Capítulo 170

—¿El Papa asesinado por una conspiración de cardenales satanistas? ¿Qué coño has fumado?

Valentina Graziano se moja los labios en la taza de café que Pazzi acaba de servirle. Traga un sorbo y sigue mentalmente el recorrido del brebaje ardiente, que se extiende por su estómago. Luego deja la grabadora de Ballestra encima de la mesa del comisario y pulsa la tecla de reproducción. Mientras Pazzi se arrellana en el sillón para escuchar, Valentina cierra los ojos y piensa en esas últimas horas en las que ha estado a punto de morir…

Petrificada de terror mientras los asesinos de Mario se dirigían hacia ella, la joven encontró finalmente fuerzas para huir. La plaza del Panteón estaba desierta. Giró hacia la fuente de Trevi, donde esperaba coincidir con una procesión que le permitiría librarse más fácilmente de sus perseguidores. Pero en la explanada de la fuente lo único que había eran unos farolillos abandonados. Sin aliento, Valentina profirió un grito al ver que los monjes seguían estando menos de cincuenta metros detrás de ella, a pesar de que no habían corrido ni en un solo instante.

Agotada, siente la tentación de detenerse. Sería tan sencillo arrodillarse y dejarse llevar… De repente, se acuerda del puñal del monje clavándose en el vientre de Mario. Se acuerda de su mirada. Entonces profiere un grito de cólera y echa a correr hacia delante, moviendo los brazos para acelerar la marcha. No necesita volverse para saber que los monjes siguen caminando. Sobre todo, no debe mirar hacia atrás. Si lo hace, el terror le paralizará las piernas.

Levantando agua de los charcos con los pies descalzos, sube la colina del Quirinal hacia el centro y pasa por delante del palacio de la Presidencia. Busca con los ojos a los guardias que deberían estar apostados delante de la verja. Las garitas están vacías. Continúa corriendo. Las paredes del palacio Barberini se alzan a lo lejos cuando Valentina ve a otros dos monjes cien metros delante de ella. Se adentra en una calleja atestada de cubos de basura. Distingue los cirios de una procesión en la via Nazionale. A su espalda, los cuatro monjes están ahora muy cerca. Luces azules: faros giratorios encendidos; cuatro coches de la policía acompañan el avance de los fieles. Un último esfuerzo, un último acelerón.

Justo antes de darse de bruces con la procesión, Valentina desenfunda su arma y vacía el cargador disparando al aire. Los casquillos ardientes aterrizan sobre el asfalto. La muchedumbre se dispersa gritando. Sin dejar de correr hacia los policías, que la apuntan, Valentina enseña la placa con las manos en alto a la vez que recita su número de placa. Acto seguido se desploma entre los brazos del cabo. Echa un último vistazo por encima del hombro mientras el policía la envuelve en una manta de lana. Los monjes ya no están.