Las sirenas han dejado de aullar. Giovanni gira a la izquierda en dirección a los campanarios de San Pablo. Su sotana está empapada de sudor. Ahora camina entre dos hileras de construcciones viejas con contraventanas que se entreabren a su paso. Un anciano lo mira desde el umbral de su casa. Giovanni se detiene. Acaba de ver, bajo un porche, a un hombre con traje y gafas negras que sale a su encuentro. El hombre mete una mano en el bolsillo de la chaqueta, saca un estuche de piel y lo abre para enseñárselo al cardenal. Una placa del FBI.
—Agente especial Dannunzo, eminencia. Siga recto. Stuart Crossman le espera.
Giovanni se vuelve y examina la calle.
—No se preocupe. No pasará nadie mientras yo esté aquí. Continúe, no podemos perder ni un segundo.
Giovanni obedece. Unos pasos más allá, se vuelve de nuevo. El agente especial Dannunzo ha regresado a la sombra del porche. El cardenal avanza. Se resiste a la tentación de echar a correr. Otro agente le señala una escalera que desciende en dirección al puerto. Empieza a bajar. El aire es más fresco. Abajo, una placita bordeada de tilos. Unas mesas y unas sillas están dispuestas alrededor de una fuente. Sentado a una mesa de hierro, a la sombra, un hombre con traje y gafas redondas le espera. El cardenal se acerca.
—¿Stuart Crossman?
El hombre levanta la cabeza. Tiene la mirada penetrante y la tez pálida.
—Le esperaba, eminencia.