Mientras las últimas notas del órgano se pierden entre los efluvios de incienso, los enterradores bajan el ataúd del Papa a las grutas donde descansan los sumos pontífices de la cristiandad. El féretro golpea las paredes del pozo a medida que las cuerdas se deslizan entre las manos enguantadas. Los cardenales se inclinan para aspirar el perfume de eternidad que asciende de las catacumbas del Vaticano. Una última corriente de aire helado, y los enterradores vuelven a colocar la pesada lápida. El cardenal Camano escucha el ruido sordo que esa tonelada de mármol produce al caer sobre su pedestal. Después yergue la cabeza y contempla a los otros prelados.
Sin apartar los ojos de la lápida, el camarlengo habla en voz baja con el cardenal gran penitenciario, el vicario general de la diócesis de Roma y el arcipreste de la basílica vaticana. Este último tiene aspecto de estar furioso. Camano imagina por qué. Según las leyes de la Iglesia, las exequias del Papa deberían haberse celebrado durante nueve días seguidos. Y el plazo protocolario establecía un mínimo de seis días más después del entierro, durante los cuales las congregaciones deberían haberse reunido en el palacio apostólico para preparar el cónclave. O sea, un mínimo de dos semanas y un máximo de veinte días completos entre el fallecimiento del Papa y el comienzo de la elección. En lugar de eso, enterraban al Pontífice como si fuera un leproso y convocaban el cónclave la misma noche, como si se tratara de una reunión de conspiradores.
Ante tantos susurros irritados, Campini permanece impertérrito. Recuerda en voz baja los momentos particularmente graves que la Iglesia está atravesando y la obligación del camarlengo de dotar cuanto antes a la nave de un nuevo capitán. El arcipreste de la basílica se dispone a insistir cuando Campini se vuelve de sopetón y gruñe en la penumbra que no es ni el lugar ni el momento para ese tipo de conciliábulos. Pálido a causa de la afrenta, el arcipreste retrocede unos pasos.
Examinando a hurtadillas al resto de prelados de la curia, Camano se da cuenta de que todos se observan de reojo, como si trataran de averiguar qué cardenales forman parte del Humo Negro. Es lo malo de esa cofradía: ninguna marca distintiva, ni tatuaje, ni símbolo satánico, ni la menor señal que permita reconocer a sus miembros. Por eso el Humo Negro ha podido mantenerse a lo largo de los siglos sin dificultad; nunca ha habido más de ocho cardenales al frente de la organización y nunca ha quedado constancia de la menor de sus actividades.
Camano se yergue mientras su protonotario le susurra al oído que acaban de encontrar muerto en una laguna de Venecia a Armondo Valdez, cardenal arzobispo de São Paulo.
—¿Cuándo?
—Esta noche. Es preciso interrumpirlo todo, eminencia. Es preciso cancelar el cónclave y avisar a los medios de comunicación. La situación es demasiado grave.
Sin dignarse contestar, el cardenal Camano saca de su sotana un sobre y se lo tiende discretamente a su interlocutor. Contiene tres fotografías de los alrededores de Perusa: una vieja casa rodeada de viñas, una chica y tres niños esposados y amordazados, tres criminales encapuchados los apuntan con sendas pistolas. El protonotario susurra al oído de Camano:
—Señor, ¿quiénes son estas personas?
—Mi sobrina y sus hijos. Los criminales son sin duda esbirros del Humo Negro. La mayoría de los conclavistas han recibido el mismo tipo de sobre con un mensaje anunciando que se les darán las consignas de voto cuando empiece el cónclave.
—¿Se da cuenta de lo que eso significa?
—Sí. Significa que si alguien avisa a los medios de comunicación o a las autoridades, nuestras familias serán ejecutadas en el acto.
—¿Qué hacemos entonces?
—Esperemos al cónclave. Allí estaremos todos encerrados y el candidato del Humo Negro no tendrá más remedio que darse a conocer. En ese momento veremos lo que podemos hacer.
De pronto, el toque de difuntos suena en el campanario de San Pedro. Los cardenales de la curia se dirigen hacia la basílica. Fuera, las campanas hacen temblar los adoquines de la plaza y el corazón de los miles de peregrinos inmóviles bajo la llovizna. La multitud se abre para dejar paso a la doble fila de cardenales electores de camino hacia el cónclave: ciento dieciocho príncipes de la Iglesia con hábito rojo cruzan en silencio las puertas del Vaticano, que los guardias cerrarán en breve, para dirigirse a la capilla Sixtina, donde pronto comenzará la elección del próximo papa.