenemos visita, mistress MacNeil —le advirtió, con un movimiento de la cabeza.

Chris se volvió. Y no pudo contener su asombro al ver a Regan en camisón, orinando a chorros sobre la alfombra. Mirando fijamente al astronauta, Regan dijo con voz desmayada:

—Usted se va a morir allá arriba.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Chris angustiada, corriendo hacia su hija—. ¡Oh, Dios mío, mi pequeña, ven, ven conmigo!

Tomó a Regan por los brazos y la sacó, presurosa, murmurando, trémula, una disculpa al canoso astronauta.

—¡Lo siento muchísimo! ¡Últimamente se ha encontrado enferma y debe de estar sonámbula! ¡No sabía lo que decía!

—Quizá tengamos que irnos —oyó que Dyer le decía a alguien.

—¡No, no, quédense! —protestó Chris, mientras se volvía por un momento—. ¡Por favor, no se vayan! ¡Regreso en seguida!

Chris se detuvo un instante en la cocina para decirle a Willie que fuera a limpiar la alfombra antes de que la mancha se hiciera indeleble, y luego llevó a Regan al baño, la lavó y le cambió el camisón.

—Querida, ¿por qué has dicho eso? —le preguntaba Chris una y otra vez; pero Regan parecía no entender y farfullaba incoherencias sin interrupción. Tenía los ojos nublados y una expresión ausente.

Chris la metió en la cama y, casi de inmediato, tuvo la impresión de que se había dormido. Esperó un momento y escuchó la respiración de la niña. Luego abandonó el dormitorio.

Al pie de la escalera se encontró con Sharon y el joven ayudante de dirección, que trataban de sacar a Dennings del despacho. Habían llamado un taxi y lo iban a acompañar hasta su apartamento, en el Sheraton Park.

—Cuidado —aconsejó Chris, cuando ellos se alejaban con Dennings.

Casi inconsciente, el director murmuró:

—Me cago en ti.

Se sumergió en la niebla y en el coche que esperaba.

Chris volvió a la sala de estar, donde los invitados que aún quedaban le expresaron su pena cuando ella les hizo una breve reseña de la enfermedad de Regan.

Al mencionar los golpes y las otras tácticas para llamar la atención, mistress Perrin la observó detenidamente. En una ocasión, Chris la miró, esperando su comentario; pero como no dijo nada, continuó:

—¿Camina dormida muy a menudo? —preguntó Dyer.

—No, esta noche ha sido la primera vez. O, por lo menos, la primera vez que me entero; por tanto, creo que debe de ser eso de la hiperactividad. ¿No le parece?

—Realmente no sabría decirle —contestó el sacerdote—. He oído que el sonambulismo es muy común en la pubertad, pero… —se interrumpió y se encogió de hombros—. No sé. Lo mejor es que lo consulte con su médico.

Durante el resto de la conversación, mistress Perrin se mantuvo callada, miraba fijamente como serpenteaban las llamas en la chimenea de la sala de estar. El astronauta estaba casi tan abatido como ella.

Lo habían designado para un vuelo a la Luna aquel año. Miraba absorto su copa, intercalando algunos monosílabos para fingir estar interesado y atento.

Como por un tácito acuerdo, nadie hizo referencia a lo que Regan le había dicho.

—Bueno, lo siento, pero como he de celebrar misa tan temprano… —dijo el decano, y se levantó para irse.

Provocó la desbandada general.

Todos se levantaron y le dieron las gracias por la cena.

Ya en la puerta, el padre Dyer cogió la mano de Chris y sondeó sus ojos.

—¿Cree que puede haber un papel, en alguna de sus películas, para un sacerdote bajito que toca el piano? —le preguntó.

—Si no lo hay —se rió Chris—, haré que escriban uno especialmente para usted, padre.

—Estaba pensando en mi hermano —le dijo, con aire solemne.

—¡Oh, qué ocurrencia! —se rió ella de nuevo, y lo despidió cariñosamente.

Los últimos en partir fueron Mary Jo Perrin y su hijo. Chris los entretuvo un rato charlando en la puerta. Sospechaba que Mary Jo tenía algo que decirle, pero que no se atrevía. Para retrasar la partida, Chris le preguntó su opinión sobre el hecho de que Regan jugara constantemente con el tablero Ouija, y sobre la idea obsesiva respecto al capitán Howdy.

