—El primer día, cuando Dios creó el Cielo y la Tierra, así como el sol para iluminar su universo, Satán creó el vacío entre la Tierra y las estrellas y sumió al mundo en las tinieblas.
Un silencio.
—El segundo día, cuando Dios creó los mares y los ríos, Satán les dio el poder de alzarse para engullir la creación de Dios.
Un silencio.
—El tercer día, cuando Dios creó los árboles y los bosques, Satán creó el viento para abatirlos, y cuando Dios creó las plantas que curan y que calman, Satán creó otras, venenosas y provistas de pinchos.
Un silencio.
—El cuarto día, Dios creó el pájaro y Satán creó la serpiente. Después, Dios creó la abeja y Satán la avispa. Y por cada especie que Dios creó, Satán creó un predador para aniquilar esa especie. Después, cuando Dios dispersó a sus animales por la superficie del Cielo y de la Tierra para que se multiplicaran, Satán dotó de garras y de dientes a sus criaturas y les ordenó matar a los animales de Dios.
Con el rostro oculto bajo la capucha, el padre Carzo escucha cómo resuena la voz del Anticristo en la basílica. Desde que el nuevo papa ha empezado a leer el evangelio, el exorcista siente despertar algo en el fondo de sí mismo y comprende que Caleb no ha abandonado totalmente la partida: intenta regresar, volver a tomar posesión de lo que le pertenece. Carzo lo nota por su corazón, que late cada vez más despacio, por su sangre, que se hiela de nuevo en sus venas, y por sus piernas, que empiezan a fallarle. La voz del Papa penetra cada vez más en su mente, como si la mente de Caleb se alimentara de ella. Carzo sabe que debe reaccionar antes de que las fuerzas lo abandonen. El miedo empieza a invadirlo, la duda también, y los remordimientos. El aliento de Caleb.
Carzo sopesa el arma de Parks, escondida entre las mangas del sayal. Siente el frío del acero en la palma de su mano. Sin apartar los ojos del Papa, levanta un brazo y hace resbalar lentamente la capucha. Sonríe. Ya no tiene miedo.