Capítulo 226

Marie ha llegado al convento de Nuestra Señora del Sinaí. Deja que una anciana monja la guíe en silencio por los pasillos. Al pasar por delante de algunas puertas, oye el murmullo de los televisores: estruendo de multitud y repicar de campanas. El nuevo papa acaba de ser elegido.

—Es aquí.

Marie se sobresalta al oír la voz de la anciana religiosa; se parece a la de la recoleta que la acompañó a su celda en el convento de Denver. La monja señala una puerta. Marie entra.

La habitación está sumida en la penumbra. El resplandor de un televisor ilumina el rostro del padre Carzo, tendido en la cama. Ha estado tres semanas en coma, tres semanas durante las cuales Marie lo ha velado sin descanso.

El sacerdote le hace una seña con la mano. Está al teléfono y habla en italiano. Marie se vuelve hacia el televisor y contempla la plaza de San Pedro abarrotada de gente. En el balcón, el nuevo papa levanta los brazos y bendice a la multitud. Carzo cuelga. Sin volverse, Marie pregunta:

—¿Quién es?

—Matías I, antiguo cardenal Patrizio Giovanni. Será un gran papa.

Marie se vuelve hacia Carzo. El sacerdote está muy pálido.

—¿Y la llamada de quién era?

—Del Vaticano. Para anunciarme que he sido propuesto para el cargo de secretario particular de Su Santidad.

—¿Por servicios prestados a la patria?

—En cierto modo.

Un silencio. Marie se inclina para besar al padre Carzo. Ve un destello fugaz en el escote del pijama, una cadena de la que cuelga una joya en forma de cruz. Se envara imperceptiblemente mientras sus labios rozan la mejilla del sacerdote. Su piel está helada. Marie escruta su rostro. Parece agotado.

—Le dejo.

—¿Ya?

—Volveré.

El padre Carzo cierra los ojos. Marie se aleja caminando de espaldas. Al pasar junto al televisor, lo apaga. La pantalla difunde una extraña luz fosforescente por la habitación. Marie se detiene ante la puerta.

—Alfonso, esa joya que lleva colgada del cuello, ¿qué es?

No hay respuesta. Marie aguza el oído. El padre Carzo se ha dormido. Marie pone la mano sobre el pomo de la puerta.

—Adiós, Alfonso.

—Ave María.

La joven se queda inmóvil al oír la voz grave que acaba de pronunciar esas palabras y cierra la mano alrededor de la culata de su arma.

—¿Qué ha dicho?

Se vuelve lentamente hacia el padre Carzo, que se ha incorporado en la cama. Los ojos del sacerdote brillan débilmente en la penumbra. Sonríe.