—¿Crees que hay algo de malo en eso?

Como quiera que esperaba algún comentario superficial, Chris quedó asombrada al ver que mistress Perrin clavaba la vista en el umbral.

Parecía estar pensando, y, sin cambiar de actitud, salió al encuentro de su hijo, que esperaba en la escalinata de la entrada.

Cuando, por fin, levantó la cabeza, sus ojos estaban sombríos.

—Yo se lo quitaría —dijo suavemente.

Alargó a su hijo las llaves del coche.

—Bobby, pon en marcha el motor. Está muy frío.

El muchacho tomó las llaves, le dijo a Chris que la admiraba por sus películas y caminó, tímido, hasta el viejo y abollado «Mustang», estacionado en la misma manzana.

Los ojos de mistress Perrin continuaban sombríos.

—No sé lo que piensas de mí —dijo pausadamente—. Muchas personas me asocian con el espiritismo. Pero no es así. Lo que sí creo es que tengo un don —continuó con sencillez—. Pero no es oculto. De hecho, a mí me parece natural, perfectamente natural. Como católica, creo que pisamos dos mundos. Aquel del que somos conscientes en el tiempo. Pero, de vez en cuando, una mujer rara como yo percibe destellos del otro mundo, y ese otro, creo… está en la eternidad. Bueno, la eternidad no tiene tiempo. El futuro es presente. De modo que cuando, a veces, siento lo otro, creo ver el futuro. ¿Quién sabe? Tal vez no. Quizá todo sean coincidencias. —Se encogió de hombros—. Pero yo creo que sí. Y si fuera así, seguiría creyendo que es natural. Pero lo oculto… —Hizo una pausa, para elegir las palabras—. Lo oculto es algo diferente. Yo me he mantenido lejos de eso. Creo que es peligroso abordarlo. Y en eso está incluido el jugar con el tablero Ouija.

Hasta entonces, Chris la había considerado como mujer de un notable sentido común. No obstante, había algo en ella que inquietaba profundamente.

Sentíase atenazada por un funesto presagio, que intentó disipar.

—Vamos, Mary Jo —sonrió Chris—, ¿no sabes cómo se juega con los tableros Ouija? No es nada más que el subconsciente de las personas.

—Sí, tal vez —contestó con docilidad—. Quizá. Podría ser sólo sugestión. Pero cuantas historias he oído acerca de sesiones celebradas con tableros Ouija parecen señalar siempre hacia una puerta que se abre. Y no hacia el mundo del espíritu, pues tú no crees en eso. Tal vez una puerta hacia lo que tú llamas el subconsciente. No sé. Lo único que sé es que, al parecer, ocurren las cosas. Y, querida, en todo el mundo hay manicomios llenos de gente que ha tratado de jugar con lo oculto.

—¿Me estás tomando el pelo?

Tras un momento de silencio, su voz llegó de nuevo desde la oscuridad.

—Chris, en 1921 había una familia en Baviera. No me acuerdo del nombre, pero eran once en total. Si quieres puedes verificarlo en los diarios. Al poco tiempo de haber intentado hacer una sesión, se volvieron todos locos. Todos.

Los once. Les entró una verdadera piromanía. Cuando terminaron con los muebles, la emprendieron con un bebé de tres meses, nacido de una de las hijas menores. Y entonces fue cuando intervinieron los vecinos y los detuvieron. La familia entera —concluyó— fue recluida en un manicomio.

—¡Qué barbaridad! —exclamó Chris al pensar en el capitán Howdy, que ahora adquiría un viso amenazador. Enfermedad mental. ¿Era eso? Quizá sí—. ¡Yo sabía que tenía que llevarla a un psiquiatra!

—¡Oh, por favor —exclamó mistress Perrin mientras caminaba hacia la luz—, no me hagas mucho caso a mí, sino a tu médico! —Había en su voz un intento de devolverle la confianza, pero no fue muy convincente—. Me desenvuelvo bien con el futuro —sonrió—, mas para el presente soy una incapaz. —Hurgó en su bolsillo—. ¿Dónde están mis gafas? ¡Ah, sí, aquí están! —Las encontró en un bolsillo del abrigo—. Muy bonita la casa —comentó mientras se ponía las gafas y contemplaba la parte superior de la fachada—. Se ve muy acogedora.

