Capítulo 215

Cuando el pasadizo secreto que Valentina había tomado para subir desde la Cámara de los Misterios se abre, una vaharada de aire viciado escapa por el hueco. Los pasos retumban en el silencio, las pistolas ametralladoras entrechocan. Crossman y Valentina avanzan por los sótanos siguiendo a los policías. Las linternas frontales barren las polvorientas paredes. La mano de Valentina roza la piedra, que parece desprender un extraño calor.

La cabeza del destacamento acaba de llegar a la escalera de caracol que se hunde en los cimientos de la basílica. Hace cada vez más calor. Vaharadas de aire ardiente se elevan, arrastrando con ellas remolinos de chispas. Crujidos, crepitaciones. El ronroneo de las llamas. Algo se quema en la Cámara de los Misterios.

Valentina y Crossman se abren paso a través del destacamento de policías. Los que acaban de entrar en la Cámara retroceden, pálidos. Valentina entra. Contempla las hogueras de papel que los cardenales del Humo Negro han encendido. Las llamas son tan altas que lamen las bóvedas y ennegrecen los arcos de los pilares. Lo que está ardiendo son los archivos del Vaticano, no solo la correspondencia privada de los papas y los informes de la investigación interna puesta en marcha por Clemente V, sino también todos los anaqueles de los archivos secretos de la cristiandad, que los cardenales han hecho transportar a la Cámara después de la elección del Papa. Están destruyendo todas las pruebas. Veinte siglos de historia y de tormentos consumiéndose en un remolino de llamas.

El aire se vuelve irrespirable. Los policías intentan cubrir a Valentina, que avanza sujetando su Beretta con los brazos extendidos. A su espalda, Crossman barre el espacio con su 45. Valentina se detiene. Acaba de ver a cinco cardenales con hábito rojo que acaban de apilar una montaña de manuscritos y de pergaminos contra uno de los pilares de la cripta y rocían la pirámide con gasolina.

Dispara dos tiros al aire. El estruendo del incendio cubre el ruido de las detonaciones. Con una sonrisa de demente en los labios, uno de los cardenales no nota que sus cabellos se consumen por efecto del calor. Los otros cuatro se han arrodillado junto a un enorme montón de papeles; a fuerza de arrojar los manuscritos al fuego, sus dedos han quedado reducidos a muñones carbonizados. El cardenal ni siquiera se ha dado cuenta de que la manga de su sotana está empapada de gasolina. Y frota una cerilla para encender la hoguera…

Valentina grita. La cerilla se enciende. La llama lame la manga de la sotana y se extiende por el brazo del prelado. Los policías, horrorizados, se han detenido. Mirando a la cara a Valentina, que le suplica que renuncie, el cardenal introduce la antorcha en que se ha convertido su brazo entre el montón de pergaminos y se inmola. Las emanaciones de gasolina prenden y forman una sola llama gigantesca, que devora la montaña de papeles. Las encuadernaciones de piel se funden, los rollos de varios siglos de antigüedad se inflaman como estopa. Valentina retrocede unos pasos mientras el fuego engulle a los cardenales arrodillados; sus rostros se funden como máscaras de cera. Jirones de amanecer rojo se arremolinan en el aire ardiente. Una mano agarra a Valentina de un brazo, la voz de Crossman suena en su oído.

—¡Por el amor de Dios, Valentina, hay que largarse antes de que el fuego nos cierre el paso!

—¡Las cruces de las Bienaventuranzas! ¡Hay que recuperar las cruces!

Hace tanto calor que se propagan pavesas de un foco a otro. En poco tiempo, la sala entera arderá. El aire apesta a carne quemada. Valentina contempla una vez más la hoguera y cree distinguir cinco formas acartonadas en medio de los pergaminos. Pero nota la mano de Crossman tirando de ella con todas sus fuerzas. La joven retrocede. Deja de resistirse. Renuncia.