Mientras el Papa prosigue su letanía, Valentina Graziano se abre paso lentamente entre la multitud para acercarse al cordón de los guardias suizos formado ante el altar. Estupefactos, obnubilados por lo que oyen, los peregrinos no le prestan ninguna atención. Por sus mejillas caen lágrimas, sus manos se crispan y sus labios tiemblan. Pero no se fijan en Valentina, que avanza pidiendo disculpas de mala gana.
La joven se detiene. Acaba de llegar al lado derecho de la basílica y ahora ve al padre Carzo de perfil. Impaciente, presiona con un dedo el auricular. Voz de Crossman:
—Valentina, estamos a tres minutos de la plaza de San Pedro. El cardenal Giovanni y el cardenal secretario de Estado Mendoza vienen conmigo. Este último da luz verde para actuar en el territorio del Vaticano en caso de que las cosas se compliquen. Acabo de transmitir la información al comisario Pazzi, que está preparado para intervenir con sus refuerzos.
Valentina está a punto de contestar cuando ve que Carzo se baja la capucha. Un destello metálico brilla entre sus dedos.