Las tinieblas. La madre Yseult está muerta desde hace mucho. Parks lo ha notado porque los dedos han aflojado la presión alrededor de su cuello, porque aquel envoltorio arrugado se ha desprendido lentamente de su cuerpo. Un capullo de carnes muertas abandonado sobre el polvo; eso es todo lo que queda de la anciana religiosa que se estranguló siete siglos atrás.
Ahora, atrapada en el trance que la tiene prisionera en ese cubículo, Marie está sola. Está sentada en un banco de piedra al otro lado del muro, mirando al vacío, y al mismo tiempo está ahí, encerrada en esa tumba. Hace mucho que en el cubículo no hay ni una molécula de oxígeno, y sin embargo, Marie no muere.
Postrada en la oscuridad, recuerda el hedor que invadió los sótanos cuando abrió los ojos. Caleb habría podido matarla. Pero no lo había hecho. Había preferido el lento suplicio del emparedamiento mental: la visión y el muro, una doble prisión de la que Marie no tenía ninguna posibilidad de escapar. Tan solo Carzo podía hacerla salir del trance susurrándole al oído las palabras precisas. Caleb lo sabía.
Marie siguió con el pensamiento al sacerdote mientras se alejaba de Bolzano. La lucha entre él y Caleb prosiguió en un compartimiento ruidoso y se prolongó toda la noche. Al amanecer, Caleb perdió. Marie tuvo la certeza de ello cuando oyó mentalmente la voz de Carzo. El sacerdote acababa de llegar a la estación de Roma, le quedaba una cosa por hacer. El final del camino.
Atrapada en su reducto mental, Marie oyó campanas, gritos y disparos. Se echó a llorar cuando el sacerdote se había desplomado sobre el suelo de la basílica, se quedó sin respiración como él mientras su sangre se extendía por el suelo y los latidos de su corazón se espaciaban cada vez más. Fue entonces cuando sus pensamientos se unieron por última vez. Después, Marie perdió el contacto. Sin embargo, estaba segura de que el corazón de Carzo seguía latiendo como un eco lejano. Él también estaba encerrado en el fondo de sí mismo y, al igual que ella, esperaba la muerte.
Un ruido de pasos. Marie nota que sus uñas arañan las paredes del cubículo. Intenta mover los labios para pedir auxilio. Confiando por un instante en que sea Carzo, que ha vuelto en su busca, murmura su nombre.