—¡Despierte, Marie!
—¡La infeliz! Se ha metido ella sola en la boca de la peste.
La voz grave que escapa de los labios de Parks repite esa frase interminablemente. La joven tiene los ojos en blanco y la cabeza caída sobre el sillón. Hace unos minutos que Carzo le busca el pulso. Una venita azul se pone a palpitar cada vez más fuerte a medida que Parks vuelve a quedar atrapada en su trance. De repente empieza a sufrir convulsiones y Carzo tiene que administrarle una inyección de adrenalina para que su corazón, que acaba de superar las ciento setenta y cinco pulsaciones por minuto, aguante.
—Agárrese, Marie, estoy trayéndola de vuelta.
Parks, que siente arder sus arterias por efecto de la adrenalina, profiere un grito al emerger por fin de su visión. Abre los ojos y aspira aire como si hubiera estado a punto de ahogarse. Está empapada. Carzo la estrecha torpemente contra sí y la acuna para darle calor. La joven está aterrorizada.
—¿Qué ha pasado, Marie? ¿Qué ha visto?
Con la voz todavía quebrada por el timbre de Landegaard, Marie cuenta el final de su visión al padre Carzo, que abre los ojos con estupor. Insensible a las lágrimas de los comedores de hombres, Landegaard los enterró vivos. El inquisidor y su escolta incendiaron a continuación el monasterio y se alejaron por el camino de las crestas que la recoleta había tomado unos meses antes en dirección a los Dolomitas.
Notando que las lágrimas de Parks se deslizan por su mejilla, Carzo la estrecha con más fuerza entre sus brazos. La joven había asistido a los desenfrenos de la Inquisición e iba a hacer falta algún tiempo, para que su mente digiriera lo que había visto.
—Ha dicho que la recoleta se dirigía hacia la abadía cisterciense de Santa Madonna di Carvagna, ¿no?
—Sí.
—Bien, por el momento es suficiente. Hay que dejarlo aquí; si no, los trances acabarán matándola.
—Entonces, ¿abandonamos?
—Imposible. Pero ahora sé que la recoleta no confió el manuscrito a ninguna de las comunidades a las que pidió asilo durante su huida.
—Quizá consiguió entregárselo a las cistercienses de Carvagna.
—Creo que no era esa su intención. Además, los trapenses de Maccagno Superiore dijeron la verdad a Landegaard al menos en una cosa.
—¿Cuál?
—La abadía de Carvagna fue efectivamente diezmada por la peste ese año. Sabemos, por nuestros archivos, que dejaron entrar a una mujer embarazada sin saber que era portadora del mal. Si la recoleta llamó a las puertas de esa abadía, nadie le abrió, pues solo quedaban cadáveres. Así que iremos directamente al convento de Bolzano, donde Landegaard y sus hombres encontraron la muerte y donde la Iglesia perdió definitivamente el rastro del manuscrito. Ahí es donde la pista de la recoleta se interrumpe.
Parks piensa en el último correo del inquisidor, que ella había leído en la biblioteca de las recoletas de Denver. Aquel en el que anunciaba al Papa que los fantasmas de sus guardias estaban derribando la puerta del torreón donde se había refugiado.
—No… no tendré fuerzas para revivir eso.
—No tenga miedo, Marie, no estoy tan loco como para enviarla hacia Landegaard justo antes de su muerte. Ya sé que no lo soportaría.
Abrazada al sacerdote, Parks escucha cómo los latidos de sus dos corazones se confunden en el silencio. Sabe que miente. Nuevas lágrimas brotan de sus ojos.
—Sin embargo, no tendré más remedio que meterme en la piel de la recoleta para encontrar el evangelio.
—Yo estaré con usted.
—No, Alfonso, estaré sola arañando con las uñas la tierra del cementerio cuando las agustinas hayan enterrado su cadáver. Estaré sola y tú lo sabes.
Carzo siente la respiración de Parks en su mejilla. Se sumerge en su mirada aterrada. Los labios de la joven se cierran sobre los suyos.
—Marie…
El sacerdote intenta resistirse un poco más. Después, cierra los ojos y le devuelve el beso.