Capítulo 189

A través de los ojos de Caleb, Carzo ve el manuscrito que sus propias manos están sacando de una bolsa de lona. El evangelio de Satán, que el Ladrón de Almas ha recuperado de los sótanos de Bolzano y que ahora lleva al Vaticano.

—¿Por qué?

La Bestia sonríe en las tinieblas.

—¿Por qué qué, Carzo?

—¿Por qué yo?

—Porque eres el mejor. Percibes el hedor de los santos y el perfume de los demonios. Te sigo desde que naciste, Carzo. Oriento tus pensamientos. Susurro a tu mente. Estaba agazapado en el armario de tu habitación cuando te dormías por la noche. Estaba sentado detrás de ti en clase. Jugaba contigo en el patio. Dondequiera que tú estabas, estaba yo.

—Eso es falso.

—Y esos olores extraños que percibías al cruzarte con la gente… El perfume del odio, el hedor de la bondad y el aroma de las pulsiones. Simplemente tocando a una persona, sabías si era buena o irremediablemente mala. Sabías si había matado o si colaboraba con una asociación humanitaria. O ambas cosas. Como Martha Jennings. ¿Te acuerdas de ella, Carzo? Aquella mujer gorda, fea y tan amable a cuyo cargo tu madre te dejaba a veces cuando eras pequeño… La que olía a mimosa y a cubo de la basura abandonado a pleno sol. Un poco de mimosa y mucho de lo otro. ¿Quieres saber por qué despedía esos dos olores tan opuestos?

—Cállate.

—Había adoptado a dos deficientes mentales. Dos críos a los que nadie quería. Eso en lo tocante a la mimosa. Para hacerse merecedora del olor a cubo de basura, cuando su marido volvía a casa por la noche apestando a alcohol, mamá Jennings ponía la tele a todo volumen para no oír lo que le hacía a la niña pequeña en la habitación del fondo.

—¡Por el amor de Dios, cierra la boca de una vez!

Un silencio.

—Y Ron Calbert, ¿te acuerdas de ese viejo cabrón? No, claro, no puedes acordarte, solo tenías ocho años. Un tipo alto y delgado, con gafas redondas y el pelo largo. Lo rozaste en la cola del cine en el momento en que pasó por delante de tu padre y de ti para colarse. Apestaba tanto a amoníaco que estuviste a punto de desmayarte. El olor de los asesinos de niños. Catorce críos violados y enterrados vivos en dos años.

Carzo cierra los ojos. Lo recuerda. Aquel día, cuando tocó el brazo de Ron Calbert y su olor invadió sus fosas nasales, se quedó tan pálido que su padre lo sacó de la cola y le hizo sentarse en un banco.

—Sí, ahora lo recuerdas. Maldito Ron Calbert. Él también se dio cuenta de que habías notado algo ese día. Te miró fijamente mientras tu padre se ocupaba de ti. Incluso pensó en convertirte en su decimoquinta víctima. Pero cambió de opinión al verte subir en la camioneta de tu padre para volver a casa. Tú lo miraste a través del cristal trasero mientras el coche se alejaba. ¿Te acuerdas?

Sí, Carzo se acuerda. Miró a Calbert. Y el asesino le devolvió la mirada y le hizo una seña con la mano.

—¿Quieres saber por qué decidió no matarte ese día?

—No.

—Es igual, voy a decírtelo de todas formas. Porque en la cola, justo delante de tu padre y de ti, había una niña que se llamaba Melissa. Una niña rubia con trenzas. Exactamente el tipo de Calbert. Por eso pasó por vuestro lado. Para aspirar el perfume de los cabellos de Melissa. Después, esperó a que se apagaran las luces en la sala y durmió a Melissa y a su madre con cloroformo. ¿Quieres saber a cuántos niños más mató antes de que lo detuvieran? Es una pena que no dijeras nada aquel día.

—Nadie me habría creído.

—Seguro.

Otro silencio.

—Y después vino Barney.

—¿Quién?

—Barney Clifford, tu amigo de la infancia. Te pasabas todas las tardes y todos los fines de semana metido en su casa. Os queríais como hermanos. Hicisteis un montón de barrabasadas juntos y lo compartisteis todo. Los buenos momentos y los malos. Y las chicas… Ah, vaya, vaya…, así que no solo las chicas, ¿eh?

—Cállate.

Caleb emite un silbido.

—¡Por todos los demonios del infierno, Carzo! ¿Estabas enamorado de Clifford? ¡Mierda, menuda primicia! ¿Hasta dónde llegó aquello?

—¡Cierra el pico!

—Lo siento. Debe de ser un recuerdo doloroso. Por eso te hiciste sacerdote, ¿no?

—Barney murió en un accidente de coche. Tenía veinte años. Y sí, estaba enamorado de él. Después ingresé en el seminario.

—Fui yo quien mató a Barney. Era necesario. Por cierto, está aquí con nosotros. ¿Quieres hablar con él?

—Vete a tomar por culo.

El padre Carzo aprieta los puños al oír que la voz de su amigo sale de los labios de la Bestia.

—Hola, tío, ¿todo bien?

—Deja de hacerme perder el tiempo, Caleb, sabes perfectamente que no es Barney.

Caleb suspira.

—De acuerdo, sigamos. Así que ingresaste en el seminario y te hiciste sacerdote. Después aprendiste a reconocer los olores y te convertiste en exorcista de la Congregación de los Milagros. El mejor de todos. No se te resistía ni un solo demonio. Aparte de mí. Bueno… casi. ¿Te acuerdas de nuestro último encuentro en Abiyán? Me diste un trabajo de la hostia, incluso estuviste a punto de acabar conmigo. Fue allí donde me di cuenta de que estabas preparado. Entonces desencadené posesiones mucho más dirigidas para atraerte hasta la Amazonia.

—¿Y Manaus?

—¿Qué pasa con Manaus?

—Te había encerrado en el cadáver del padre Jacomino. ¿Cómo te las arreglaste para escapar?

—Esperé a que muriera y dejé salir su alma para que compareciese ante el otro.

—¿El otro?

—El viejo altivo que lleva siglos burlándose de vosotros.

—¿Dios?

—Sí. No me está permitido pronunciar su nombre.

—¿Y qué pasó?

—Pues que Jacomino debía de tener el alma más negra que el carbón.

—¿Fue condenado?

—Sin remisión. Eso anuló el efecto de tus oraciones, y de ese modo pude liberarme de su cadáver.

—¿Quieres decir que Dios no remite los pecados que los hombres perdonan en la Tierra?

—Tu ingenuidad me aburre, Carzo. El viejo os odia y vosotros no os enteráis. Cuando envió a Su hijo a la Tierra, tenía un plan para los hombres. Pero perdió. Desde entonces, se preocupa de vosotros tanto como el océano de las gotas de agua que lo componen. ¿Quieres que te diga qué hay después de la muerte?

—Habla.

—Después de la muerte, vuelve a empezar.

—¿Qué es lo que vuelve a empezar?

—Los muertos están aquí, a vuestro alrededor. Están todos aquí. Viven sin veros. No se acuerdan de vosotros. Viven otra vida y punto. Eso es la condena. La no muerte, el eterno volver a empezar. ¿Quieres hablar con tu madre? En su nueva vida, es una niña deficiente mental. La hija adoptiva de Martha Jennings.

—Vete a tomar por culo, Caleb.