—¡Dios santo, qué alivio! ¡Creí que me ibas a decir que estaba hechizada!

Mistress Perrin la observó.

—¿Por qué habría de decirte una cosa así?

Chris pensaba en una amiga suya, una famosa actriz que había vendido su casa de Beverly Hills porque creía que estaba habitada por fantasmas.

—No sé. Es una broma. Supongo que lo he dicho por tratarse de ti.

—Es una casa muy bonita —la tranquilizó Mary Jo en un tono sin matices—. Yo he estado aquí antes, muchas veces.

—¡No me digas!

—Sí. Era de un almirante amigo mío. De vez en cuando me escribe. Ahora, al pobre, lo han mandado a navegar de nuevo. No sé si realmente lo extraño a él o la casa. —Sonrió—. Pero supongo que me invitarás a venir alguna otra vez.

Mary Jo, me encantaría que volvieras. Lo digo sinceramente. Eres una persona fascinante.

—Bueno, por lo menos soy la persona más descarada que conoces.

—En absoluto. Telefonéame, por favor. ¿Lo harás la semana que viene?

—Sí. Me gustará saber cómo sigue tu hija.

—¿Tienes mi teléfono?

—Sí, lo anoté en mi agenda.

¿Qué era lo que no marchaba?, se preguntó Chris.

Había en su tono algo discordante.

—Bueno, hasta la vista —dijo mistress Perrin—, y muchas gracias por tan agradable reunión. —Antes de que Chris pudiera decirle algo más, se alejó rápidamente.

Durante un momento la siguió con la vista; después cerró la puerta. Una pesada lasitud la abrumó. ¡Qué noche!, pensó, ¡Qué noche!

Entró en la sala de estar y se detuvo junto a Willie, que estaba arrodillada sobre la mancha de orina, cepillando los pelos de la alfombra.

—La he frotado con vinagre —musitó Willie—. Dos veces.

—¿Se quita?

—Tal vez lo consiga ahora —respondió Willie—. No sé. Veremos.

—No se sabrá hasta que se seque. Déjalo ya, Willie, y vete a dormir.

—No. Lo acabaré.

—Bien. Gracias y buenas noches.

—Buenas noches, señora.

Chris empezó a subir la escalera con paso cansino.

—La comida ha estado muy rica, Willie. A todo el mundo le ha gustado muchísimo.

—Gracias, señora.

Chris comprobó que Regan seguía dormida. Luego se acordó del tablero Ouija. ¿Debería esconderlo?

¿Tirarlo? ¡Qué oscura se muestra Mary Jo cuando trata este tema! Y, sin embargo, Chris se daba cuenta de que eso del compañero de juego imaginario era morboso y poco saludable. Sí, tal vez tendría que tirarlo.

No obstante, Chris vacilaba.

Inmóvil junto a la cama de Regan, se acordó de un incidente ocurrido cuando su hija tenía sólo tres años, la noche en que Howard decidió que ya era bastante mayorcita para seguir tomando el biberón, al que se aferraba con delectación.

Se lo quitó aquella noche; Regan estuvo gritando hasta las cuatro de la madrugada, y durante días mostróse histérica. Y ahora, Chris temía una reacción similar. Lo mejor es que se lo explique todo a un psicoanalista. Por otra parte —reflexionó—, la «Ritalina» no había tenido aún tiempo de surtir efecto.

Finalmente, decidió esperar.

Chris volvió a su cuarto, se metió, cansada, en la cama, y casi al instante se quedó dormida. Se despertó al oír un horrible alarido histérico, semiinconsciente.

—¡Mamá, ven aquí, ven aquí, tengo miedo!

—¡Voy en seguida, pequeña!

Chris corrió por el pasillo hacia el dormitorio de Regan.

Gemidos. Llantos. Ruidos, al parecer, de los muelles del colchón.

—¡Oh, mi nenita! ¿Qué pasa? —exclamó Chris mientras encendía la luz.

¡Dios mío!

Regan yacía, rígida, boca arriba, con la cara bañada en lágrimas, contraída por el terror y aferrada firmemente a los lados de su estrecha cama.

—Mamá, ¿por qué se agita? —gritó—. ¡Hazla parar! ¡Tengo mucho miedo! ¡Hazla parar! ¡Mamá, por favor, hazla parar!

El colchón se agitaba violentamente de la cabeza a los pies.