En el antiguo cementerio del convento de Bolzano, donde ahora están el uno junto al otro, Parks y Carzo acaban de encontrar la tumba de la recoleta. En la lápida mohosa ya no hay ninguna inscripción; tan solo queda una cruz potenzada de contornos erosionados por el paso del tiempo. Ahí era donde las agustinas enterraron a la anciana recoleta un día de febrero de 1348. El día que la Bestia entró en el convento.
Marie aparta un arbusto de retama y descubre otra lápida cubierta de musgo. Rozando con los dedos las asperezas de la piedra, descifra en voz alta los epitafios que el tiempo y el hielo prácticamente han borrado.
—Aquí yace Thomas Landegaard, inquisidor de las marcas de Aragón y de Cataluña, de Provenza y de Milán.
Ahí es, pues, donde reposa el hombre con el que ha compartido algunos instantes de vida. Marie se siente extrañamente triste, como si lo que está enterrado ahí fuera un trozo de ella misma. O más bien como si el inquisidor recordara los terribles acontecimientos que se habían producido aquel año. Parks se pregunta cuáles debieron de ser los últimos pensamientos de Landegaard en el momento en que sus guardias muertos derribaban la puerta del torreón. ¿Pensó en las marianistas de Ponte Leone crucificadas por los Ladrones de Almas? ¿Oyó una vez más, la última, los gritos de los trapenses enterrados vivos? ¿O pensó en aquel perfume tan femenino y turbador que había cosquilleado sus fosas nasales mientras despertaba sobre su montura y aspiraba el aire helado del Cervino? Una lágrima brilla en los ojos de Marie. Sí, era en ella en quien Landegaard pensó mientras los fantasmas de sus propios hombres lo destripaban y moría, como si el trance la hubiera hecho realmente atravesar el tiempo y hubiera dejado algo en el fondo del corazón de Landegaard. Algo que no era muerte. Algo que no moría jamás.
Parks suelta el arbusto de retama y se seca los ojos mientras nota que la mano de Carzo se cierra sobre su hombro.
—Vamos, Marie, ya casi estamos.