Sentado en la terraza de un restaurante a orillas del mar, en Castellammare di Stabia, Stuart Crossman contempla la bahía de Nápoles. Dos horas antes, después de su entrevista con Valentina Graziano, el conserje de su hotel le había avisado de que tenía un mensaje urgente en la recepción. El mensaje, escrito en inglés, decía:
El Humo Negro tiene un punto débil.
Si quiere saber cuál es,
esté dentro de una hora
en la terraza del restaurante Frascati,
en Castellammare di Stabia.
No informe a la policía.
No pierda tiempo.
Vaya solo.
Crossman apenas dudó unos segundos antes de dar la orden de fletar el jet privado que lo esperaba en el aeropuerto de Ciampino. Cuarenta y cinco minutos más tarde, desembarcaba en Nápoles y montaba en una limusina para trasladarse a Castellammare di Stabia.
Había situado a una quincena de sus hombres alrededor del restaurante Frascati, que permanecía abierto a una hora en que los demás establecimientos de la costa habían bajado la persiana hacía mucho rato. Nadie en el interior. Crossman estaba sentado a una mesa de la terraza y esperaba.
Un bip en su auricular. Uno de sus hombres le anuncia que una Zodiac acaba de llegar a la playa.
—Cinco hombres a bordo, uno de ellos un viejo. Van armados. ¿Qué hacemos?
—Dejadlos tranquilos.
Otra señal sonora.
—Cuidado, se acercan.
Crossman ve cinco siluetas a la luz de las farolas. Cuatro hombres corpulentos. La quinta silueta, encorvada, avanza cojeando, sostenida por los tipos fornidos.
—Jefe, aquí francotirador 1. Tengo a los blancos en la mira.
Crossman dirige la mirada hacia el tejado de otro restaurante, donde el francotirador 1 está apostado. El viejo y sus guardaespaldas están a tan solo treinta metros. El director del FBI quita el seguro de su arma, tras desenfundarla bajo la mesa.
—Jefe, aquí francotirador 1. Espero sus instrucciones.
Crossman frunce el entrecejo mientras las siluetas pasan junto a una farola. El charco de luz recorta las facciones del viejo.
—Francotirador 1, no dispare.
—Confirme la orden, jefe.
—Lo confirmo: no dispare.
El viejo está muy cerca. Sus guardaespaldas se quedan en el muelle, mientras él sube los escalones que llevan hasta la terraza del restaurante apoyándose en un bastón. Sonríe al sentarse a la mesa de Crossman.
—Buenas noches, Stuart.
—Buenas noches, don Gabriele.