Capítulo 165

El maître conduce al cardenal hasta los salones privados del restaurante. Abre la puerta y se aparta para dejarlo pasar. En el interior, Giovanni descubre una estancia de atmósfera acolchada, con las paredes empapeladas y un viejo entarimado que cruje bajo sus pies. Sentados a la única mesa redonda, dispuesta en el centro de la habitación, se encuentran el cardenal Mendoza, el cardenal Giacomo, prefecto de la congregación de obispos, y un anciano con traje oscuro y sombrero de paño; su cara está tan arrugada que parece sonreír permanentemente.

Giovanni aspira los olores de cigarro y licores que flotan en la habitación. En esas pequeñas salas de Roma es donde los prelados se reúnen, lejos de oídos indiscretos, cuando necesitan discutir acerca de algún secreto. Los secretos que no se atreven a mencionar en el recinto del Vaticano y que se confían en voz baja entre dos sorbos de Barolo y dos cucharadas de tarta de moka. Ahí es también donde intrigan para preparar la caída de los ambiciosos, la desgracia de los poderosos y la marginación de los pretenciosos.

Giovanni se sienta enfrente del cardenal Mendoza. Un camarero le llena la copa y coloca ante él una ración de tarta. Luego pregunta en voz baja si tienen intención de cenar. El anciano cardenal dice que no con la mano. El camarero sale y cierra la puerta.

—Me he permitido pedir una ración de este delicioso tiramisú y una botella de esta grapa de los Abruzos que a Nuestro Señor le habría encantado —interviene Mendoza.

—¿Y si me dijera qué está pasando aquí, eminencia?

—Coma primero. Después hablaremos.

Giovanni obedece. La mezcla de chocolate y alcohol le quema la garganta. Alza los ojos hacia Mendoza, que continúa observándolo a través del humo de su cigarro. El anciano del sombrero apenas ha tocado su pastel. Lía un cigarrillo y se lo pone entre los labios antes de encenderlo con un mechero. Luego se vuelve hacia un hombre vestido de paisano que acaba de entrar en el salón con un abultado sobre bajo el brazo. Inclinándose ante el anciano del sombrero, el hombre le susurra algo al oído. Giovanni se yergue. Sicilianos. El mensajero entrega el sobre al anciano antes de retirarse. El viejo siciliano se lo tiende a Mendoza.

—Le escucho, eminencia —dice Giovanni—. ¿Por qué me ha hecho venir aquí y quiénes son estas personas?

Mendoza deja el cigarro en el cenicero.

—Patrizio, tenemos buenas razones para creer que el Vaticano está a punto de pasar a unas manos distintas de las nuestras. El concilio no era más que un pretexto y el cónclave que se anuncia será una simple formalidad.

—¿El Humo Negro de Satán?

—Sabemos que han sido ellos quienes han hecho asesinar a monseñor Ballestra. Sabemos también que nuestro viejo amigo había descubierto algo en los sótanos del Vaticano.

—¿Qué?

—Pruebas de la conspiración, pacientemente reunidas a lo largo de los siglos.

—¿Y…?

—Tras la muerte de Ballestra y la del Papa, muy sospechosa, hemos extraído de nuestros propios archivos los certificados de defunción de los sumos pontífices desde el siglo XIV y hemos descubierto que otros veintiocho papas fallecieron como consecuencia del mismo extraño y fulminante mal.

—¿Está diciéndome que Su Santidad ha sido asesinado?

—Eso me temo.

—Entonces, ¿a qué espera para detener esta farsa y sacar la verdad a la luz?

—No es tan sencillo, Patrizio.

—¿No es tan sencillo? Eminencia, envía su limusina a recogerme al Coliseo después de haberme dirigido un mensaje utilizando el código de los archivistas, hace que un maître me reciba como si fuera un ladrón y me pide un santo y seña al fondo de una calleja vigilada por guardias suizos de paisano, y finalmente me ofrece una copa de grapa antes de anunciarme que el Papa ha sido asesinado y que el Humo Negro se dispone a tomar el control del Vaticano. ¡Imagínese lo que he entendido de todo esto! Pero lo que menos entiendo es qué espera de mí y por qué hablamos delante de un desconocido que le susurra cosas al oído en siciliano.

Una sonrisa aparece en los labios del viejo del sombrero. Mendoza toma un sorbo de grapa y deja la copa sobre la mesa.

—Permítame presentarle a don Gabriele.

—¿La Mafia? ¿Se ha vuelto loco?

—La Mafia, como usted dice, es una gran familia con sus primos, sus tíos y sus traidores. Don Gabriele representa a la rama de Palermo de la Cosa Nostra, la Mafia histórica con la que la Iglesia mantiene desde hace casi un siglo unas relaciones tan valiosas como inevitables. Nada definitivamente reprensible, tranquilícese. Don Gabriele es un amigo y es creyente. Ha venido a verme porque tiene revelaciones importantes que hacernos.

—¿Qué tipo de revelaciones?

El viejo deja escapar una nube de humo. Cuando empieza a hablar, Giovanni tiene la impresión de estar oyendo a un personaje de película.

—Anoche, nuestras familias aliadas de Trapani, Agrigento y Mesina nos alertaron sobre un trato que se estaba cerrando entre las ramas traidoras de la Camorra y de la Cosa Nostra. Los que nosotros llamamos los frutos podridos caídos del árbol.

