El director médico de la clínica Gemelli levanta los ojos de los papeles al oír que la cristalera se abre con un siseo. Un prelado con sotana negra acaba de entrar. Lleva unas gafas de cristales gruesos y un maletín en la mano. El director médico se esfuerza en permanecer impasible. Sabe qué quiere ese hombre, ha estado toda la noche esperándolo. Incluso le había sorprendido que no apareciera antes. Después, incluso empezó a confiar en que no se presentara. Pero ahora está allí. El médico echa un vistazo rápido a su reloj: las cinco menos cuarto. El cardenal Giovanni necesita al menos una hora más para recoger los documentos de Valdez. Va a tener que actuar con cautela.
Los zapatos del prelado no hacen ningún ruido sobre la moqueta. Se detiene delante del mostrador de admisión y carraspea para atraer la atención del médico, que ha vuelto a concentrarse en las hojas de ingresos. Cada segundo cuenta: hace una seña al recién llegado indicándole que espere unos instantes y de vez en cuando anota algo en las páginas que finge leer. Finalmente, alza los ojos hacia el hombre y nota que se le hace un nudo en la garganta al encontrar su mirada fría.
—Usted dirá.
—Soy monseñor Aloïs Mankel, de la congregación por la Doctrina de la Fe.
El médico se yergue imperceptiblemente. La congregación por la Doctrina de la Fe, el nombre moderno de la Santa Inquisición. El hombre que está ante él es, por tanto, un inquisidor. Alguien familiarizado con los expedientes voluminosos y los secretos. Además, es un protonotario apostólico que lleva el título de monseñor, el equivalente de los inquisidores generales de la Edad Media. Lo más alejado de quienes charlan inútilmente o pasan por al lado de lo que buscan sin verlo. El director médico de la Gemelli esperaba que fuese un alto prelado o, en el peor de los casos, otro médico, pero no un inquisidor. La presencia de ese personaje significa que por lo menos una parte de la congregación por la Doctrina de la Fe se ha pasado al bando del Humo Negro. La batalla se presenta difícil.
—Lo siento, monseñor, pero las visitas no empiezan hasta las ocho.
Una sonrisa fría curva los labios del prelado.
—Vengo a ver a un muerto. No hay hora para los muertos.
—¿Cuál es su nombre?
—¿No se lo he dicho?
—Lo recordaría.
Un silencio. La mirada glacial del inquisidor escruta la del médico hasta el fondo del alma. La burda trampa no ha funcionado, cosa que parece ponerle furioso.
—Vengo a examinar los restos de su eminencia el cardenal Patrizio Giovanni.
—¿Le importaría decirme con qué objeto?
—Con el objeto de asegurarme de que se trata efectivamente de su eminencia, a fin de organizar su traslado a su región natal de los Abruzos.
Otra burda trampa. Giovanni es originario de Germagnano, en los Apeninos. El protonotario lo sabe. Intenta averiguar si el médico lo sabe también. Eso no sería forzosamente una prueba, sino una presunción. Y así es como actúan los inquisidores: con presunciones que tallan hasta forjarse una convicción. Por el momento, el prelado sospecha que el médico miente. En los minutos siguientes, habrá que hacer lo imposible para impedirle tener la convicción de ello.
—¿Tiene calor? —pregunta el clérigo.
—¿Cómo dice?
—Está sudando.
El médico ve que la mirada del prelado se clava en su frente, donde están formándose unas gotas de sudor. Se la seca con la palma de la mano. Una presunción más.
—He estado cuatro horas operando. Estoy agotado.
—Ya lo veo.
Otro silencio. Las supuestas cuatro horas de operación son las que el médico se ha pasado maquillando el cadáver del obispo fallecido en el coche del cardenal Giovanni. Al llegar al hospital, el desdichado tenía la cara destrozada y el cuerpo despedazado. Como Gardano y Giovanni tenían más o menos la misma edad y la misma estatura, el director médico había telefoneado al cardenal Mendoza para exponerle su idea. El anciano secretario de Estado dio su aprobación. Después, convocó a Giovanni en un restaurante para enviarlo a recoger los documentos de Valdez. Una hora más tarde, el móvil del médico sonó. El cardenal Mendoza le anunciaba que Giovanni estaba de acuerdo. El médico colgó y, con la ayuda del historial médico de Giovanni, se pasó cuatro horas reproduciendo sus marcas distintivas en lo que quedaba del cadáver del obispo: manchas de nacimiento, dos prótesis dentales de cerámica, otra de oro al fondo de lo que quedaba de la boca…
—¿Vamos?
El médico se sobresalta. La pregunta que acaba de hacer el inquisidor no es realmente una pregunta.