Capítulo 160

Al llegar al pie de las murallas, el inquisidor tira de la brida de su montura y levanta una mano enguantada. Detrás de él, los carruajes se detienen con un crujido de ruedas. Landegaard interroga al silencio. Ni un susurro, ni el menor graznido de cuervos. Levantándose sobre los estribos, grita tres veces el «quién vive» ante las murallas. Su voz rebota a lo largo de la pared y se pierde en el aire, entre el zumbido de los insectos. Landegaard aguza el oído. Nada. Entonces señala el mecanismo del puente levadizo a través de los barrotes del rastrillo. Sus ballesteros apuntan con el arma, pero, cuando se disponen a disparar, una vocecita procedente de las murallas pregunta quién va en esos tiempos de peste. Sorprendido, Landegaard tasca el freno de la boca de su montura, que se encabrita y levanta una nube de polvo. El inquisidor alza los ojos y ve una cabeza tonsurada que asoma por las almenas.

—¡Ah de las murallas! —dice, con las manos a modo de bocina—. Mi nombre es Thomas Landegaard, inquisidor general de las marcas de Aragón, Cataluña, Provenza y Milán. Tengo la misión de inspeccionar las congregaciones montañesas para comprobar que no les ha sucedido nada malo a las ciudadelas de Dios. Y te advierto, monje, que la peste está ahora en el norte y ya nada justifica que me desgañite como un cuervo para que bajes el puente a fin de recibir al embajador de Aviñón.

Otras tonsuras acaban de aparecer al lado de la primera. La brisa lleva a los oídos de Landegaard el conciliábulo que agita a los trapenses. Está a punto de montar en cólera cuando la primera tonsura se alza de nuevo por encima de las almenas.

—Gracias a Dios, excelencia reverendísima, nuestra congregación ha escapado al desastre. Pero me piden que os diga que deberíais seguir sin tardanza hasta la abadía de Santa Madonna di Carvagna, sobre el lago de Como. Unos vagabundos nos dijeron hace una luna que el gran mal ha sembrado muerte y desolación entre las filas de nuestros hermanos cistercienses.

Landegaard se vuelve hacia sus hombres, que le devuelven la sonrisa.

—Esa contestación me parece harto sospechosa, hermano trapense. Sabed que a un inquisidor de mi rango le tiene sin cuidado el parecer de los vagabundos sobre la dirección que debe tomar para cumplir su misión. Bajad el puente de inmediato para que compruebe con mis propios ojos que el mal no os ha afectado. ¡Bajadlo ahora mismo, o a fe mía que serán mis arietes quienes se encargarán de hacerlo!

Las tonsuras se mueven ahora en las almenas. El inquisidor cuenta dieciséis hombres, y una docena más que van y vienen agitando los brazos. Se oye un chirrido de cadenas mientras unas manos invisibles levantan el rastrillo. Tras haber dispuesto a sus ballesteros delante de él, Landegaard espolea a su montura.

Seguido de los carruajes, el inquisidor penetra en la fortaleza y observa a los trapenses, que se han agrupado en el patio. Cuarenta viejos monjes, sucios y atemorizados, que han sobrevivido milagrosamente a la plaga alimentándose de cuervos y de carne de perro, tal como atestiguan los esqueletos y los cráneos que alfombran el suelo. Esqueletos de gato y rabos de rata se descomponen entre el polvo. También restos de huesos de lechuza, que los viejos han roído para engañar el hambre. A estos extremos inconfesables había reducido la peste a los orgullosos pellejeros de Maccagno. Sin embargo, aunque los trapenses parecen haber adelgazado, un resto de barriga continúa tensando su sayal. Eso no encaja. Eso y una extraña luz que brilla en su mirada.