Las unidades antidisturbios intentan canalizar a la muchedumbre que baja la escalera de la basílica y empuja a los fieles que se han quedado en la plaza de San Pedro. Han derribado las verjas para que los peregrinos se dispersen más fácilmente. A través de los altavoces se invita a la calma. La via della Conciliazione está repleta de gente. Una marea humana se extiende por las callejas, seguida por los equipos de periodistas, cámara al hombro. Gracias a los cámaras que continúan filmando, millones de telespectadores presencian la intervención de la policía en el interior de la basílica.
Acompañado del cardenal Giovanni y del secretario de Estado Mendoza, Crossman y sus hombres recorren el pasillo central pisando los talones a Pazzi, que imparte órdenes concisas a través del walkie-talkie. En cuanto se han producido los primeros disparos, los policías de paisano repartidos por la basílica han apuntado con sus armas a los guardias suizos. Ha habido un breve intercambio de tiros; luego, al ver que su comandante entregaba el arma y se rendía, los últimos focos de resistencia han hecho lo mismo.
Crossman se acerca a Valentina, que continúa arrodillada junto al padre Carzo; esta acaricia sus cabellos sin darse cuenta de que el charco de sangre ha llegado a sus rodillas e impregna la tela de sus vaqueros. Unos enfermeros atienden diligentemente al sacerdote. Le ponen un gotero con varias bolsas de plasma y de glucosa y preparan su evacuación. Fuera, un helicóptero se acerca. Valentina da un ligero respingo cuando una mano se posa en su hombro.
—¿Saldrá de esta? —pregunta Crossman.
Ella se encoge de hombros en señal de ignorancia. El jefe del FBI mira hacia el altar. El Papa está tendido en el suelo. Siete impactos rojo sangre han rasgado su alba blanca. Sentado junto a él, el camarlengo agoniza con los ojos muy abiertos. Giovanni sube los peldaños y se arrodilla junto al anciano. De repente, Crossman se da cuenta de que los sillones colocados detrás del altar están vacíos.
—Valentina, ¿dónde se han metido los cardenales del Humo Negro?
Sin apartar los ojos del padre Carzo, a quien los enfermeros están atando a una camilla, la joven señala la escalera que desciende a las profundidades de la basílica.
—¿Han huido por ahí?
Ella dice que sí con la cabeza.
—¡Por el amor de Dios, Valentina, reaccione! Voy a necesitarla para que me guíe por los sótanos.
Ella se levanta lentamente y mira cómo los camilleros se alejan. Después se vuelve hacia Crossman. Su mirada es gélida.
—Sé dónde está Marie.
—¿Dónde?
Valentina amartilla su Beretta con un chasquido.
—Primero los cardenales.