—Me cuesta seguirle.

—La Mafia, como dicen los que no saben callar, está compuesta por cinco organizaciones principales. La Camorra y la Cosa Nostra son las más antiguas. Nos detestamos, pero lo hacemos con honor. Detrás viene la 'Ndrangheta, los calabreses. Esos son malos de verdad, muy crueles. Después está la Stidda, que significa «estrella» en siciliano. Son tránsfugas de la Cosa Nostra. A esos imbéciles se les reconoce fácilmente porque llevan una estrella de cinco puntas tatuada entre el índice y el pulgar. Trabajan con droga asiática y putas del Este. Malas piezas. Por último, los peores, los de la Sacra Corona Unita, son originarios de la región de Apulia. Esos son unos perros locos. Prostituyen a niños y asesinan a ancianas. O a la inversa, ya ni lo sé.

Giovanni, harto, se vuelve hacia el cardenal Mendoza.

—¿De verdad tenemos que oír todo esto?

—Vaya al grano, don Gabriele, por favor.

El viejo da una calada al cigarrillo y retira unas briznas de tabaco que se le han quedado pegadas en la punta de la lengua.

—El trato del que la Cosa Nostra ha oído hablar implica a varios clanes de la Stidda y de la Sacra Corona Unita. Dicen que anoche pasó mucho dinero de unas manos sucias a otras. Unos caballeros trajeados encargaron a esas organizaciones de sarnosos una misión un poco especial a cambio de unos maletines llenos de billetes. Un sacrilegio que la Camorra o nosotros, la Cosa Nostra, jamás habríamos aceptado cometer ni por todo el oro del mundo.

—¿Qué sacrilegio?

—Anoche, a la una de la madrugada, diversos grupos armados pertenecientes a la Stidda y a la Sacra Corona Unita tomaron como rehenes a un centenar de familias repartidas por toda Italia y el resto de Europa. Familias de cardenales que participan en el cónclave, sin duda para obtener de ellos el voto deseado en el momento oportuno.

Giovanni se yergue en el sillón.

—Me niego a creer las alegaciones de un hombre que se dedica a cortar el cuello a la gente.

—Hace mal, eminencia, porque podría ser que ese hombre que, según usted, se dedica a cortar el cuello a la gente salvara pronto el de usted.

—Creo que ya he oído suficiente por esta noche.

—Siéntese, Patrizio.

Giovanni se instala de nuevo en el sillón.

—¡Eminencia, supongo que no irá a decirme que cree a un padrino de la Mafia que le asegura que unos responsables del Vaticano han enviado a unos esbirros para presionar a unos cardenales e influir en los votos del cónclave!

Obedeciendo a una seña de Mendoza, don Gabriele le tiende a Giovanni el abultado sobre que uno de sus hombres le ha entregado hace unos minutos.

—Ábralo.

Giovanni saca una decena de fotografías. Reconoce el camino bordeado de olivos que conduce a la casa de sus padres en las montañas dé Germagnano, en los Apeninos, y los macizos de flores que adornan la vieja construcción del siglo XVIII, así como el porche de entrada, de madera maciza. En las fotos siguientes, sus padres están sentados en el sofá del salón; su madre lleva su habitual vestido de flores y sus zapatillas de lana, y su padre, su vieja chaqueta de caza y unos pantalones de pana de color óxido. Les han atado las manos a la espalda y un trozo de cinta adhesiva les tapa la boca. En la última fotografía, un hombre de la Sacra Corona Unita apoya el cañón de una pistola ametralladora contra la sien de su madre, que está llorando. El joven cardenal levanta unos ojos llenos de odio hacia don Gabriele.

—¿Cómo ha conseguido estas fotos?

—He pagado lo necesario.

—¿Quién me dice que no son sus hombres los que aparecen en estas fotos?

—Mis hombres nunca se tapan la cara.

—¡Ya está bien!

Giovanni empuja el sillón y se pone el abrigo.

—¿Adónde va?

—Voy a llevar esto a la policía.

—¿Para qué?

—¿A usted qué le parece?

—Cardenal Giovanni, los equipos de la Stidda y de la Sacra Corona Unita se comunican entre sí cada cuarto de hora por walkie-talkie y utilizan mensajes cifrados. Si la policía actúa contra una u otra organización, todas las familias serán ejecutadas en el acto. ¿Es eso lo que quiere?

—¡Un padrino no tiene ninguna lección que darme!

—No recorrerá más de treinta metros fuera de esta habitación.

—¿Es una amenaza?

El viejo expulsa otra nube de humo. Ya no sonríe. El cardenal Mendoza interviene:

—Patrizio, el cónclave va a empezar. No podemos perder ni un segundo. Es posible que todavía tengamos una oportunidad para detener al Humo Negro, pero hay que actuar deprisa. Concédame unos minutos para convencerlo. Después, usted decidirá en conciencia lo que es más conveniente hacer.

Falto de argumentos, Giovanni se sienta de nuevo y bebe su copa de grapa en dos tragos. El alcohol desciende por su garganta como un reguero de lava. Después deja la copa y clava los ojos en los de Mendoza.

—Le escucho.