La votación comienza. Han dado a cada elector tres papeletas rectangulares con la frase «Eligo in summum pontificem»[1] y una línea de puntos debajo donde él indicará el patronímico del cardenal al que le da su voto. Camano mira cómo los electores escriben con letra clara el nombre de su favorito. En espera de la segunda vuelta, casi todos votarán por ellos mismos. Pero Camano sabe también que algunos ven en él una posible puerta de salida a la crisis que sacude a la Iglesia. Es uno de los prelados más poderosos e influyentes del Vaticano. Controla la Legión de Cristo y la congregación de los Milagros. Contaba, además, con los favores y el afecto del difunto Papa. Tras la muerte del cardenal Centenario, es lógico que sea él quien vaya a recibir la mayor parte de los votos en la primera vuelta.
Tanto más lógico, piensan los cardenales, puesto que, si una parte suficientemente importante de los escrutinios va a parar a su persona, quizá pueda derrocar al candidato del Humo Negro en la segunda vuelta. A no ser que todos los cardenales hayan recibido un sobre, en cuyo caso el Humo Negro ya ha ganado la partida. Pero ¿cómo es posible que más de cien familias hayan sido tomadas como rehenes en una sola noche? Eso es lo que algunos cardenales se preguntan mientras alzan los ojos hacia Camano, sin saber que él también ha recibido un sobre.
Puesto que las consignas del Humo Negro no deben tenerse en cuenta hasta la segunda vuelta, Camano se vota a sí mismo. Dobla la papeleta por la mitad y la deja ante sí en espera de ir a depositarla a la urna.
Los cardenales han dejado el bolígrafo y doblado su papeleta. Uno tras otro, irán a votar y regresarán a su sitio. Camano es el último. Cuando llega su turno, se levanta y avanza lentamente hacia el altar con el brazo levantado, a fin de que los demás puedan ver que solo lleva una papeleta. Al llegar al pie del altar junto al que están los escrutadores, pronuncia en voz alta el último juramento de los electores:
—Yo, cardenal Oscar Camano, pongo por testigo a Jesucristo Nuestro Señor de que doy mi voto a quien, según Dios, considero que debe ser elegido.
A continuación se acerca al altar. Un gran cáliz cubierto por una patena hace las veces de urna. Camano deposita su papeleta sobre la bandeja y la inclina lentamente para que el papel caiga dentro del cáliz. Luego vuelve a colocar la patena en su sitio y retrocede unos pasos para inclinarse ante el altar.
Mientras vuelve a su asiento, el primer escrutador levanta el cáliz lleno y lo agita para remover el contenido. Hecho esto, el tercer escrutador saca las papeletas y las deposita una a una en un recipiente transparente, a la vez que las cuenta en voz alta para comprobar que ningún cardenal ha votado dos veces. Ciento dieciocho papeletas caen en el recipiente, que es llevado a una mesa dispuesta ante el altar donde los escrutadores han tomado asiento.
El primer escrutador coge la primera papeleta del recipiente, la desdobla y la lee sin pronunciar una palabra. Después se la pasa al segundo escrutador, que la lee también, pero en voz alta, antes de pasársela al tercer y último escrutador, que comprueba en silencio que el nombre que acaba de ser pronunciado es el que figura en la papeleta. A continuación, pincha el documento con una aguja enhebrada. Finalizado el escrutinio, todas las papeletas de voto ensartadas en el hilo serán quemadas en la chimenea de la capilla hasta quedar reducidas a cenizas.
El escrutinio prosigue. Once papeletas acaban de ser leídas. Seis repartidas entre otros tantos cardenales, dos a favor del cardenal Camano y tres por el cardenal camarlengo Campini, hacia quien convergen ahora todas las miradas.