En la plaza de San Pedro, la multitud de peregrinos es todavía mayor. Ahora son tantos que sus murmullos forman un rugido. Cientos de miles de labios rezando en medio de un bosque de cirios. Parece un monstruo, una hidra compuesta de miles de rostros tristes y de cuerpos inmóviles.
Desde lo alto de la escalera de la basílica, el cardenal camarlengo Campini contempla esa marea humana que se acerca. Tiene la impresión de que toda la cristiandad está convergiendo hacia el corazón de Roma, como si los fieles presintieran lo que está sucediendo en el interior del Vaticano.
Campini ve de reojo que a su lado se detiene la imponente silueta del comandante de la guardia.
—Le escucho.
—Tres cardenales no han acudido a la convocatoria, eminencia.
Campini se pone tenso.
—¿Cuáles?
—El cardenal secretario de Estado, Mendoza; el cardenal Giacomo, de la congregación de obispos, y el cardenal Giovanni.
—A los dos primeros se lo impide el límite de edad y no pueden formar parte del cónclave.
—Aun así, eminencia, el cardenal secretario de Estado y el máximo representante de la congregación de obispos, números dos y seis del Vaticano…
—Le recuerdo que, estando el número uno muerto, el número dos y el número seis no tienen más poder que su equivalente en un juego de cartas. El camarlengo es el único que manda cuando la Sede está vacante. Y el camarlengo soy yo.
—¿Cree que saben algo?
—Creo que creen saber algo. Pero, de todas formas, sea lo que fuere lo que traman, ya es demasiado tarde.
Un silencio.
—¿Alguna noticia del padre Carzo y de esa tal Marie Parks que ve cosas?
—Se han marchado de la abadía-fortaleza de Maccagno Superiore. Ahora se dirigen hacia el convento de Bolzano.
—Es imprescindible recuperar el evangelio para la misa solemne que se celebrará justo después de la elección del gran maestre.
—Quizá sería mejor intervenir.
—No se ocupe de cosas que lo superan, comandante. Nadie debe tocar al padre Carzo antes de que llegue el momento.
—¿Y qué pasa con los cardenales que no han acudido a la convocatoria?
—Yo me encargo de ello.
Campini dirige una última mirada hacia la muchedumbre.
—Refuerce los cordones de seguridad y cierre la basílica.
El comandante indica a sus guardias que cierren filas. Luego empuja las pesadas puertas detrás del camarlengo, que desaparece en el interior del edificio.