Un sobresalto. El durmiente se despierta. Traqueteo y chirridos a su alrededor. Ruidos y vibraciones. Algo da sacudidas bajo sus pies. Unas ruedas. Reteniendo ese concepto que acaba de atravesar su mente, el durmiente se concentra. El crujido de los vagones y el susurro del viento. Un tren.
El padre Carzo abre los ojos. Sus manos tocan el asiento. Está oscuro. Unas luces amarillas desfilan por la ventanilla. El compartimiento está vacío. Carzo contempla el mosaico de recuerdos suspendidos en su memoria. Fragmentos de imágenes y voces.
Estaba acariciando los cabellos de Marie en los sótanos de Bolzano cuando sucedió. Sensación de estar flotando, vértigo, su visión se emborrona y las piernas le fallan. Después, su corazón empezó a latir cada vez más despacio. Sesenta pulsaciones por minuto. Veinte. Dos. Carzo cayó de rodillas al detenerse su corazón. Ya no palpitaba nada bajo su piel, y sin embargo, no estaba muerto. Luego tuvo la sensación de que su corazón volvía a ponerse en marcha. Unas pulsaciones profundas y fuertes. Carzo se buscó el pulso. Nada. A continuación se palpó el cuello, pero lo único que detectó fue su piel helada. Una piel de muerto. No era su corazón lo que se había puesto a latir en su pecho. No, esa sangre fría que corría ahora por sus venas era la de la cosa que se había apoderado de su alma. Se había metido dentro de él en los sótanos del templo azteca y había permanecido agazapada en el fondo de su mente esperando el momento de hacerse con el control.
Carzo abrió los ojos. Los colores habían cambiado. Los olores también. Y ese hormigueo en la yema de los dedos mientras sus manos se cerraban en torno al cuello de Marie… ¡Señor, cómo había deseado clavar sus dientes en esa carne plena y sentir la sangre de la joven mojando sus labios! El perfume de Marie. Agua de jengibre. El sacerdote se debatía para rechazar esa tentación. Al detectar su presencia, la cosa preguntó con una voz grave y melodiosa:
—¿Eres tú, Carzo?
Un silencio.
—Ahora ella es mía. Así que déjame morderla o devoro su alma.
En ese momento fue cuando Marie abrió los ojos. Dijo que sabía dónde estaba el evangelio. La cosa respondió:
—Yo también.
Luego, Carzo dejó de resistirse. Las tinieblas. El silencio.