—Valentina, ¿me recibe?
Valentina presiona discretamente el auricular con un dedo para oír la voz de Crossman pese al estruendo del órgano. A su alrededor, la multitud inmóvil forma un muro.
—Estoy aquí, señor. Le oigo muy mal.
—Acabamos de aterrizar en el aeropuerto de Roma Ciampino. Estaremos ahí dentro de un cuarto de hora. ¿Por dónde van?
Valentina observa el ballet de los cardenales que se suceden ante el altar para inclinarse ante el Papa.
—La misa hace rato que ha empezado —susurra—, pero no respeta ninguna de las convenciones. Ni lectura de las epístolas, ni bendiciones, ni señales de la cruz. Comunión tampoco, por lo que parece. No hay ni cáliz ni hostias a la vista. Tengo la impresión de que están acelerando el ritmo.
Vuelve a hacerse el silencio en la basílica. Los órganos acaban de dejar de sonar. El eco de las últimas notas se pierde bajo la bóveda. Voz de Crossman:
—Valentina, tengo una mala noticia.
—¿De qué se trata?
—Nuestro agente ha perdido el rastro del padre Carzo por las calles de Roma. Eso significa que el evangelio todavía anda por ahí y que se acerca al Vaticano.
Valentina se dispone a contestar cuando el fragor de los órganos se reanuda y el Papa se levanta y se acerca al altar. Su mirada, vuelta hacia el fondo de la basílica, se ilumina. Valentina gira sobre sus talones y ve al monje que acaba de entrar, flanqueado por cuatro guardias suizos. Otros alabarderos empujan a la muchedumbre hacia los lados para despejar el pasillo central. El monje lleva en la mano un manuscrito grueso y antiguo. La voz de Crossman suena de nuevo en el auricular de Valentina.
—En este momento vamos por la autopista en dirección al centro de Roma. Estaremos ahí dentro de diez minutos.
—Demasiado tarde, señor. Está aquí.
Valentina mira al monje, que pasa a su altura, y trata de ver su rostro escondido bajo la capucha. Solo ve dos ojos que brillan en la penumbra. Voz de Crossman:
—¿Tiene el evangelio?
—Sí.
—¿Puede detenerlo?
—No.
—¿De cuántos hombres disponemos en el interior de la basílica?
—Cuatro agentes suyos y once policías de paisano. Los refuerzos esperan en el exterior del Vaticano.
—¿Bajo las órdenes de quién?
—Del comisario Pazzi.
Crossman piensa a toda velocidad.
—Valentina, es ahora cuando hay que actuar.
La escolta acaba de detenerse. Las alabardas golpean el suelo de la basílica. El cordón de los guardias suizos que rodea el altar se entreabre para dejar pasar al monje.
—Es demasiado tarde, señor.