Capítulo 214

Al pie del altar, el camarlengo, al que una bala ha alcanzado en la garganta, nota que un espumarajo de sangre escapa de entre sus labios. Sabe que no sobrevivirá. Contempla el cadáver del Papa desplomado sobre el mármol. De rodillas junto a él, el cardenal Giovanni murmura:

—Eminencia, ¿quiere que le escuche en confesión?

El anciano parece tomar súbitamente conciencia de su presencia. Vuelve lentamente la mirada hacia él. Sus ojos brillan de odio. Un ronquido sube por su garganta.

—Creo en Satán Padre todopoderoso, Creador del Cielo y de la Tierra. Creo en Janus, su único hijo, que murió renegando de Dios en la cruz.

Una inmensa tristeza invade el corazón de Giovanni. Tan cerca de la muerte, el camarlengo está perdiendo su alma. El joven cardenal casi le envidia semejante valor.

—¿Y si existe realmente? ¿Ha pensado en ello?

—¿Quién?

—Dios.

El anciano camarlengo se ahoga.

—Dios… Dios está en el Infierno. Está al mando de los demonios. Está al mando de las almas condenadas y de los espectros que vagan por las tinieblas. Todo es falso, Giovanni. Nos han mentido. Tanto a usted como a mí.

—No, eminencia. Jesucristo murió realmente en la cruz para salvarnos. Después subió a los cielos y se sentó a la derecha del Padre, desde donde regresará para juzgar a los vivos y a los muertos.

—Eso son patrañas.

—No, son creencias. Y por eso la Iglesia no ha mentido. Ha ayudado a los hombres a creer en lo que necesitaban creer. Ha erigido catedrales, ha construido pueblos y ciudades, ha dado la luz a siglos de tinieblas y sentido a lo que no lo tenía. ¿Qué otra cosa le queda a la humanidad que la certeza de no morir jamás?

—Ya es demasiado tarde. Saben la verdad. No la olvidarán.

—Vamos, eminencia, es lo invisible lo que alimenta la fe, nunca la verdad.

Un acceso de risa sacude el pecho del camarlengo.

—¡Pobre Giovanni! ¡Es usted tan ingenuo!

Intenta decir algo más, pero se asfixia, se ahoga en su propia sangre. Su pecho se inmoviliza, su cuerpo cae y sus pupilas se velan. Giovanni cierra los ojos del anciano. Luego se vuelve y ve a Crossman y a una chica morena que bajan con un destacamento de policías por la escalera que conduce a los sótanos de la basílica. Al incorporarse, nota cómo una mano glacial se cierra con una fuerza sobrehumana sobre su muñeca. Se sobresalta violentamente y se esfuerza en desasirse. Con los ojos muy abiertos, el camarlengo le susurra:

—Usted es el próximo.

—¿Qué dice?

—Esto no ha terminado, Giovanni. ¿Me oyes? Siempre vuelve a empezar.

El cardenal cierra los ojos y lucha contra la cosa que intenta penetrar en él, algo de una negrura tan profunda que su fe comienza a vacilar como la llama de una vela expuesta al viento. Luego, la mano del anciano cae al suelo. Giovanni abre los ojos; el camarlengo no se ha movido ni un milímetro. Seguramente se ha dormido unos segundos y ha tenido una pesadilla. Está casi convencido cuando nota que tiene la muñeca dolorida. Baja los ojos. La articulación está amoratada. «Siempre vuelve a empezar…».

El joven cardenal se levanta y contempla el evangelio abierto sobre el altar. Lo cierra y lo estrecha entre sus brazos. Bajo la tela de la sotana, la cruz de los Pobres late contra su piel.