Valentina había pasado el resto de la noche buscando la cara del padre Carzo en la multitud anónima de peregrinos, entre los innumerables rostros de facciones tensas, ojos brillantes y mejillas pálidas en las que la lluvia se mezclaba con las lágrimas.
Con el alba, los cánticos habían cesado. Ahora, ni un solo movimiento agita la multitud. Ni un solo pájaro en el cielo. Ni un solo ruido. Valentina presiona su auricular. Perdido entre el gentío, uno de los hombres de Crossman da su informe. Ella se vuelve y lo ve a través del bosque de capuchas. Está apoyado en un pilar. Sin apartar los ojos de él, levanta su emisor y le anuncia que ella tampoco tiene nada de que informar.
De repente, mientras las campanas de la basílica empiezan a chirriar, un espeso penacho blanco sale de la chimenea de la capilla Sixtina y se dispersa por el cielo romano. Un clamor ensordecedor se eleva entonces de la multitud de peregrinos y miles de brazos se tienden hacia la puerta que acaba de abrirse en el balcón de San Pedro. El clamor cesa de golpe. Al poco, el cardenal camarlengo anuncia por los altavoces que la Iglesia tiene un nuevo papa.
—Annuntio vobis gaudium magnum! Habemus Papam!
Una breve pausa hasta que el eco de esta primera frase se extingue en la plaza. Luego, la voz del camarlengo rasga de nuevo el silencio para pronunciar en latín el nombre de cardenal y de jefe de la Iglesia del hombre que sale lentamente de la penumbra.
—Eminentissimum ac reverendissimum Dominum, Dominum Oscar Sanctae Romanae Ecclesiae Cardinalem Camano, qui sibi nomen imposuit Petrus Secundus!
Petrus Secundus. Pedro II. El sacrilegio supremo mancillando la memoria del primer papa de la cristiandad. Entonces, mientras el rostro del cardenal Camano aparece a la luz y este extiende las manos sobre los peregrinos, el clamor ensordecedor que se había elevado de la multitud tras el anuncio del camarlengo se interrumpe. Los gritos y los aplausos cesan. Tan solo algunas manos continúan aplaudiendo.
El nuevo papa contempla la masa silenciosa con su mirada fría mientras las cámaras de las grandes cadenas retransmiten al mundo entero el estupor que se ha apoderado de la plaza. Los comentaristas y los especialistas se pierden en digresiones sobre la desafortunada elección del nuevo papa al adoptar ese nombre. Los altavoces chisporrotean y pitan mientras el camarlengo regula la altura del micrófono. Otro silencio. Luego, la voz glacial del nuevo papa anuncia que está pasando una página en la historia de la Iglesia y que se acerca la hora en que grandes misterios van a ser revelados. Un estruendo de murmullos se eleva de la multitud al ver que ya se retira del balcón. El silencio. El viento.
Un clamor de órgano invade el recinto a medida que las puertas de la basílica se abren. Se han montado gigantescas pantallas en la explanada para retransmitir la misa a los fieles que no puedan entrar. De nuevo el silencio. Valentina marca un número en su móvil.