Empuñando la antorcha que uno de sus guardias acaba de tenderle, Landegaard se adentra en el pasadizo y sigue las huellas dejadas por la recoleta en los peldaños. Más abajo, la anciana religiosa se apoyó en una pared. A juzgar por la cantidad de sangre que hay en ese lugar, la madre Gabriella permaneció largo rato inmóvil. Seguramente buscando fuerzas para continuar.
La llama de la antorcha silba mientras Landegaard continúa bajando al tiempo que barre con ella el espacio para localizar las huellas siguientes. Las paredes están cubiertas de escarcha. Tiene la impresión de llevar horas bajando cuando llega al último peldaño. Las paredes del pasadizo se curvan. El inquisidor avanza ahora por una especie de garganta. Descubre un conducto más estrecho que sale del sótano principal y aspira los olores de detritos que emanan de él. El pozo de residuos del convento. Alargando el brazo, ilumina sus paredes. Rastros de sangre helada. La madre Gabriella fue en esa dirección. El inquisidor esboza una sonrisa. Recuerda haber visto la trampilla de un pozo de residuos en las salas secretas del convento, por donde la recoleta debió de tirar el evangelio y el cráneo de Janus antes de caer en manos de los Ladrones de Almas.
Landegaard avanza unos pasos por el pasadizo principal y encuentra las huellas que la recoleta dejó al regresar del conducto de los residuos. Aunque la llama de la antorcha oscila cada vez más debido a las corrientes de aire, camina otro kilómetro mirando cómo aumenta el punto blanco de la salida a lo lejos. La recoleta debió de perder tanta sangre que el inquisidor teme toparse de un momento a otro con su cadáver. Pero no. Movida por sabe Dios qué fuerza, logró resistir.
Pronto Landegaard no necesita la antorcha. Apaga la llama pisándola con el talón, tira el hachón por encima del hombro y llega en unas zancadas a la pesada reja que cierra la entrada del túnel. Un poco de sangre en los barrotes herrumbrosos, un poco de sangre también en la cerradura, que debió de dejar mientras tanteaba para meter la llave. Armado con su llave maestra, acciona el cerrojo y empuja la reja. Frente a él se extienden los picos de los Alpes.
Con los ojos inundados de lágrimas frente a la luz cegadora que hace titilar la nieve, Landegaard pasa la mano por una roca plana que se alza en la entrada. Si él hubiera tenido que huir por ahí, habría elegido ese emplazamiento para dirigir un mensaje a los inquisidores.
Sin dejar de contemplar los precipicios blancos de los Alpes, pasa los dedos por las nervaduras de la roca, allí donde el punzón de la recoleta indicó, efectivamente, el lugar al que se dirigía. La abadía-fortaleza de Maccagno Superiore, el monasterio de una congregación de trapenses que se alza justo encima de las aguas glaciales del lago Mayor. Unos monjes desolladores que practican el arte silencioso de los pellejeros. Es a ellos a quienes las monjas habían llevado el manuscrito para que lo cubrieran con varias capas de piel antes de colocar en la cubierta una cerradura envenenada. Después, las santas mujeres habían grabado en el cuero esas extrañas filigranas rojas que solo brillaban en las tinieblas.
Con una sonrisa en los labios amoratados por el frío, el inquisidor levanta la trompa que cuelga de su cinturón y sopla con todas sus fuerzas. Mientras el eco de su llamada rebota contra las cimas, Landegaard sigue con los ojos el camino de las crestas. Cuarenta leguas de una ruta glacial y difícil que serpentea hasta las lejanas fronteras de Hungría. El trayecto más peligroso. En esa dirección huyó la recoleta seis meses atrás, llevando consigo un cráneo reseco y un viejo libro.