Lago Mayor, Italia.
Nueve de la noche
Parks y el padre Carzo no han intercambiado una sola palabra mientras el 4x4 atravesaba la noche para atrapar el tiempo. Tres horas de camino por Suiza y el paso de San Gotardo, cuando siete siglos atrás Landegaard y su escolta tardaron diez días en cruzar los Alpes.
Han aparcado a orillas del lago Mayor y se han dirigido a las ruinas carbonizadas de la abadía-fortaleza de Maccagno Superiore. De esta plaza fuerte trapense de la Edad Media, que defendió durante mucho tiempo el Milanesado contra los bárbaros, solo quedan cuatro cuerpos de edificio derrumbados y unos metros de murallas invadidas por zarzas. También un trozo de claustro, donde los niños de los alrededores encienden fogatas y se cuentan historias de miedo.
Carzo se ha vuelto hacia Parks. Con la mirada perdida, la joven ha señalado una vieja capilla cuyas paredes desmoronadas lindan con los vestigios del claustro. Ahí es donde han entrado. Parks se ha sentado en un antiguo sillón de celebrante; las patas, roídas por el tiempo, han crujido bajo su peso. Los mismos crujidos que el sillón de la recoleta en el refectorio de Nuestra Señora del Cervino. La misma tela también, ese terciopelo rojo y polvoriento que huele a siglos muertos.
—¿Está preparada?
—Sí.
Parks vuelve la cabeza hacia las troneras que atraviesan las murallas de Maccagno. A través de una estrecha ranura, la luna se refleja en la superficie del lago Mayor.
—Cierre los ojos.
Marie mira una vez más las paredes toscamente enyesadas y los bancos volcados. Después, cierra los ojos y abre su mente a la voz de Carzo.
—La envío a diez días después de la matanza del Cervino. Según los registros, el inquisidor Landegaard y su tropa llegaron a la fortaleza de Maccagno el 21 de julio de 1348 al amanecer. Sabemos que aquí sucedió algo. Algo que Landegaard no había previsto. Pero no sabemos qué es. Y lo que sucedió ese día sin duda es la clave que conduce al evangelio. Así que sea particularmente prudente, Marie, porque sabemos que Landegaard no fue bien recibido en este lugar y que estuvo a punto de perder la vida. Por esa razón necesitamos saber qué fue de los trapenses de Maccagno tras el paso del inquisidor y por qué…
A medida que la voz del sacerdote se aleja, la joven siente de nuevo que su cuerpo se distiende, sus manos se ensanchan y su piel y sus piernas se estiran. Su torso se cubre de vello y sus músculos aumentan de volumen. Por último, percibe el olor lejano de mugre que sube de sus axilas y su pubis. Como en el Cervino, otros olores empiezan a flotar en el aire caliente. Olores que se superponen poco a poco como las pinceladas de un cuadro. Olores apetitosos de piedra caliente, de miel y de matas de ortigas. Ruidos también: el ronroneo de una colmena, el chapaleo del agua sobre los guijarros, el chasquido de los zuecos sobre las piedras del camino, el zumbido de los insectos y los golpes que dan los caballos piafando en la pendiente. Luego, lo que queda de la conciencia de Parks detecta las mismas sensaciones que experimentó al meterse por primera vez en la piel de Landegaard. Reconoce el frotamiento de las riendas en sus manos y el estremecimiento de los flancos de su montura contra sus muslos.
Había hecho un calor atroz ese día, pero ni el ardor del sol ni los mosquitos sedientos de sangre habían conseguido turbar el descanso del inquisidor general, que se había dormido de nuevo a lomos de su caballo, con la espalda curvada y la barbilla contra el pecho. Cuando se yergue, Thomas Landegaard abre los ojos y contempla las aguas profundas del lago Mayor. A lo lejos, las torres de Maccagno Superiore se recortan contra el cielo rojizo del crepúsculo.