El expreso Trento-Roma ha avanzado a toda velocidad a través de la Toscana hasta el amanecer. El final del viaje. De pie en el pasillo, el padre Carzo mira la campiña romana, que emerge lentamente de la bruma. Había luchado contra Caleb aferrándose al recuerdo de Marie, a ese beso que se dieron en las ruinas de la fortaleza de Maccagno Superiore, al olor de su piel y a sus manos, que estrechaban las suyas cuando se amaron en el suelo polvoriento de la capilla.
A medida que el Ladrón de Almas cedía, Carzo sentía que el calor regresaba a su cuerpo. La sangre había empezado a circular de nuevo por sus venas y su corazón se había puesto otra vez a latir. Dolor y pesar. En ese momento fue cuando perdió el contacto con Marie. Marie, emparedada en su cubículo, Marie, cuya llama se había apagado con la de la vela.
En la estación de Florencia, donde el tren se había detenido unos minutos, Carzo dudaba ante la portezuela abierta. Podía bajar y esperar el siguiente tren que fuera hacia el norte para tratar de salvar a Marie. O podía continuar hasta Roma y hacer que interrumpieran el cónclave antes de que fuese demasiado tarde. Sintiendo el peso del evangelio bajo su brazo, cerró los ojos mientras sonaba el silbido y la portezuela se cerraba con un chasquido. Su decisión estaba tomada. Desde entonces, el padre Carzo miraba desfilar el campo a través de la ventanilla.
Roma. El tren aminora. El final del camino. Carzo sopesa el arma de Marie, que acaba de sacar del bolsillo de su hábito. Una Glock 9 mm de culata cerámica. Tal como ha visto hacer a la joven, tira del cerrojo hacia atrás para introducir una bala en el cañón. Después comprueba el seguro y se guarda el arma en el bolsillo. Está preparado.
El tren se detiene con un chirrido de ejes. En la estación de Roma Termini, el padre Carzo abre la portezuela y aspira el aire tibio que inunda el vagón. Huele a lluvia. Un perfume de jengibre acaricia su rostro mientras baja del tren y se pierde en la riada de pasajeros: el olor de la piel de Marie.