El Papa se desploma junto al altar al mismo tiempo que el camarlengo, al que una bala ha alcanzado en la garganta. Tendido sobre un charco de sangre en el mármol de la basílica, el padre Carzo sigue sonriendo. No siente dolor. Por encima de él, a lo lejos, las campanas han dejado de sonar.
Como en un sueño, oye gritos lejanos, órdenes y pasos, todo al ralentí. Percibe el estruendo de la muchedumbre acercándose y alejándose como olas de un océano furioso. Ve uniformes de policía en la basílica. Una corriente de aire, un destello de luz: han abierto las puertas de par en par para dejar salir a la gente, que corre hacia el exterior.
Carzo ve el rostro furioso del comandante de la guardia, que acaba de ser detenido por un oficial de policía. Se oyen unas órdenes en italiano. El coloso sabe que ha perdido. Lentamente, deja el arma en el suelo, pone las manos detrás de la nuca y se arrodilla.
Un movimiento. Una estela de perfume. Una respiración sobre la mejilla del padre Carzo. Este contempla el bonito rostro rodeado de cabellos castaños que se inclina sobre él. Luego cierra los ojos y toma conciencia del charco de sangre que se extiende bajo su espalda. Tiene la sensación de que es él mismo quien fluye de su cuerpo: su vida, su energía, sus recuerdos y su alma. Unas manos lo zarandean. Tiene mucho sueño. Abre de nuevo los ojos y ve que los labios de la chica se abren y se cierran mientras una voz grave y melodiosa desciende hasta él en una cascada de ecos lejanos. La voz le pregunta dónde está Marie. Carzo se concentra. Un destello de recuerdo flota en la superficie de su memoria. Un cubículo oscuro, un rostro blanco, unas lágrimas que brillan a la luz de una vela. El sacerdote nota cómo sus propios labios articulan la respuesta. La chica le sonríe. Parece feliz. Carzo cierra los ojos. Echa de menos a Marie.