Un silencio mortal envuelve la basílica justo antes de que suenen los disparos. Con los brazos todavía levantados, el Papa baja los ojos hacia el arma que el monje apunta en su dirección. Ve al comandante de la guardia, que da un salto para tratar de alcanzar al tirador, y al cardenal camarlengo Campini que se acerca a él para protegerlo con su cuerpo. En el borde de su campo de visión, ve a unos guardias suizos de paisano que desenfundan su arma. Ve, por último, a una chica morena que avanza entre la multitud gritando. Pero, sobre todo, ve los ojos del criminal clavados en él: acaba de darse cuenta de que no es Caleb quien está allí. Mirada a la izquierda. El camarlengo está a tan solo un metro cuando una serie de detonaciones suenan en la basílica. Abriendo los ojos con expresión de sorpresa mientras la lluvia de balas lo alcanza en pleno pecho, el Papa ve que Carzo sonríe a través del humo que escapa del arma y se confunde con la bruma de incienso.