Valentina se abre paso a través de la multitud de fieles y gira a la izquierda, hacia las callejas desiertas de Roma.
Tarda menos de diez minutos en llegar a la piazza Navona, donde la atrapa otra procesión. Avanza a través de las llamas de los cirios, que iluminan fugazmente rostros bañados en lágrimas y niños dormidos. Acaba de adelantar a la multitud y se detiene para aspirar un momento el olor de pan caliente que despide un puesto ambulante. En el momento en que el mar de velas se cierra detrás de ella, Valentina se vuelve y se queda petrificada. Dos monjes acaban de aparecer al otro lado de la plaza y avanzan sin dificultad entre los fieles. Llevan amplias capuchas bajo las que sus ojos brillan débilmente a la luz de los cirios. Valentina recorre unos metros y se vuelve de nuevo. Los monjes han llegado al centro de la multitud. Se diría que avanzan deslizándose sobre el suelo y que el gentío ni siquiera repara en su presencia. «Dios mío, son ellos…».
Dominada por el terror, Valentina aprieta el paso y se adentra en una calleja estrecha que sube hacia el Panteón. Masculla un taco provocado por el dolor que siente al torcerse el tobillo entre los adoquines. Se quita los zapatos y echa a correr sin preocuparse del agua helada que le empapa los bajos de sus pantalones. Sin aliento, se dirige hacia las farolas que titilan a lo lejos. Unos perros ladran al pasar ella, como si intentaran alertar a los Ladrones de Almas. «¡Valentina, deja de desbarrar y corre!».
Justo antes de llegar al Panteón, la joven se vuelve y escruta la oscuridad a través de la lluvia. Nadie. Se refugia en la sombra de una estatua para examinar la plaza. Ve que Mario baja de un taxi a unos metros del hotel Abruzzi. Se queda petrificada. Los dos monjes acaban de aparecer al otro lado del Panteón y se dirigen hacia él. En vez de mirar al frente, el jefe de redacción está marcando un número en el teclado de su móvil. «Mario, por favor, levanta los ojos…».
Los monjes ya están a tan solo treinta metros. Valentina ve cómo uno de ellos desenfunda una hoja curva que lanza un destello bajo una farola.
—¡Mario! ¡Por lo que más quieras, lárgate!
El ruido de la lluvia ahoga su grito. Los monjes ya están a tan solo diez metros. Mario se ha detenido y vuelve a marcar el número, seguramente se ha equivocado en el primer intento. Luego, sin levantar la cabeza, el romano se acerca el teléfono al oído y reanuda la marcha. Valentina se dispone a echar a correr hacia él bajo la lluvia cuando su móvil vibra en su cinturón. Descuelga y nota que un aluvión de lágrimas inunda sus ojos al oír la voz de Mario a través del auricular.
—Valentina, ¿qué haces?
—¡Mario! ¡Cuidado! ¡Delante de ti!
El jefe de redacción se detiene.
—¿Cómo? ¿Qué dices?
—¡Mario, los monjes! ¡Van a matarte!
Ve cómo el periodista levanta los ojos en el momento en que el puñal del monje lo atraviesa por encima del ombligo. Mario suelta el móvil y vuelve la cabeza hacia Valentina, que corre hacia él para ayudarle. No tiene tiempo de hacerlo: tras retirar la hoja y limpiarla en el traje de Mario, el monje se vuelve hacia ella.