Capítulo 180

Un silencio mortal se ha abatido sobre la capilla Sixtina. Los ciento dieciocho cardenales electores han tomado asiento en unos sillones enfrentados a ambos lados de dos hileras de mesas cubiertas con pesados manteles blancos y rojos. Sobre los prelados silenciosos, los frescos de la Creación del mundo, de Miguel Ángel, contemplan la asamblea. Encima del altar, la escena del Juicio Final parece recordar a los cardenales la gravedad de su misión.

El cónclave había comenzado oficialmente hacía dos horas, con una misa solemne en el transcurso de la cual se había invocado al Espíritu Santo. Luego, los cardenales se habían reunido en la capilla Paulina del palacio apostólico. A continuación, con las vestiduras de coro y a los sones del Veni Creator, habían ido hasta la capilla Sixtina. Por último, tras dividirse la procesión en dos filas, habían tomado asiento bajo la mirada de los frescos.

Ahora, el cardenal decano se levanta y pronuncia en latín la fórmula del juramento ritual que precede todas las elecciones. Ella sellará los labios de los cardenales electores, conminándolos a no revelar jamás nada del cónclave ni a comunicarse con el exterior so pena de excomunión inmediata.

Los cardenales escuchan atentamente la voz trémula del decano. Cuando por fin se hace de nuevo el silencio, los padres electores ponen la mano sobre el ejemplar de los Evangelios que han colocado delante de ellos y completan el compromiso colectivo del cónclave pronunciando un juramento personal: ciento dieciocho fórmulas breves e idénticas desgranadas bajo las bóvedas pintadas de la capilla.

De nuevo se hace el silencio. La votación va a empezar. El maestro de las celebraciones litúrgicas pontificias pronuncia el Extra omnes, con lo que invita a todos los que no son electores a salir de la capilla. Después sale él y deja a los cardenales cara a cara con su conciencia. Todos se miran. Casi todos lo saben. Antes de empezar el cónclave, la mayoría de ellos han recibido un extraño sobre con fotos de su familia secuestrada por unos hombres con la cara tapada. Un mensaje incluido en el sobre precisa que se les darán las consignas de voto en la segunda vuelta. En ese momento, el elegido sacará de su manga un pañuelo rojo y lo colocará delante de él. El mensaje añade que deben reducir a cenizas el sobre y su contenido antes de dirigirse al cónclave. De este modo quedan advertidos de que, si alguien llega a encontrar uno solo de esos sobres, todas las familias serán ejecutadas en el acto.

Los cardenales saben ahora que el Vaticano está cambiando de manos. Semejantes manejos serían suficientes para anular el cónclave y desencadenar una crisis profunda en el seno de la Iglesia; bastaría una palabra, una mano que se levantara… Sin embargo, nadie dice nada, como si cada uno esperara que otro se echase al agua y denunciara el complot. O, más bien, como si todos rezaran en silencio para que nadie hablara. Así pues, cada vez que sus miradas se cruzan, los cardenales bajan los ojos. Sienten vergüenza. Tienen miedo.

El cardenal decano se levanta de nuevo. Pregunta si todos se sienten preparados para proceder a la votación o si conviene aclarar alguna duda que quizá todavía oscurezca las conciencias. Camano se sorprende sonriendo. Esa frase hecha se parece a la que pronuncia el sacerdote justo antes de sellar un matrimonio. «Si alguien tiene algo en contra de esta unión, que hable ahora o que calle para siempre». Los cardenales se miran. Es ahora cuando habría que hablar. Reparan en las gotas de sudor que brillan en las sienes del decano. Entonces comprenden que él también ha recibido un sobre. Él también tiene miedo. Él tampoco dirá nada. Bajan la mirada. El cardenal decano pide a los que están preparados para votar que levanten la mano. Ciento dieciocho brazos se alzan lentamente hacia los frescos.