Con la piel de la cara enrojecida por el sol y el aire de las alturas, Landegaard y su escolta viajaron durante diez días por las crestas que unen el Cervino con el relieve abrupto de los montes de Ticino. Al amanecer del sexto día, el carruaje de un notario cayó por el precipicio. De pie sobre los estribos, Landegaard se asomó al abismo mientras el carricoche desvencijado rebotaba en las paredes. Sin una mirada para los supervivientes de su escolta, había hecho una seña indicando que reanudaran la marcha.
Ese día, al anochecer, tras horas buscando con los ojos el convento de las marianistas de Ponte Leone, cuyas torres deberían asomar en el horizonte, llegaron al fin a sus murallas carbonizadas e instalaron allí un pequeño campamento. Landegaard inspeccionó los pilares del claustro hasta encontrar las inscripciones que buscaba. La recoleta había hecho un alto allí y se había quedado unas horas, el tiempo de curar sus heridas. Cuando las marianistas descubrieron las reliquias que transportaba, la desdichada tuvo que proseguir su camino solitario hacia Maccagno. Landegaard adivinó sin dificultad qué sucedió después, al encontrar los restos de las marianistas crucificadas en las puertas del convento. Lo que significaba que los Ladrones de Almas se habían lanzado en persecución de la recoleta.
Los hombres de Landegaard se pusieron de nuevo en marcha cuando empezó a clarear. Bajaron de las cimas en dirección al lago Mayor, allá abajo, a lo lejos, en el valle. Hacía cada vez más calor. Apremiados por su señor, solo hicieron breves pausas hasta las murallas de Maccagno.
Parks, dormida, gime. Esos diez días de tristeza son los que acaba de descubrir en la memoria del inquisidor cuando este se despierta al acercarse a la abadía-fortaleza.