El director médico precede en silencio a monseñor Mankel a lo largo de los desiertos pasillos de la clínica. Bajan por una escalera que conduce al depósito de cadáveres. El facultativo empuja una puerta de doble batiente, que se cierra con un chasquido detrás del inquisidor. Atraviesan varias salas con hileras de cámaras frigoríficas donde están almacenados los muertos en espera de la autopsia. Los climatizadores ronronean.
El médico entra en la última habitación. Un cadáver envuelto en una bolsa de plástico está tendido sobre la mesa de operaciones. Un enfermero limpia el suelo. El inquisidor, sin prestarle ninguna atención, le indica al médico que abra la bolsa. No retrocede instintivamente al ver lo que queda del difunto, ni siquiera pestañea.
—¿Esto es todo?
—El cardenal Giovanni se ha empotrado bajo un camión de treinta toneladas a ciento cuarenta kilómetros por hora y una furgoneta que circulaba a la misma velocidad lo ha embestido por detrás. O sea que sí, esto es todo.
—¿Ha efectuado la identificación dental?
—¿Para qué? Es el vehículo del cardenal Giovanni. Luego es forzosamente el cardenal Giovanni.
—Ha podido prestarle el coche a otra persona.
—Si fuera así, ¿dónde está, si no se encuentra en el cónclave?
—Buena pregunta.
Monseñor Mankel abre su maletín y saca una abultada carpeta de la que extrae varias fotos del cardenal Giovanni. Una buena noticia: el inquisidor ha debido de cruzarse con el joven prelado un par de veces en los pasillos del Vaticano, pero no lo conoce personalmente. El cardenal Mendoza lo ha elegido también por esa razón. Porque Giovanni acaba de ser elevado al rango de príncipe de la Iglesia y pocos prelados romanos lo conocen íntimamente. Es un alivio todavía mayor dado que la cara del obispo ha quedado destrozada casi por completo y que las fotos que tiene el inquisidor no van a serle de mucha utilidad.
—¿Ha tomado muestras de sangre?
Perdido en sus pensamientos, el médico se sobresalta ligeramente.
—¿Perdón?
—Le preguntaba si ha tomado muestras de sangre.
—La ley nos obliga a hacerlo. Por la alcoholemia.
—¿Y qué?
—No cabe ninguna duda: el cardenal Giovanni no había bebido ni una gota de alcohol.
Sin dejar de dar vueltas alrededor del cadáver, el inquisidor insiste:
—No es eso lo que le preguntaba. Quería saber si los análisis sanguíneos confirman que es el cardenal Giovanni.
—El laboratorio de genética está cerrado, monseñor. No tendré los resultados hasta las nueve.
—¡Vaya! Es una faena.
—¿Por qué?
Sin tomarse la molestia de responder, el inquisidor examina ahora las marcas de nacimiento y las cicatrices del cadáver para compararlas con las que figuran en el historial médico de Giovanni. El director médico empieza a relajarse. Seguro que Mankel no dispone de un historial tan completo como el que tiene la clínica desde que se ocupa del estado físico del joven cardenal. Lo demuestra el hecho de que no busca todas las cicatrices que el médico ha reproducido en el quirófano, ni tampoco pasa revista a las diversas marcas de nacimiento. En realidad, solo una parece interesarle: una mancha granulosa que Giovanni tiene en la nuca, una especie de lunar grande y abultado que había sido preciso dibujar en lo que quedaba del cuerpo de monseñor Gardano. Esa mancha era lo que había exigido más trabajo: aplicar sucesivas capas finas de látex, modelarlas y teñirlas. Eso y el color del pelo: había tenido que transformar los reflejos rojizos de monseñor Gardano en una cabellera negra. En cuanto al dedo meñique que faltaba en la mano derecha del cardenal, un simple corte con el escalpelo había sido suficiente. Después, había sido preciso suturar la piel alrededor del muñón y arreglárselas para que esa intervención no pareciera demasiado reciente. Un verdadero trabajo de cirujano plástico del que el director médico no estaba descontento. Hace varios segundos que el inquisidor pasa un dedo sobre la mancha y sobre el dedo amputado sin que nada le resulte sospechoso. Incluso parece empezar a creer que el cadáver que está examinando es efectivamente el de Giovanni. Formula una última pregunta, por puro formalismo:
—¿Y sus efectos sacerdotales?
—¿Se refiere al anillo de cardenal?
—Y la pesada cruz pectoral que los prelados de su rango suelen llevar sobre el pecho.
—Solo llevaba el anillo. He tenido que serrarlo para retirarlo. Está en el sobre, ahí, encima de la bandeja.
El inquisidor abre el sobre y examina los restos de anillo. Se dispone a dejarlo en la bandeja cuando le llaman la atención unas extrañas manchas negras en el papel, como de tinta. No. Manchas no, huellas. Más concretamente, huellas de dedo, a juzgar por los surcos concéntricos que hay sobre el papel. El inquisidor se mira las manos. Las yemas de los dedos que ha pasado por el pelo del cadáver están negras. Se vuelve hacia el médico. Él también ha comprendido: los cabellos de los muertos no fijan la coloración como los de los vivos. Se pueden teñir, pero el tinte tarda mucho más tiempo en secarse.
—Enhorabuena, doctor, ha estado a punto de engañarme.
Mankel marca un número en su teléfono móvil. Cuando alza los ojos hacia el médico, el inquisidor se queda paralizado al ver la boca negra de la pistola automática que el enfermero acaba de desenfundar y con la que lo apunta en la frente. Detrás del fino bigote y las gafas de cristales ahumados, el prelado acaba de reconocer a un teniente de la guardia personal del difunto Papa.
—¿Se ha vuelto loco?
Poniendo el dedo índice sobre sus labios, el teniente indica al inquisidor que se calle. Otro tono. Luego, alguien descuelga al otro lado de la línea y el eco de una voz lejana invade la sala de autopsias.
—El camarlengo, dígame.
El inquisidor cierra los ojos.
—Soy yo, eminencia.
—¿Quién?
—Monseñor Mankel.
Un silencio.
—¿Qué ha averiguado?
El inquisidor da un respingo al notar el contacto del cañón del arma sobre su frente. El teniente de los guardias suizos le dice que no con la cabeza. Mankel se aclara la garganta.
—Es el cardenal Giovanni, eminencia.
—¿Está totalmente seguro?
El teniente de los guardias suizos levanta el martillo del arma y dice que sí con la cabeza.
—Sí, eminencia. Estoy absolutamente seguro.
Otro silencio.
—¿Qué ocurre, Mankel?
—No estoy seguro de entender el significado de su pregunta, eminencia.
—Le noto la voz rara.
—Es que…
El inquisidor observa el índice del guardia suizo, que se curva alrededor del disparador.
—¿Es que qué, Mankel?
—El cadáver. Ha quedado en un estado lamentable y…
—Le ha impresionado, ¿no?
—Sí, eminencia.
—Vamos, Mankel, rehágase. No es momento de dejarse llevar por las emociones.
Un clic. La comunicación se interrumpe. El inquisidor se sobresalta al notar que una aguja se clava en su carótida. Un líquido caliente se extiende por sus venas. Hace una mueca. A través de la bruma que invade su mente, la cara del director médico se difumina.