Capítulo 185

Amanece. Salvo el rechinar de los mocasines de Giovanni y de las suelas de goma de los zapatos de Cerentino, ni un ruido turba el silencio de las calles dormidas de La Valletta. El capitán de los guardias suizos camina unos metros detrás del cardenal. Ha desenfundado su arma reglamentaria y la tiene preparada para disparar bajo la chaqueta.

Protegidos a distancia por la Crucia Malta, la rama maltesa de la Cosa Nostra, los dos hombres suben por Republic Street, una costanera bordeada de inmuebles que lleva al casco antiguo de la ciudad. El aire salado del puerto ha dejado paso a un soplo de brisa templada. Las persianas están bajadas. Ni un ladrido de perro. Ni un ruido de coche.

El número 79. El cardenal Giovanni se detiene. En la acera de enfrente, un edificio barroco y una gran puerta de madera maciza protegida por cámaras y una cerradura digital de tarjeta magnética. En la jamba derecha hay una placa de cobre con dos letras entrelazadas y, sobre ellas, una corona: LB, siglas de Lazio Bank, la sucursal anónima reservada a las grandes cuentas y las cajas fuertes numeradas.

—Espéreme aquí.

El capitán Cerentino asiente después de lanzar un rápido vistazo alrededor. A cincuenta metros a la izquierda, hay una furgoneta verde con cuatro hombres de la Cosa Nostra en el interior. Cuarenta metros a la derecha, otros dos matones disfrazados de empleados del servicio municipal de limpieza barren los arroyos.

Giovanni cruza la calle y se detiene ante la puerta. Las cámaras giran sobre su base mientras él introduce la tarjeta magnética y pulsa la combinación de once cifras en el teclado de la cerradura digital. Pasados unos segundos, suena un chasquido seco. La puerta se abre y a continuación se cierra detrás del cardenal.

En el interior, un vestíbulo de mármol, unos sillones y un tramo de escalera en semicírculo que conduce a un largo mostrador equipado con cristales antibalas. Una joven está sentada ante una hilera de pantallas. Giovanni se acerca. La chica levanta la cabeza. Le señala al cardenal un teclado multicolor. Su voz es fría, profesional, sin vida.

—Su identificación, por favor.

Giovanni introduce el código cromonumérico que contiene el sobre que le ha entregado el cardenal Mendoza y pulsa la tecla de confirmación. La chica vigila las pantallas en espera de la respuesta. Giovanni alza los ojos hacia los cuadros que decoran la pared que está encima del mostrador: rostros de ancianos, los retratos más antiguos a la izquierda, las telas más recientes a la derecha. Una dinastía.

—¿Quiénes son?

—El fundador y sus descendientes hasta Giancarlo Bardi, nuestro director actual.

Giovanni se estremece. Los Bardi. Mendoza había pronunciado ese apellido al referirse a las familias más poderosas de la red Novus Ordo. Son los propietarios del Lazio Bank y de decenas de establecimientos más en todo el mundo. El sudor perla la frente del cardenal. Ahí es donde Valdez escondió sus informes, justo en la boca del lobo.

Una señal sonora. La arruga de preocupación que cruzaba la frente de la chica se borra. Esta pulsa un botón, y una puerta se desliza en la pared de la derecha. Una puerta tan perfectamente integrada en la piedra que nadie sospecharía su existencia. Al otro lado, una escalera cubierta de moqueta lleva a los sótanos del banco. La chica alza de nuevo los ojos hacia el cardenal. Su voz metálica se suaviza un poco:

—Puede pasar, eminencia.

Giovanni empieza a bajar la escalera. La puerta secreta se cierra a su espalda.