Carzo pestañea en la penumbra. La puerta del compartimiento golpetea contra el marco. Una lata de cerveza vacía rueda por el suelo a capricho de los vaivenes. Carzo da un respingo al oír un ruido metálico: mira su pie, que acaba de aplastar la lata. La voz de la cosa resuena en el compartimiento. Parece sorprendida.
—¿Todavía estás aquí, Carzo?
La voz del sacerdote replica a través de los labios inmóviles de la cosa.
—¿Qué le has hecho a Marie?
—¿Tú qué crees?
—¿Te conozco?
—Te conozco mejor yo a ti que tú a mí, Ekenlat.
Carzo se sobresalta. Ekenlat. Significa «alma muerta» en la lengua de los Ladrones de Almas. El sacerdote acaba de ponerle por fin nombre a la voz de la cosa: un demonio al que ha combatido en varias ocasiones durante su carrera de exorcista. Calcuta, Belén, Bangkok, Singapur, Melbourne y Abiyán. Siempre había ganado la cosa: Caleb, el príncipe de los Ladrones de Almas. Un espíritu tan viejo como el mundo, cuyo patronímico demoníaco era Bafomet, el más poderoso de los caballeros del Mal, el arcángel de Satán. Como en el templo azteca donde intentó exorcizar a la posesión suprema, Carzo acaba de comprender que su fe es impotente contra semejante negrura. «La posesión suprema». Siente que el terror se extiende por su mente. Recuerda el círculo de velas y a la cosa sonriendo mientras mira cómo se acerca en las tinieblas. Caleb. Fue él quien provocó la oleada de posesiones en todo el mundo. Movidos por él, todos los posesos repetían el nombre de Carzo. La letanía de los muertos. Así fue como Caleb lo obligó a lanzarse tras el rastro de la posesión suprema. Una pista que acababa en el corazón del territorio de los indios yanomami, donde el príncipe de los Ladrones de Almas despertó el gran mal antes de tomar posesión de Maluna. «Dios mío…».
Aquel día, al entrar en el círculo de velas, Carzo cayó de rodillas a los pies de Caleb y empezó a adorarlo. Fue entonces cuando el demonio lo tocó y penetró en él.
Caleb se echa a reír.
—Veo que por fin has comprendido, Carzo. Ahora ha llegado el momento de morir.