Estrecho de Malta.
Cuatro de la mañana.
De pie en la proa de la barca de pesca que avanza entre un estruendo de motor cansado, el cardenal Giovanni alza los ojos hacia el cielo estrellado. La luna está tan llena que ilumina la noche con un extraño resplandor dorado. El joven cardenal contempla las costas de Malta a lo lejos. Una hora más de travesía y la vieja barca llegará al puerto de La Valetta. Antes, tendrá que echar sus redes a unos kilómetros de la costa para disimular. Solo después, los hombres de don Gabriele podrán desembarcar su cargamento humano.
Giovanni mete una mano en el bolsillo de su sotana y palpa el sobre del Lazio Bank. Contiene una tarjeta de plástico transparente provista de un chip con un código de once cifras para entrar en el banco, así como una contraseña cromonumérica para la identificación de la cuenta. Otro código, en este caso alfanumérico, sirve para abrir la caja fuerte de Valdez: la inscripción grabada en el dorso de la cruz de los Pobres que el cardenal del Humo Negro ha adjuntado a ese envío, una pesada cruz con rubíes incrustados y una cadena de plata que Giovanni se ha puesto alrededor del cuello. Solo queda confiar en que los informes merezcan la pérdida del único agente que el Vaticano ha conseguido infiltrar en el seno del Humo Negro.
Giovanni nota una presencia a su espalda. El capitán de los guardias suizos, Cerentino. El oficial había insistido en encargarse personalmente de su protección y Mendoza aceptó. Cerentino se acerca al oído del cardenal para que su voz no quede ahogada por el ruido del motor.
—Eminencia, tenemos que bajar a la bodega porque va a amanecer y los sicilianos no quieren exponerse a que lo vean con prismáticos mientras ellos echan las redes.
Sin contestar, el cardenal conecta el teléfono móvil que don Gabriele le ha dado en Roma. Cuando el clérigo le dijo que ya tenía uno, el padrino le replicó que los celulares de la Cosa Nostra funcionaban gracias a una red privada compuesta de antenas de repetición escondidas en las regiones más recónditas de la Península. Los mafiosos reservaban para las redes públicas italianas las comunicaciones destinadas a dar informaciones falsas a la policía.
Giovanni introduce el código de identificación facilitado con el teléfono móvil. La pantalla parpadea. Pulsa el botón de llamada para que aparezca el último número marcado. Don Gabriele le había dicho que el titular de ese número esperaba su llamada a las cuatro y media en punto. Giovanni consulta su reloj: 4:29. Bajo sus pies, las vibraciones que agitan la cubierta se espacian hasta detenerse. Los sicilianos acaban de apagar los motores y empiezan a desenrollar las redes mientras la barca se desliza silenciosamente sobre el agua. La noche se vuelve azul. El cardenal contempla un momento las luces de Malta. Luego pulsa el botón de llamada. El teléfono marca automáticamente el número memorizado.