En la capilla Sixtina ha vuelto a hacerse el silencio. Mientras los cardenales electores se inclinan ante el cardenal Giovanni, que acaba de ser elegido, encienden los incensarios. El decano le pregunta si acepta el resultado de la votación. Giovanni asiente. Luego, el decano le pregunta su nombre de papa. Giovanni responde que ha escogido el de Matías I, en recuerdo del decimotercer apóstol. Un nombre original que sin duda marcará la ruptura con los terribles acontecimientos que han sacudido al Vaticano.
El nuevo papa se ha puesto sus hábitos sacerdotales y ahora avanza al lado del decano y del nuevo camarlengo por el laberinto de pasillos que conduce al balcón de San Pedro. Con el cayado de pastor en la mano, Matías I camina detrás de la pesada cruz pontificia que un protonotario lleva con los brazos en alto. A medida que la procesión se acerca al balcón, el Papa oye cada vez más fuerte el estruendo de la multitud. Tiene la impresión de avanzar hacia la arena ardiente de un circo lleno de fieras. Junto a él camina el cardenal secretario de Estado Mendoza, con una sonrisa en los labios. Matías I tiene tiempo de inclinarse hacia él para preguntarle en un susurro un detalle que el cónclave ha relegado en el orden de sus preocupaciones.
—Por cierto, eminencia, no me ha dicho si los equipos de socorro encontraron las cruces de las Bienaventuranzas entre los restos del incendio.
La pregunta parece pillar desprevenido al anciano cardenal; desaparece la sonrisa de sus labios.
—La Cámara de los Misterios ardió durante horas. Desgraciadamente, no encontramos ni rastro de los cadáveres, y las cruces tuvieron tiempo más que de sobra de fundirse.
—¿Está seguro?
—¿Quién puede estarlo razonablemente, Santidad?
Sintiendo latir la cruz de los Pobres bajo su hábito, Matías I no encuentra nada que responder a esa frase enigmática.
El Papa y su séquito se detienen en el balcón mientras, a través del micro, la voz del cardenal decano presenta a la multitud al nuevo jefe de la Iglesia. La cruz pontificia ya está en el balcón. Cuando sus nombres de pila y de papa se oyen por fin por los altavoces, Matías I sale al exterior. Los gritos de la multitud entusiasmada lo envuelven. Se inclina y mira la marea humana que ha invadido la plaza y las avenidas y que espera un gesto, una sonrisa, una palabra de esperanza. Entonces, lentamente, Matías I levanta el brazo y traza en el aire una amplia señal de la cruz. Mientras hace esto, oye en el fondo de sí mismo las palabras que el viejo camarlengo susurró en la basílica: «Esto no ha terminado, Giovanni. ¿Me oyes? Siempre vuelve a empezar».
Una sonrisa aparece en los labios de Matías I cuando levanta los brazos para saludar a la multitud. Campini tenía razón. Siempre vuelve a empezar.