Capítulo 199

La basílica está llena a rebosar de fieles. Los más numerosos, los que no han podido entrar y permanecen fuera, se conforman con seguir los últimos preparativos de la misa solemne en las pantallas gigantes que los técnicos del Vaticano han terminado de instalar. Un compacto cordón de guardias suizos protege la entrada.

En las unidades móviles de las grandes cadenas repartidas alrededor de la plaza de San Pedro, los periodistas se preguntan con impaciencia qué es lo que el nuevo papa piensa revelar durante esa misa. Nada sucede según los usos y costumbres. No se ha filtrado ninguna noticia. Ni una palabra del responsable de comunicación del Vaticano. Como si el nuevo papa ya hubiera empezado a realizar profundas reformas.

En el interior del edificio, el espacio ha sido organizado para permitir que las cámaras de todo el mundo retransmitan la misa en directo. Una generosidad que sorprende todavía más a los periodistas, acostumbrados a conformarse con imágenes que les facilitan los servicios de prensa del Vaticano. La Rai y la CNN incluso han obtenido autorización para instalar sus cámaras giratorias en contrapicado, de manera que puedan hacer un barrido de la multitud y hacer zooms a placer sobre el gigantesco altar situado bajo las columnas de la tumba de San Pedro.

Pero lo que más estupor produce a los periodistas y a los propios fieles es el silencio de muerte que continúa flotando en el Vaticano.

Valentina se ha abierto paso hasta el centro de la basílica. Otro cordón de guardias suizos delimita un semicírculo a diez metros de las columnas. Alrededor de la inspectora, los fieles se agolpan de tal modo que solo dejan libre un estrecho sendero de mármol en el pasillo central. Los mismos rostros. Los mismos peregrinos desconcertados y agotados después de una noche en vela. La misma impresión de muertos vivientes que había tenido al salir de la basílica tras escapar del asesino en la Cámara de los Misterios.

Valentina contempla las filas de cardenales arrodillados en los reclinatorios. Algunos sacristanes agitan alrededor de las columnas unos incensarios que acaban de encender. Un denso humo gris y oloroso envuelve poco a poco el altar y se extiende como una bruma por el resto de la basílica.

Surgidos de la escalera circular que asciende de las profundidades de la basílica, los cardenales de la curia, con hábito rojo, acaban de alinearse detrás del altar. No queda prácticamente ninguno de los prelados que rodeaban al anterior papa. Estos acaban de ser designados; la mayoría son desconocidos, excepto el camarlengo y dos prelados de la antigua curia. Valentina tiene ante los ojos al estado mayor al completo del Humo Negro de Satán; cardenales herederos del Temple que han tomado por fin el control del Vaticano y ahora pueden salir de la sombra. Se diría que ellos mismos se descubren y se observan a hurtadillas. Solo falta el elegido, el gran maestre.

El potente sonido del órgano sobresalta a Valentina. Vestido de blanco y apoyándose en su cayado de pastor, el cardenal Camano emerge de las profundidades de la basílica. Sube lentamente los peldaños que conducen al altar. Luego se vuelve y pasea su fría mirada por la multitud. Valentina aprieta los puños pensando que tuvo a ese viejo cabrón al alcance de la mano cuando fingió descubrir el cadáver de Ballestra en la basílica. El nuevo papa permanece impasible. Ha ganado. Toma asiento en su sillón, al lado de los cardenales de la nueva curia. La misa empieza.