Solo en su habitación de la casa de Santa Marta, el cardenal camarlengo Campini cierra sin hacer ruido la tapa de su teléfono móvil. Escucha el silencio. Situada en las proximidades inmediatas de la capilla Sixtina, la casa de Santa Marta es un lugar de oración y de recogimiento donde se susurra sin levantar nunca la voz. Ahí es donde los cardenales van a comer y a descansar entre una y otra votación. Según las leyes sagradas de la Iglesia, los cardenales electores no pueden comunicarse con el exterior durante el cónclave. Ni periódicos, ni mensajes, ni aparatos de radio, ni grabadoras, ni televisores. Y mucho menos teléfonos móviles.
Garantizar el estricto respeto de este reglamento forma parte de las tareas del camarlengo. Por eso Campini sabe que ha corrido un grave riesgo pasando clandestinamente su propio teléfono con sus efectos personales. Pero es preferible correr ese riesgo que dejar a un falso cardenal Giovanni en el depósito de cadáveres. Por esa razón el camarlengo ha aprovechado el descanso, después de la primera votación, para ir a su cuarto de la casa de Santa Marta y esperar allí la llamada de monseñor Mankel.
Había mandado a Mankel porque nadie sabía detectar las mentiras mejor que él. La conversación que el cardenal Mendoza había mantenido con el comandante de la guardia en la escalinata de la basílica era lo que había despertado la desconfianza de Campini. ¿Qué estaba tramando ese vejestorio? Según las últimas noticias, el secretario de Estado se había marchado a su villa de las afueras de Roma en espera del desenlace del cónclave. Campini lo había puesto bajo una discreta vigilancia. El último informe decía que, desde que había vuelto de una cena en la ciudad, el anciano cardenal no se había movido.
Otro problema resuelto: el de Giovanni. Su cadáver se encontraba efectivamente en el depósito de cadáveres de la clínica Gemelli. Quedaba la cuestión de la voz extrañamente tensa de Mankel por teléfono. Obligado a susurrar como un colegial en la penumbra de su habitación, Campini no había tenido tiempo de hacerle más preguntas. Sin embargo, ahora estaba seguro: Mankel parecía… aterrorizado.
El prelado intenta convencerse. ¡Vamos, ha sido la visión del cadáver de Giovanni lo que ha alterado al viejo inquisidor! Sí, seguro que es eso. Y sin embargo… El camarlengo lleva unos segundos sopesando los pros y los contras. Se pregunta si debe correr el riesgo de volver a llamar a Mankel para quedarse tranquilo. Es una opción muy peligrosa y lo sabe. Porque, si lo pillan telefoneando entre las paredes de la casa de Santa Marta, sabe que, por muy camarlengo que sea, será inmediatamente excluido del cónclave y excomulgado. La segunda sanción, al camarlengo le tiene tan sin cuidado que le hace sonreír. Es la primera la que plantea problemas, en la medida en que tendría como consecuencia la disolución de la asamblea y la posterior convocatoria de otro cónclave. Inaceptable.
Con todo, ardiendo en deseos de saber, el anciano camarlengo ve cómo sus dedos abren la tapa del teléfono móvil. Sin darse cuenta, ya ha marcado las primeras cifras del número de Mankel. Cuando pulsa la tecla de llamada, un ruido lo sobresalta: alguien recorre los pasillos llamando a las puertas de las habitaciones para avisar a los cardenales de que se va a reanudar el cónclave. Campini cierra la tapa del teléfono. La comunicación se corta. Los pasos se alejan. Nervioso, el camarlengo envuelve el aparato en un paño y lo deja en el suelo antes de pisotearlo. Los chirridos de las puertas y los crujidos de los pasos en el corredor cubren los ruidos amortiguados del teléfono rompiéndose bajo el zapato del camarlengo. Luego, el anciano recoge el paño y lo mete en el fondo de su maleta, donde nadie lo buscará.
Justo antes de salir de la habitación para dirigirse a la capilla Sixtina, se arrepiente un poco de lo que acaba de hacer. Ahora ya no podrá comunicarse con sus hombres para dirigirlos desde el interior. No tiene importancia: en vista de los resultados de la primera votación, muy pronto el cónclave habrá terminado.